La polarización, ese cáncer

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La victoria de Sebastián Piñera en la segunda vuelta electoral en Chile ha sido recibida con un entusiasmo casi unánime. No es casualidad. El tono de la contienda fue siempre respetuoso, incluso de parte del tercer candidato, un joven impetuoso que podría haberse beneficiado de encender los ánimos insumisos que existen hasta en una sociedad de la prosperidad como la chilena. Las ideas nunca tocaron el extremo ideológico: sin importar casacas, los temas se discutieron desde un acuerdo general de proyecto de nación. En Chile ya nadie pelea por si el libre mercado es deseable o si los programas sociales deben mantenerse. Eso ya está hecho y firmado. El debate se reduce (aunque el verbo es malo, porque es una discusión emocionante y enorme) a cómo prolongar y aumentar la prosperidad. A Chile, en suma, se le envidia la madurez.

¿Pero qué es la madurez política? ¿Qué es lo que realmente ha conseguido Chile que ha demostrado ser tan inasible en otras latitudes? O puesto de otra manera: ¿contra qué se ha inoculado la sociedad chilena? La respuesta es evidente. Chile se ha salvado de padecer una de las enfermedades más virulentas de la política moderna: la polarización. La clase política chilena aún consigue debatir con posibilidades de llegar a acuerdos que persigan no el bien del político o del partido sino de la sociedad en general. Los políticos chilenos han logrado, en suma, un lugar común que, en nuestros tiempos, es el menos común de los lugares: gobernar para el bien de todos. Eso es en el fondo lo que resulta tan envidiable de la transición chilena, hoy culminada con una alternancia civilizada.

No todos los países han corrido con la misma suerte. Apenas hace unos días, en su primer informe de gobierno, Barack Obama explicaba, con su elocuencia característica, por qué Estados Unidos ha caminado en sentido opuesto. Desde hace al menos 15 años, la política estadunidense se ha dedicado a coquetear con el abismo de las diferencias irreconciliables. Toda la estrategia electoral, e incluso el propio gobierno de George W. Bush, giraron alrededor de la discordia. Bush gobernó desde la derecha y para la derecha, sin ninguna atención a las necesidades de la minoría ni mucho menos algún intento de encontrar coincidencias. El resultado fue el encono. Hoy, los republicanos hacen lo mismo con Obama. En la discusión de la reforma sanitaria, Obama consiguió el apoyo de un miembro del partido antagonista. ¡Uno de entre 300 votos posibles entre representantes y senadores republicanos! De ahí que, a la hora del discurso de la semana pasada, el presidente advirtiera sobre los riesgos del cáncer de la polarización: “Lo que causa frustración al pueblo es un Washington en el que cada día es día de elecciones”, dijo Obama. “No podemos estar siempre en campaña, con el único objetivo de ver quién puede avergonzar al rival; la idea de que, si tú pierdes, yo gano. Ningún partido debe retrasar ni obstaculizar cada proyecto de ley simplemente porque puede hacerlo”. Y después concluyó con una frase magistral: “fuimos electos para servir a los ciudadanos, no a nuestras ambiciones”.

La advertencia de Obama no podría llegar más a tiempo para Estados Unidos. Thomas Friedman, el columnista del New York Times, alertaba después sobre el peligro real de inestabilidad política en tierra estadunidense. Estados Unidos no puede darse el lujo de la inquina y la parálisis. Pero la llamada de atención de Obama —en contraste con el admirable ejemplo de lo opuesto que ha dado Chile— debiera servir también a la clase política mexicana. La polarización (atender a las ambiciones de los elegidos antes que a las necesidades urgentes de los electores) es una receta no sólo para el colapso de un sistema político sino para el desgaste, paulatino pero seguro, de una sociedad entera.

La estéril discusión de la reforma política que México sufrió en días pasados es un ejemplo evidente. Nadie, salvo algunos académicos honrados, tenía la intención de fomentar un debate que desembocara en acuerdos y cambios auténticos. Se trataba de dinamitar al oponente para reducir sus posibilidades en la única búsqueda que importa en una sociedad ya polarizada: la del poder. Pero a nuestros políticos se les escapa una paradoja cruel: la persecución monomaniaca del poder tiene como única consecuencia final la erosión del mando que se busca. Es una muerte lenta pero inevitable. Sobre advertencia no hay engaño.

– León Krauze

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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