Los linchadores

Los ajusticiamientos populares evidencían los huecos que ha deja el Estado al fallar en su labor de impartir justicia. 
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Los segundos pasan; diez, veinte. Un grupo de personas que se oponen a la realización de obras hidráulicas en la zona apalean y patean en la cabeza a uno de los policías enviados para garantizar la continuación de los trabajos. La crueldad colectiva aparece de nuevo como ejercicio de defensa legítima, de justicia impartida por la indignación gregaria, la misma que en 2004 condujo al linchamiento de dos agentes de la Policía Federal Preventiva, que fueron quemados vivos en un pueblo de Tláhuac.

José Antonio Caballero, investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) publicó a inicios de mayo un texto llamado “La quimera del justiciero”, en el cual advierte un claro distanciamiento entre la sociedad y las autoridades, con la suma de voces que hablan del fracaso de las instituciones para administrar e impartir justicia. Y alude a un escenario que ha venido multiplicándose de manera peligrosa: los linchamientos que comienzan a ser reivindicados como actos de legítima defensa por individuos que en realidad suplantan o disputan al Estado el monopolio del uso de la fuerza. En apenas dos pasos, el ciudadano se convierte en policía y verdugo.

El artículo 17 constitucional cierra el paso a los justicieros cuando niega el derecho a las personas a hacerse justicia por sí mismas o ejercer violencia para reclamar su derecho, pero el académico del CIDE no desdeña fenómenos importantes. Uno, el de una sociedad que ve en la violencia la forma más inmediata de hacer “justicia”, en contraste con el debido proceso que es percibido como un estorbo a los instintos del sadismo punitivo. El otro, que involucra al sistema de justicia, en el que los casos son vistos sin prisa y con excesiva frialdad, sin importar que en cada expediente haya personas agraviadas.

Durante abril pasado, una docena de casos de “ajusticiamientos” populares en varios puntos de Argentina hicieron encenderse las alarmas. Las razones y los efectos de estos hechos de violencia condujeron a muchos a un debate impensable, de modo que hubo medios que abrieron foros de discusión acerca de si estos exterminios callejeros de carteristas son el método adecuado para hacer justicia, polarizando a la gente a favor o en contra de este tipo de reacción. “Estábamos discutiendo la legitimidad del linchamiento, de las turbas enardecidas resueltas a golpear a un ser humano hasta matarlo”, decía una periodista de aquel país.

La madre de uno de los jóvenes asesinados por esos grupos furiosos escribió sobre la ausencia de su hijo, pero sacó la cara por cada uno de los que han caído en manos de los justicieros de barrio a quienes no les escatima su delito. ”No puede ser así de ningún modo, así sean culpables o inocentes del delito que se los esté acusando. ¿O acaso esas personas enfurecidas que lo mataron a golpes y patadas de la peor manera, como si fuese un animal, no son culpables?”, preguntaba.

También, en distintos puntos de México se ha vuelto recurrente la colocación de pancartas del tipo "Vecinos Organizados: si te agarramos te vamos a linchar", de modo que la amenaza de muerte se ha vuelto disuasiva. El Estado no puede ser brazo ejecutor de los deseos de venganza de las víctimas, pero en su tarea de proteger a los ciudadanos, castigar a los delincuentes y garantizar a todos la justicia, es claro que no ha construido certezas.

“Masas airadas o fanatizadas” de un “comportamiento irracional, estimulado más por la sensibilidad que por el pensamiento”, decía Javier Darío Restrepo de los linchadores. Pero la suya no es sólo una definición en la que caben los que con tubos, trancas y botas sobre la cabeza anulan a esos a quienes no dan oportunidad de un proceso civilizado. Aplica también al desprecio de las instituciones alentado desde los medios por arrogantes inquisidores, “convencidos de que el número es razón suficiente para imponer la verdad única”, porque ellos son la opinión, la conciencia crítica del país y basan “sus muy débiles verdades en el entusiasmo gregario de los otros” y creen desempeñar un papel de cambio.

En países justos, los ciudadanos no se transforman en bestias: el Estado, a través de la justicia, los resguarda de su propia y horrible naturaleza humana —mencionaba Leila Guerriero en una de sus columnas acerca del tema. Sin embargo, la pena de muerte callejera y el linchamiento mediático ofrecen venganzas (travestidas de justicia) de forma rápida y efectiva; ahí no hay debate posible.

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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