El síndrome de las “mil sillas”

¿Por qué quienes enarbolan una causa pierden el piso cuando una victoria parcial negociada parece estar al alcance de la mano? ¿Por qué reaccionan con medidas contraproducentes?
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Los estudiantes y el diálogo

Entre noviembre y diciembre de 1999, los paristas de la UNAM comprendimos el significado del famoso dicho: “ten cuidado con lo que deseas porque podría hacerse realidad.” Como se recordará, el Dr. Juan Ramón de la Fuente inició su rectorado aceptando de tajo todas las condiciones que proponía el Consejo General de Huelga para resolver el conflicto: diálogo público transmitido sin cortes por Radio UNAM, reconocimiento del CGH como único interlocutor en el conflicto, capacidad resolutiva de la comisión de Rectoría, inclusión de todos los puntos del pliego petitorio, etcétera. El Rector no escatimó nada. 

La ofensiva por el diálogo de las autoridades exhibió tanto la parálisis política del CGH como la falacia de su postura “dialoguista”. Durante poco menos de un mes de encuentros con las autoridades, los representantes del movimiento estudiantil hicieron todo menos entrar de lleno en una discusión para solucionar el conflicto. Les recetaron a los radioescuchas varias floridas diatribas contra el neoliberalismo, las cuales, con honrosas excepciones, evidenciaban una lamentable pobreza conceptual; se autoproclamaron como modelo de democracia participativa mientras se agarraban a golpes entre sí a la vista de todo el mundo; e hicieron lo posible por alargar el inicio formal del diálogo a través de todo tipo de argucias. La última de ellas fue la demanda de que la rectoría colocara mil sillas en el Palacio de Minería porque según la dirigente Leticia Contreras (como lo escuchamos por Radio UNAM bajo el tibio sol de una tarde decembrina), “los compañeros no podían estar en la calle en pleno invierno.” Y así, frente a la “intransigencia” de las autoridades y su táctica rusa de reclutar al invierno para derrotarnos, se canceló toda posibilidad de una solución pactada al conflicto.

A partir de ese momento, fue imposible recuperar un mínimo de credibilidad frente a la opinión pública para detener y menos aún revertir la caída en picada del apoyo social a la causa estudiantil. Por esa razón, para muchos de quienes fuimos parte del movimiento, la discusión de las “mil sillas” quedó como un bochornoso símbolo del auto-boicot. Durante los trece años que han pasado desde entonces, me ha parecido percibir la presencia recurrente del síndrome de las “mil sillas”. ¿Por qué quienes enarbolan una causa pierden el piso cuando una victoria parcial negociada parece estar al alcance de la mano? ¿Por qué reaccionan con medidas contraproducentes? Ejemplos como la negativa de la fracción estudiantil de izquierda a participar en las discusiones sobre el Congreso Universitario (que fue demanda central del CGH) en 2001, el conflicto en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y la toma reciente de la Dirección General de los CCH, ilustran la contradicción entre la insistencia estudiantil en el diálogo y su incapacidad para dialogar constructivamente.

El síndrome de las “mil sillas” podría explicarse, en parte, por dos factores endógenos del movimiento estudiantil. Por un lado, la concepción de la naturaleza de la autoridad con la que se pretende dialogar y, por el otro, la propia preparación estudiantil para el diálogo. En el primer caso, es necesario replantearse la concepción de “autoridad” que se arrastra desde 1968. En 1968, el movimiento estudiantil demandaba diálogo público a un gobierno autoritario, acostumbrado a dirigir a sus gobernados monólogos inapelables a través de canales de comunicación unidireccionales. El ejercicio del derecho ciudadano a interpelar al gobierno habría socavado uno de los pilares de un régimen que buscaba limitar -cuando no monopolizar- el discurso público. Por ello, el gobierno no dudó en reprimir.

El problema es que se sigue pensando que las autoridades se rehúsan siempre a dialogar porque sustentan su poder en la fuerza, la arbitrariedad y el monopolio de la voz. Nunca se acepta la posibilidad de que un representante de la autoridad esté abierto a discutir simplemente porque está muy bien preparado para debatir los puntos que el movimiento impugna. Cada vez que la autoridad se sienta a dialogar, como en el Palacio de Minería en 1999 o recientemente en la Dirección General del CCH, parece tomar por sorpresa a la representación estudiantil, la cual, en lugar de aceptar la posibilidad de discutir, se encierra en su exigencia de evitar las sanciones en las que ha incurrido y denuncia, anticipadamente, una eventual represión. Esta afirmación, por supuesto, no descalifica una actitud de sano escepticismo frente a las intenciones de las autoridades; sin embargo, tal escepticismo no es en sí mismo razón para reventar el diálogo.

El segundo problema es la concepción del propio diálogo. El movimiento estudiantil mexicano lleva ya varios años inmerso en una crisis de representación, cuyo origen es semántico. La palabra “negociación” tiene una connotación negativa, sinónimo de “transa”, “cochupo”, “concertacesión”, etcétera. No existen formas efectivas de facultar a una delegación estudiantil para encontrar puntos de contacto hacia la resolución de los conflictos. Se siguen demandando mil sillas para que todos los integrantes del movimiento puedan vigilar a los que están sentados frente a las autoridades. Cuando no es posible supervisar la mesa en persona, se exige de los representantes que se limiten a repetir los acuerdos de la asamblea sin que puedan escuchar y procesar lo que la contraparte tiene que decir. Si se produce un diálogo de sordos es en parte porque los representantes estudiantiles no han sido facultados para escuchar.

Con todo, es posible ver signos de que el síndrome de las “mil sillas” no durará para siempre. Después de varios intentos fallidos, ayer terminó finalmente la toma de la Dirección General del CCH a través de una solución pactada. Habrá consultas sobre el plan de estudios y los jóvenes de los CCH tendrán una magnífica oportunidad de compartir las reflexiones que su propia experiencia educativa les genere. Hagamos votos para que la aprovechen.

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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