Guía de palabras fabulosas

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Ya en un artículo anterior hacía referencia al asombroso fenómeno de la onomnemia (del griego onoma, nombre, y mnemon, el que recuerda), el cual —explicaba— de modo compulsivo nos obliga a recordar un nombre propio al escuchar, leer o tan sólo pensar la palabra a la que éste ha quedado indisolublemente ligado en la memoria colectiva —tal y como sucede cuando evocamos la palabra “flauta”, e involuntariamente aparece en nuestra conciencia el nombre de Pan, o cuando decimos “ruta” y el nombre de Magallanes emerge, poderoso, en nuestra mente.

En aquella ocasión me cuidé de mencionar que al principio no alcancé a comprender su plena naturaleza y creí encontrarme frente a una nueva subespecie de formación sináptica de unidades léxicas compuestas. Si las lexías descubiertas hasta el momento —razoné— están formadas ora por el enlace entre dos sustantivos (como la pasta de dientes o el canto de las sirenas), ora por la unión entre un sustantivo y un verbo (como la máquina de escribir y el cuento de nunca acabar), o por el emparejamiento entre un sustantivo y un adjetivo (como la Semana Santa y las últimas palabras) justo es —comprendí— enriquecer tal clasificación incluyendo la adhesión entre un sustantivo y un nombre propio (como la mencionada ruta de Magallanes, o la estirpe de Caín y la fuerza de Coriolis).

Invadido de goce taxonómico dediqué inacabadas noches de insomnio en establecer un nombre para ella, llegando finalmente a decidirme por el sobrio término de lexonoma (del griego lexis, palabra, y onoma, nombre) y, tras agotar la bibliografía pertinente, me dispuse a componer el primer tratado de lexonomología.

Sin embargo, algo me incomodaba; una suerte de malestar epistemológico me agobiaba y dificultaba el progreso. Primeramente lo atribuí a al temor instintivo que todo pionero experimenta al aventurarse en tierras inauditas, pero pronto comencé a colegir los motivos de mi desazón cognitiva. Contemplando que en mis manos, otrora llenas de verdades, sólo quedaba un trémulo montón de dedos (y ni siquiera tantos, tan pocos en realidad que apenas se podían contar con los dedos de la mano), llegué a compararme con el entomólogo que creyendo haber descubierto una nueva especie, se da cuenta de que se trata en verdad de un espécimen único.

Fue entonces que, un inesperado día, como en un arrebato, la heteróclita naturaleza del lexonoma se me reveló como una aleación parasitaria entre dos elementos dispares, en la que el nombre, merced a su asimétrica ventaja, sólo podía terminar por apoderarse de la palabra y, de ese modo, usarla como hospedante para inmortalizarse.

Sin pretender de ningún modo fundar una ciencia de la inmortalidad, o inmortalogía (aunque también sin poder evitarlo), reflexioné que si el cuerpo humano, dada su inquietante fragilidad, representa un instrumento extremadamente inadecuado para pervivir, y la vida eterna del espíritu sigue esperando su irrefutable demostración (y quizás lo haga eternamente), perpetuar el nombre propio representa la única forma asequible para perdurar, si no ya en lo real, al menos sí en lo simbólico. Y el lexonoma —concluí— significa la alternativa suprema al fácil recurso, aunque cada día más escaso, de fundar una estirpe. Ya que el vehículo de mi nombre en el tiempo no es la carne vástaga, tan perecedera como yo mismo, sino la palabra, ella sí inmortal (aun cuando existan palabras más inmortales que otras: pensemos tan sólo en el destino quebrantable del lexonoma “péndulo de Focault”, cuando todo vaivén haya sido perennemente reemplazado por el escrupuloso vibrar del reloj de cuarzo).

– Salomón Derreza

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Escritor mexicano. Es traductor y docente universitario en Alemania. Acaba de publicar “Los fragmentos infinitos”, su primera novela.


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