Política aburrida y divertida

Hay moderados que defienden una política aburrida, y radicales que aspiran a la "felicidad política". La tensión entre ambas concepciones garantiza la democracia.
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Algunos liberales, conservadores y socialdemócratas, moderados en general, defienden una política aburrida. Es lo contrario a la maldición china “ojalá vivas tiempos interesantes”: si la política es aburrida es estable, sin grandes sobresaltos y por lo tanto, aparentemente, sin alteraciones “interesantes” como mociones de censura, etapas sin gobierno e incluso golpes de Estado. Es, según este criterio, más democrática. Pero también la política aburrida puede tener vicios tecnocráticos o autoritarios, revestidos de normalidad (las dictaduras suelen ser, más allá de su oposición a ellas, aburridas).

El deseo de una política aburrida es para estos metafórico. Hay otros casos donde lo que se busca es justo lo contrario, y sin metáforas. Ramón González Férriz, que acaba de publicar 1968: el nacimiento de un mundo nuevo (Debate) habla de “revolución divertida” para hablar de los años sesenta. Manuel Arias Maldonado menciona a menudo la “felicidad política” a partir de las reflexiones de Hannah Arendt sobre el 68, que fue una revolución lúdica. El conflicto catalán, su faceta plebiscitaria y pseudorrevolucionaria, atrae por su carácter lúdico. Es una revolución divertida, sin las malas consecuencias que suelen tener las revoluciones.

En un artículo en Aeon, Robert B. Talisse escribe que “debemos reservar un espacio en nuestras vidas sociales para aquello que no es para nada político”. Es decir, buscar la felicidad y no la felicidad política. Talisse afirma que para defender la política y la democracia hay que olvidarse de estar todo el día haciendo política. Y pone como ejemplo la diversión: “Nos divertimos cuando hacemos actividades cuyo objetivo es algo más que divertirse: ganar un juego, bailar una canción.”

Si la política es aburrida, ya no vemos La Sexta Noche como un reality, pero tiene el riesgo de convertirse en una simple gestión administrativa o tecnocrática. La política aburrida puede también acabar con el interés de la ciudadanía y convertirse en algo elitista y sin rendición de cuentas. Si la política es divertida, quizá sustituimos la diversión fuera de la política por la felicidad política, lo que implica no solo pedirle demasiado a la política sino pedirle cosas que no nos puede ofrecer. Además, la felicidad política puede ser dogmática: la felicidad de unos es la tragedia de otros. Encontrar el equilibrio es difícil, y quizá es la tensión constante entre la política aburrida y la política divertida la que garantiza la democracia.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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