Una masa enfurecida y rentable

Los espacios informativos se han convertido en mera cadena de transmisión de mensajes entre grupos o en instrumento de delaciones.
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A mediados de septiembre, desconocidos hicieron llegar a Noticias MVS un paquete dirigido a Carmen Aristegui. El contenido, según el remitente, era “un regalito contra sus amigos de Televisa”, un video en una memoria usb, envuelto en papel y signado con el símbolo del grupo delictivo de Los Caballeros Templarios. El video, que exhibía al corresponsal de Televisa en Michoacán y a otro periodista en una reunión con Servando Gómez alias La Tuta, fue puesto al aire seis días después en una nota musicalizada de 12 minutos.

Semanas más tarde, en medio de la crisis por la desaparición de 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero, el diario online que dirige la misma periodista presentó como material informativo el video de un interrogatorio extrajudicial realizado a la suegra del alcalde de Iguala —hoy prófugo— mientras aparece a cámara maniatada y con los ojos vendados.

En el contexto de la búsqueda de los muchachos secuestrados a manos de delincuentes y policías, el diario Reporte Índigo publicó la imagen de un grupo de jóvenes que habían sido desnudados por policías en un tutelar para menores en San Luis Potosí después de un motín en febrero de 2011. Era una foto vieja sin relación alguna con Iguala; no obstante, los editores la presentaron como una gráfica presuntamente tomada después de la detención de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, aunque al final se lavarían convenientemente las manos advirtiendo que “Reporte Índigo no pudo comprobar la veracidad del material” (ver página 16).

En un último hecho, el 13 de octubre pasado, el portal de noticias SinEmbargo logró llamar la atención por una nota elaborada sobre la base de una declaración hecha por un diputado, la cual fue recogida de inmediato por otros medios: “Drenan aguas negras en Ecatepec, y hallan entre 21 y 46 cuerpos”.

Al paso de las horas llegó el desmentido. Las decenas de cuerpos “en estado de descomposición y otros descuartizados” se transformaron en “restos óseos” hallados en trabajos de desazolve del Gran Canal, los cuales casi en su totalidad corresponden a animales. La nota originalmente publicitada en Twitter y Facebook fue modificada y matizada por los editores al hacerse insostenible la afirmación original. El titular que perfilaba un escándalo mayor (según la nota 16 cuerpos eran de mujeres), fue alterado sin ninguna aclaración a los lectores.

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Ante hechos como los de Iguala, la desaparición de 43 estudiantes, el hallazgo de varias fosas clandestinas y la ejecución extrajudicial de 22 personas en el municipio de Tlatlaya, Estado de México, organismos internacionales como Human Rights Watch no han dudado en calificar este escenario como una “muestra de la degradación más profunda en la que ha caído México en ámbitos como la justicia, la violencia, la vigencia de los derechos humanos y la impunidad”.

El diagnóstico, sin embargo, debe hacerse extensivo a varias empresas periodísticas de nuestro país, en las que puede darse cuenta de una profunda crisis. Al interior de las redacciones, las implicaciones potenciales que tiene el manejo de la información sobre la violencia y la actividad de los grupos criminales han dejado de generar la más mínima discusión. Los espacios informativos se han convertido en mera cadena de transmisión de mensajes entre grupos o en instrumento de delaciones, validando como piezas periodísticas confesiones obtenidas de una persona sometida mientras un grupo de hombres apunta a su cabeza.

Desde hace años, medios y periodistas coincidimos en que puede y debe debatirse si la forma en que el gobierno ha decidido combatir al crimen organizado es la adecuada, pero también en la mayor responsabilidad que implica consignar hechos en un contexto de alto riesgo, generando un diálogo constante entre profesionales de la información y de estos con los lectores sobre el valor periodístico de los mensajes de la delincuencia organizada con el fin de limitar los efectos estrictamente propagandísticos de los mismos.

Con la reproducción acrítica de materiales editados y preparados por presuntos delincuentes para ser difundidos en los medios, no solo se les concede legitimidad como fuentes de información sino que termina rindiéndose un servicio útil a los fines de una organización delictiva y su estrategia de comunicación. En beneficio del rating, el periodista renuncia a su obligación de respetar los derechos de las personas involucradas en hechos en los que es evidente la participación de criminales; un secuestrado grabado video debería ser siempre una víctima.

Los videos difundidos por Aristegui y su equipo son evidencia de los alcances y la impunidad con la que opera el narco, al mismo tiempo que exhiben una claudicación de las autoridades en sus responsabilidades y obligaciones de poner fin al estado de impunidad existente. Pero también, junto con los desbarros periodísticos de Reporte Índigo y SinEmbargo que publican lo que no han podido confirmar ni sustentar, dejan claro que existe un tratamiento mercantil de la violencia.

Hay un hartazgo evidente en la sociedad que se alimenta a cada nuevo episodio. La profusión de información e imágenes que circulan en diferentes plataformas abonan a la indignación y la rabia expresada en distintos espacios. Ahí, algunos medios encuentran como su único elemento diferenciador los materiales que apelan a la bilis podrida del lector, sin importar su autenticidad o quién los provea. Como recientemente apuntaba el periodista español Peio H. Riaño, “el nicho de población molesta ha crecido hasta convertirse en masa enfurecida y rentable. Tanta exposición de hartazgo es un estudio de mercado gratis”.

Insistir en que existe un cerco del gobierno a la información sobre la violencia, pero venderle al lector la imagen supuesta de 46 cadáveres flotando en las aguas negras. Publicar una imagen cuya veracidad no se ha probado, sin reparar en las decenas de familias que esperan el regreso o alguna noticia de sus hijos secuestrados. Delincuentes que filtran videos a medios hambrientos de escándalo para destrozar a enemigos a través de insinuaciones. Todo ello habla también de la degradación profunda en la que ha caído un sector de la prensa en nuestro país.

 

 

 

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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