Lo que encontré en La Gran Familia

Una crónica de la visita al albergue de La Gran Familia. 
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Encontré un edificio colorido. Murales costumbristas naif, con niños que brincan la cuerda, globos, ruedas de la fortuna. Encontré salones de clase y  dormitorios enrejados. Un enorme patio con canastas de basquetbol. Paredes llenas de grafiti. Advertencias: “chingue a su madre el que lo lea”. Mensajes de amor: “Boby y Carmen”. Vi médicos, peritos, basura, sillas arrumbadas. Una bodega minúscula, casi sin luz, con varios niños tirados adentro, bajo llave: “están señalados como golpeadores o violadores”, dice la autoridad, que los metió ahí. Encontré un templete listo para lucir visitas políticas, discursos para aprovechar la ocasión: “Zamora: Corazón y Trabajo”, www.zamora.com.mx.

Encontré a un policía federal en la puerta que me recibió a gritos: “baje el celular, no tome fotografías”. Me topé con un comité de bienvenida – compuesto por personal de la PGR, el DIF y el gobierno de Michoacán – empecinado en convencerme de una versión de la historia, un particular recorrido por las instalaciones, una específica serie de temas a abordar y personas a entrevistar. Durante el par de horas que duró la visita no les escuché un solo matiz, una sola mención (por iniciativa propia) de la educación que recibían los niños o la música que se les enseñaba. Al menos a este periodista no le ofrecieron ni una sola luz: solo la más absoluta negrura. Lo suyo era el consenso narrativo. Todas las interpretaciones, incluso las más frívolas, remitían al horror. Una mujer de la comitiva insistía en compartirme su lectura fast-track de los murales pintados por los niños: mire usted esa mueca, mire usted ese árbol, mira ese muñeco: muestras claras de que sufrían, de que veían este lugar como una cárcel. ¿Habrá sabido quién pintó estos murales, cuándo, en qué circunstancias, con qué guía? No me parece probable: lo suyo era la sentencia propia del experto fugaz. Una joven que dijo representar al gobierno michoacano demandaba llevarme a un lugar que, me dijo una y otra vez, era idéntico “a los campos de concentración” nazi. Venga, señor Krauze, déjeme convencerlo del infierno.

Encontré versiones de las vidas de los niños que no concordaban con lo que ellos mismos me platicaron. Entrevisté a James, un pequeño ciego.  Una de las señoras de la comitiva me había dicho que el niño había perdido la vista al ser atacado con lápices mientras estaba encerrado en un cuarto. Escuché atentamente y luego me senté en el piso para preguntarle a James qué había ocurrido. Su versión fue completamente diferente: en una travesura terriblemente desafortunada, un niño lo había empujado contra un objeto que se le había clavado en los ojos. No menos trágico, ciertamente, pero con implicaciones narrativas muy distintas. Apenas me puse en pie, la mujer en cuestión reaccionó como resorte para asegurarme que alguien le había dicho que Rosa Verduzco se había burlado del niño diciéndole: “aquí no regalamos ojos”. Días después, Rosa Verduzco me diría que James había llegado al albergue ya parcialmente ciego: perdió la vista del otro ojo tras una infección. El oftalmólogo particular podía corroborarlo, me dijo.

Encontré a autoridades propensas a la generalización. La misma señora de la truculenta historia de James me dijo, por ejemplo, que “los niños” se cortaban de la desesperación. Cuando le pedí que precisara aquello de “los niños” (había 600, después de todo), me señaló que tres decenas de pequeños se habían hecho daño durante el operativo y el desalojo. De nuevo, no menos doloroso, pero con implicaciones muy diferentes.

Cuando llegamos a la bodega de la comida, la versión que recibí es que había ahí latas con treinta años de antigüedad. No refrescos de dos meses, no plátanos de dos semanas, no leche de días. No. ¡Faltaba más! La supuesta caducidad que tenía que compartírsele al periodista debía ser extrema. La insistencia por mostrarme el ya infame cuarto de Pinocho rayó en la obsesión. Y por llevarme a la parte de atrás, donde, me dijeron, se rumoraba que había niños enterrados. El mismo señor de la PGR que quería mostrarme los sitios de las supuestas fosas comunes apareció en varios reportajes de enorme difusión a lo largo de la semana. Siempre mostró la misma convicción por compartir supuestos de evidencia ínfima pero alcances gravísimos. Al menos cuatro personas flanquearon a mi camarógrafo en todo momento, grabando (con teléfonos celulares) cada paso que dimos, cada interacción que tuvimos. En ningún momento de la visita se me permitió entrevistar a nadie sin la presencia de al menos una persona de la comitiva. Esta hostilidad a mi trabajo periodístico y esta proclividad a imponer una narrativa no la encontré ni siquiera en mi visita a los restos de la guardería ABC.

Encontré un  albergue en condiciones inadmisibles de desaseo, sobre todo en el área de dormitorios y cocina. Tras conversar con Rosa Verduzco comprendí no solo las limitaciones económicas por las que atravesó siempre La Gran Familia sino también la importancia que para la señora Verduzco tenía la colaboración: la limpieza era responsabilidad única de los miembros de la “familia”, de los que habitaban en el albergue. Lo entiendo, pero no me convence. La carencia no puede ser sinónimo de falta de higiene, menos cuando hay niños a los que cuidar, a los que proteger. Una cocina hedionda, una bodega caótica, una nevera insalubre, un retrete incompleto…nada de eso se justifica. Tampoco el estado de varias de las literas que usaban los muchachos. Ningún discurso de los beneficios formativos de la escasez me va a meter en la cabeza que es admisible dormir sobre un catre de alambres oxidados y expuestos.

