Estridencia no es radicalismo

Parece que muchos analistas de izquierda ya se resignaron a la restauración priísta y se empeñan solo en consignar su frustración esperando desatar una insurrección popular de puro milagro.
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Soy hijo de un obrero por convicción. Para mi papá la acción política solo cobra sentido en el contexto de lucha de clases y el escenario por excelencia de la lucha de clases era la fábrica. Así que del escritorio se fue al galpón, al universo proletario de la línea de producción, el salario mínimo más prestaciones y el Ruta-100 de la línea San Felipe – Tezontle que corría por el oriente del D.F. Al principio, su dulce acento serrano de Guatemala y su elaborada cortesía contrastaban un tanto con la tosquedad alburera de la clase obrera chilanga, pero pronto sus innegables talentos en la cancha de fútbol y su compañerismo a toda prueba en la planta le ganaron el respeto de todo mundo.

En el trabajo, mi papá era ese tipo de obrero intachable y muy problemático sobre el que previenen los manuales de la gerencia: como desempeña su labor con pulcritud y eficiencia es muy difícil presionarlo con amenazas y castigos; se desvive por ayudar a los demás y así se gana la confianza de toda la línea de producción y departamentos aledaños; su modo de vida modesto y frugal hace imposible cooptarlo con ascensos y otras canonjías. Es dificilísimo detectar su paciente trabajo de organización hasta que un buen día la línea de producción se paraliza en rechazo a un supervisor déspota o la asamblea sindical entera se vuelca en reclamos cuando el charro de la fábrica llega a anunciar que gracias a sus arduas gestiones los trabajadores recibirán una camiseta de algodón.  

Fuera de la fábrica, mi papá siempre ha vivido la vida a plenitud sin necesidad de desplantes de pureza ideológica. A él le debo haberme iniciado en la religión verdadera auriazul cuando me llevó de muy chico a ver jugar a Hugo Sánchez en CU. Algunas noches, mi padre el activista llegaba corriendo de una reunión sindical a ver el episodio de Cuna de Lobos (¡perdón por el quemón, papá!) y a las cinco de la mañana del día siguiente se iba a repartir el periódico obrero que editaba su grupo. También es probable que tenga en más alta estima a los personajes de Los Intocables y House que a los heroicos militantes de las novelas realista-socialistas que abundaban en casa. Él está escribiendo ahora sobre estas cosas, así que ya no le robo más anécdotas.

Cuento todo esto para explicar por qué digo sin modestia alguna que puedo distinguir una postura radical de una pose radical, una perspectiva crítica de una actitud criticona, una línea política de un garabato ideológico (Mafalda dixit).  No es que confíe tanto en mi propio discernimiento, pero confío mucho en la congruencia de mi papá y, en caso de duda, solo tomo el teléfono y consulto. Por ello es que, por ejemplo, instintivamente leo con escepticismo cualquier encendido llamamiento al pueblo desde una columna semanal y sospecho de todo sindicalismo -por muy “independiente” que se llame a sí mismo- que solape la irresponsabilidad en el centro de trabajo y prospere a través de complicidades entre malos empleados y líderes corruptos. Pero sobre todo, habiendo sido criado por un irreductible radical que encarna a la perfección el dicho de “lo cortés no quita lo valiente”, me resulta particularmente chocante la estridencia radicaloide.

Jugar al radical es una tentación inevitable durante los años universitarios y muchos caemos en ella. Cuando las turbulencias juveniles se van asentando los verdaderos radicales llevan su energía adonde verdaderamente incide en la emancipación social. Son feministas en la primera línea de batalla contra la violencia de género, sindicalistas que no se amedrentan frente a los golpeadores que operan a las puertas de las juntas de conciliación y arbitraje, defensores de derechos humanos que trabajan con comunidades rurales afectadas por las transnacionales mineras, intelectuales y activistas que insisten en la búsqueda de alternativas a la explotación capitalista, etcétera. Pero los hay quienes perseveran en la pose radical y como – envueltos en banderas rojinegras y colgados del megáfono- siempre resultan un espectáculo mediático muy atractivo, la opinión pública suele ubicarlos como la única expresión del radicalismo.

A esta estridencia callejera hay que sumarle la estridencia de varios analistas que escriben en algunos medios de izquierda. No tengo elementos para afirmar si esto es algo relativamente reciente o una constante en la historia del periodismo de izquierda en México, pero tengo la impresión de que nos hemos llenado de analistas cuyos escritos contienen poco análisis y demasiados adjetivos, pocos conceptos y demasiados términos sonoros (“traidores”, “espurios”, “mafias”, etcétera). Siempre me viene a la mente el ejemplo de Luis Javier Garrido. Yo fui un lector asiduo de sus artículos en La Jornada y recuerdo muy bien cómo sus textos fueron abandonando la crítica bien fundada al régimen priísta hasta convertirse en diatribas ultras contra todo lo que sonara a PRD durante la huelga de 1999 en la UNAM,  para terminar siendo compendios quincenales de sus filias y fobias. Seguramente el Doctor Garrido no inició esta tendencia, pero ciertamente proliferan ahora sus imitadores.

Hoy en día, la radicalidad de la “opiniocracia” de izquierda encuentra su blanco perfecto en la gestión de Enrique Peña Nieto. No hay semana que no corran ríos de tinta descalificando cada medida de gobierno y ridiculizando los pasos en falso -reales o ficticios- del presidente. Para ello no se ahorran palabras coloridas ni imágenes desproporcionadas. Resulta, por ejemplo, que la pasada cumbre de Toluca no fue una insulsa reunión que dejó en el aire los temas importantes en la agenda trilateral, sino que fue literalmente la formalización de la entrega de la soberanía nacional al presidente estadounidense.

Lo paradójico del caso es que, entre tanta palabrería, escasean análisis sólidos del sexenio peñanietista que nos revelen los procesos de construcción de apoyo social del gobierno y sus puntos débiles. Es como si muchos analistas de izquierda ya se hubieran resignado a la inevitabilidad de la completa restauración del régimen priísta en México y se empeñaran tan solo en consignar su frustración a los cuatro vientos, esperando desatar una insurrección popular de puro milagro. Pero los que nos seguimos oponiendo radicalmente a una involución priísta, ya sea a nivel nacional o a través de la extensión de sus prácticas a gobiernos de otros partidos, sabemos que la posibilidad de evitarlo no radica en llamados vociferantes al espontaneísmo, sino que implica una paciente labor de análisis y visualización de alternativas y mucha imaginación para llevarlas a cabo.

 

 

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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