Peatón en la ciudad de México: toda la verdad

Breve historia de la cultura vial (o la falta de) en la ciudad de México. 
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Cuando yo era niño, en casa se leía Sputnik: selecciones de la prensa soviética, pero en la de mi abuela materna lo que había sobre la tapa del sanitario era Selecciones de Reader's Digest. Mientras que la primera contenía artículos fascinantes como “Estadísticas de la producción de acero ucraniana”, la segunda traía buenos chistes y artículos al estilo de “Sobreviví al naufragio y a los tiburones: toda la verdad”. Me permito esta digresión inicial para comentar que uno de mis sueños siempre ha sido publicar en la revista fundada por el republicano Dewitt Wallace (me temo que Sputnik despareció con la Unión Soviética). Sí, claro, podría escribir un artículo con un título estridente, truculento, que llame la atención; algo así como: “Peatón en la ciudad de México: toda la verdad”.

Como buen muchacho provinciano, lo primero que me llamó la atención en cuanto llegué a vivir al Distrito Federal fue que en la práctica el peatón carece totalmente de los derechos más fundamentales. Para adaptarme tuve que involucionar unos cuantos miles de años, al tiempo en el que el hombre de las cavernas tenía que cuidarse las espaldas de mamíferos más grandes y afilados, y olvidar todas esas cosas buenas y civilizadas que aprendí en la primaria en mis clases de educación vial; echar al traste todo lo que esos bondadosas instructores me enseñaron en “la ciudad de los niños”: un parque infantil de pequeñas casas que imitaba el trazado de una ciudad y que uno recorría en una bicicleta.

Vengo de una ciudad del norte en la que uno puede estar en una cantina y morir acribillado por cientos de balas de AK-47, pero donde paradójicamente los automóviles se detienen en los pasos peatonales para dejar pasar a los transeúntes. Para los capitalinos el norte es un lugar salvaje, muy al estilo del viejo oeste, pero en algunos casos es mucho más civilizado. Por ejemplo, en Chihuahua, con nuestra mentalidad de aldeanos, hemos inventado un gran sistema para evitar embotellamientos y choques en las calles, sin utilizar semáforos. Le llamamos “cuatro altos”, y me cuentan que ya lo están implementando en Suecia y los demás países escandinavos (aunque deberíamos de cobrarles la patente). Es un sistema sencillo, y funciona gracias a algo muy exótico de lo que los capitalinos nunca han oído hablar, en términos de tráfico vehicular: el contrato social.

Explicaré cómo funciona: en un cruce de dos calles, de dos sentidos, los autos se detienen y le ceden el paso a los que vienen por la calle perpendicular. Luego es el turno del que cedió el paso la primera vez. Uno puede circular tranquilamente por una calle, y si bien se corre el riesgo de que dos delincuentes te apunten con una pistola y te bajen del auto (como en Grand Theft Auto, el videojuego), al menos se tiene el consuelo de que al llegar a un alto, alguien te cederá el paso con un gesto bondadoso.

En la ciudad de México la consiga del automovilista es sacar siempre la mayor ventaja posible, lo cual muchas veces provoca embotellamientos. Como todo mundo quiere pasar primero, a veces sucede que nadie pasa. ¿Cuántas veces no se ha visto un cruce de dos calles atascado de autos que intentan pasar pero que se estorban unos a otros? ¿Cómo explicarles a estos chimpancés que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio en el universo? Habría que mandarlos de regreso a la escuela primaria. A veces parece que la Ilustración nunca pasó por estas tierras, por más que los libros de texto hablen de que los criollos leyeron la Enciclopedia. Una prueba de eso es el pensamiento mágico capitalino: la absurda creencia de que tocando el claxón como un energúmeno se evaporarán en el aire los cien automóviles que están frente a ti.

Cuando uno ya lleva un tiempo viviendo en la ciudad de México lo primero que se desarrolla son los reflejos de un artista de las artes marciales al estilo de Jackie Chan. Hay que estar preparado para correr, para saltar, para poner una mano sobre un cofre y echarse una maroma; y es necesario aprender a caer y rodar con estilo, sacudirse el culo y caminar como si nada hubiera ocurrido. También se desarrolla una especie de conciencia sobre la maldad de nuestra especie. Cuando uno está cruzando una calle, el capitalino en lugar de meter el freno pisa el acelerador, como si dijera: “fuera de mi camino, maldito aldeano”. Y si hay algo que detestan los simios es que uno como peatón camine con parsimonia, feliz. Muchas veces al cruzar una calle de esta manera me han gritado (a mis espaldas, por supuesto):

—¡Pendejoooooo!

Tengo varias teorías respecto a la falta de cultura vial en la ciudad de México. La que más me parece convincente se remonta a la época colonial. Es una especie de lugar común decir esto, pero en el norte somos un poco más democráticos porque el colonialismo lo padecimos de otra forma. Siempre ha habido además muy poca gente, nos podemos dar ciertos lujos. Podría decir que somos tan democráticos como el Uruguay, pero los gobernadores priístas no me dejarían mentir. En parte supongo que la cercanía con los Estados Unidos y su famosa obsesión por las leyes de tránsito nos hace más avanzados al menos en esta materia. Fuera de eso, en el norte somos tan corruptos como el resto del país.

Vuelvo a mi teoría: todo tiene que ver con el sistema de castas. Durante el inicio de la colonia los españoles podían usar caballo y carretas, los indios no. Los españoles, como buenos conquistadores y amos, despreciaban a los indígenas, un pueblo orgulloso pero conquistado. Imaginemos la escena. Exterior / Día / La ciudad de México en siglo XVI. Un indígena cruza por la calle de Moneda con un cántaro de agua en la espalda, o algo así, y por la misma calle viene el carruaje de un español.

El español le dice al cochero:

—¡Acelera!

El indio entonces tiene que correr, o saltar, o bien caer y rodar sin tirar una sola gota de agua del cántaro; sacudirse el culo y seguir caminado con la dignidad de un indio mexicano, descendiente del noble linaje de Motecuhzoma. Esto no impide que el cochero le grite (a sus espaldas, por supuesto):

—¡Pendejoooooo!

Pasó el tiempo: vinieron los criollos, y los indios seguían siendo peatones. Para cuando los indios y mestizos ya montaban a caballo, la cultura vial estaba más que establecida. Al llegar los automóviles, solo los ricos podían tenerlos: esto tal vez reforzó el complejo de superioridad de los primeros conductores, y los actuales, que ya no necesariamente son ricos, lo heredaron. Así, el peligro por el que los peatones tenemos que pasar todos los días al cruzar incluso las calles más tranquilas tiene su origen en la lucha de clases (y los peatones la vamos perdiendo). Y para colmo de males, una nueva amenaza se cierne sobre nosotros los peatones: los tipos con lentes de pasta que montan bicicletas al estilo retro de esas que cuestan como veinte mil pesos. Esta nueva clase de homínidos ahora ha invadido la única zona en la que un peatón se podía sentir más o menos seguro; es decir: las aceras y los parques. ¡O tempora, o mores! Yo por lo pronto no tengo ninguna queja, me mantengo en forma, y alerta. Un poco de adrenalina no me viene mal cuando voy a la panadería de la esquina.

 

 

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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