Encontré una escuela de gobierno en condiciones no ideales pero dignas. Pupitres llenos de mensajes de amor, de filiación, de “Juan estuvo aquí”. Pizarrones, libros, cuadernos. La vida de una escuela primaria, secundaria y preparatoria como cualquier otra. Con la misma energía – a veces caótica, a veces refrescante, a veces jodida – de la niñez. Encontré cientos de instrumentos musicales arrumbados en una bodega. Decenas y decenas de libros con partituras gastadas, usadas a lo largo de muchas horas de práctica. Un piano con las teclas casi derretidas. Un enorme contrabajo recargado contra una pared. Y muchos niños tocando, interrumpiendo los sonidos de nuestro recorrido con el rugido de una banda. Encontré el constante afinar de una escuela viva de música viva. Encontré a Teresa, una niña de 16 años que quería mostrarme cómo tocaba. La acompañaba una joven un poco mayor, miembro del grupo coral. Acomodaron algunas hojas, y se voltearon a ver. Comenzó el Ave Regina Caelorum.

Encontré una mayoría de niños que admitían haber sido enviados al albergue por sus familiares o por el DIF tras ser descubiertos haciendo tropelías en las calles, robando, golpeando, llevando la rebeldía al extremo. Niños, se diría en la jerga especializada, con problemas de conducta. No hablé con uno solo que viniera de una familia unida: me cuidaba mi abuela, mi madre se casó con otro, mi padre se fue a Estados Unidos, mi hermana estaba harta. Todos de familias rotas.

Encontré a niños que decían que Rosa Verduzco “a veces era buena y a veces mala”. Otros que decían agradecerle. Otros que decían que “La Jefa” ya no subía al tercer piso porque no podía. Allá arriba, me dijo una niña, las mujeres y los hombres se entendían.

Encontré niños que narraban una vida dura dentro del albergue. Una vida de disciplina espartana. Ejercicio físico para aquel que desobedeciera en un salón de clases. Reclusión para aquellos que intentaran escapar. Algunos me dijeron que, ante el mal comportamiento, se les retiraba el alimento. Medidas militares. Todos con los que hablé dijeron estar aliviados de dejar el albergue, un lugar donde siempre prevaleció esa severa interpretación de la disciplina como supuesto método formativo.

Encontré niños que admitían que la vida en el albergue los había ayudado a “valorar las cosas”. Niños que me compartieron que, hasta antes de llegar a La Gran Familia, no sabían leer, ni escribir, ni sumar, ni restar…ni nada. Niños que ahora presumían haber terminado la secundaria. Y encontré a niños que, sin excepción alguna, me hablaban con orgullo de su aprendizaje musical. Un muchacho que dijo preferir el violín al clarinete porque el primero le resultaba más alegre. Otros para los que el piano era incomparable. Un trompetista que soñaba con integrarse a una banda. Un trombonista que se burló de mí porque le dije que su instrumento me parecía muy difícil: “es de maña”, me dijo sonriendo. Una niña del coro que me aseguró que quería ser igualita a la cantante Marisela (curiosa elección para una chamaca de 13 años, lo sé). Niños que juraban que, tras salir, usarían sus talentos musicales para no solo hallar un lugar en el mundo sino para comérselo.

Encontré padres desesperados. Encontré a una mujer vestida toda de rosa que buscaba a Sandybelle, su hija de 25 años. Quince años antes la había dejado en el DIF mexiquense. Sandybelle era rebelde, se salía a la calle, era una pesadilla para una madre soltera. Por eso, la mujer decidió encargársela al Estado mexicano. Para desgracia de la joven madre, el Estado tuvo muy poca paciencia. A las pocas semanas le llamaron para sugerirle (es un decir) que llevara todos los papeles de la niña – “los originales” –  para firmar un convenio donde cedería la tutela. Le dijeron que la enviarían a un albergue donde la harían una “mujer de provecho”. No recuerda si le compartieron el nombre del lugar ni la localización. Pero sí se acuerda que le sugirieron (así como “sugiere” la autoridad) que no visitara a su hija sino hasta los 18 años de edad. Y así, tan fácil como eso, el DIF mandó a Sandybelle a Zamora. “El DIF me engañó”, me dijo entre lágrimas. Dice que unos meses antes de que la niña cumpliera la mayoría de edad, ocho años después de dejarla en el DIF, averiguó la dirección del albergue. Fue a Zamora y, afuera de la Gran Familia, se encontró Rosa Verduzco: “me dijo que no podía darme ningún tipo de información”. Tras enterarse del operativo de la semana pasada, tomó un camión rumbo a Michoacán. Al llegar a La Gran Familia, personal de PGR y el DIF (¡la ironía!) le informaron que habían dejado salir a los mayores de edad. Cuando me fui, seguían tratando de localizar a Sandybelle. 

Encontré al Chucky, al James, a la Bestia, al Chonchón, al Winnie, a Miguel, a Danaé, a Tere, a Mari, a Julia, a Claudia, a Carolina y su hijo Uriel…

Niños mexicanos. Hijos de sus padres. Y de Rosa Verduzco.

Hijos de México. 

 

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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