Las ciudades invisibles de Hernández Cordón

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En 2008 películas latinoamericanas notables concursaron en la sección Horizontes Latinos del Festival de San Sebastián. Por ejemplo: Tony Manero, el brillante debut del chileno Pablo Larraín; Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo y Parque Vía, sólidas óperas primas de los mexicanos Yulene Olaizola y Enrique Rivero; Leonera, de lo mejor del argentino Pablo Trapero, y La vida loca –un documental sobre las maras salvadoreñas tan íntimo que causó que su director, Christian Poveda, fuera asesinado un año después.

Son títulos que se cuentan entre lo mejor de este siglo. Aun así, me cuesta reconstruir la experiencia de verlas allá por primera vez. En cambio, guardo un recuerdo claro de la irritación que me causaba no descifrar fácilmente los diálogos y situaciones de una película guatemalteca que también competía. Su nombre era Gasolina y narraba las aventuras nocturnas y semidelictivas de tres adolescentes de ese país. La cámara registraba las acciones de los chicos desde una distancia que obligaba al espectador a preguntarse qué diablos pasaba. Y era una película literalmente oscura. Nada de reflectores para iluminar lo que debía suceder en la oscuridad. La sensación de ver Gasolina era la de atestiguar un delito desde una ventana: mezcla de curiosidad y angustia, y la certeza de que era mejor permanecer a distancia. Gasolina obtendría el premio Horizontes Latinos, venciendo a rivales en apariencia mejor logradas. Era fácil ver por qué: a pesar de sus pocos recursos, unos cuantos personajes y una línea de acción mínima, la cinta era una ventana a la Guatemala contemporánea, plagada de problemas pero con un instinto vital rabioso. Esto último aplicaba al propio director, Julio Hernández Cordón, que había filmado una película energética y autosuficiente a pesar de que en Guatemala no existe industria de cine. La siguiente película de Hernández Cordón sería casi una puesta en escena de esa voluntad creativa. Dedicada a “quienes tienen proyectos imposibles en un país como Guatemala”, Las marimbas del infierno (2010) es la historia un hombre extorsionado por la mafia que esconde a su familia y se hace acompañar solo de su marimba, con la que intenta ganarse la vida. La apatía de la gente hacia un instrumento “anticuado” lleva a don Alfonso a aliarse con un pionero del heavy metal en Guatemala, con quien crea el grupo musical que da nombre a la cinta. Tan peculiar como la anécdota es el hecho de que los personajes son interpretados por sus modelos reales. Las marimbas del infierno comienza con un segmento documental filmado tres años antes, en el que don Alfonso describe la extorsión de las pandillas y luego rompe en llanto apoyado sobre su marimba. Este le pidió al director no avanzar con el documental pero accedió después a interpretarse a sí mismo en una versión ficcionada. Fiel a su origen documental, Las marimbas del infierno se filmó sin seguir un guion rígido. Y, al igual que en Gasolina, los encuadres no buscan enmarcar a los personajes: son simples ventanas que permiten al espectador asomarse a una realidad que ya existía antes que él.

Te prometo anarquía es la película más reciente de Hernández Cordón. Aunque tuvo un presupuesto mucho mayor que el de sus primeras ficciones, conserva intacta la sensibilidad marginal del director: su atracción por las subculturas y por los vínculos que se forjan en ellas. Es también su primera película producida en México, donde vive desde hace unos años. Su nacionalidad mexicana, sin embargo, no es reciente ni un estado meramente legal: su abuelo paterno es un guatemalteco exiliado en México. Ya que el director nació en Carolina del Norte, mientras su padre estudiaba allá, fue registrado como mexicano, guatemalteco (y, por nacimiento, estadounidense).

También es una nacionalidad de tipo vivencial. En un ensayo publicado en el diario guatemalteco Plaza Pública, Hernández Cordón narra anécdotas de una adolescencia transcurrida entre Guatemala y México. No es que solo un director mexicano sea capaz de hacer crónicas defeñas verosímiles, pero la experiencia de primera mano de Hernández Cordón explica la autenticidad que transpira Te prometo anarquía: una historia centrada en un par de skaters o patinetos –Johnny (Eduardo Eliseo Martínez) y Miguel (Diego Calva)– que colaboran con traficantes de sangre. Ellos mismos venden su sangre y convencen a sus conocidos de hacerlo. Todo se complica el día en que aceptan reunir a cincuenta vendedores e intentan cerrar el trato con los jefes máximos del negocio: narcotraficantes que no se conforman con los litros de sangre pactados.

La anécdota de la operación malograda es solo un vehículo para explorar los matices de la relación entre Johnny y Miguel. De estratos sociales distintos –el primero es hijo de la empleada doméstica del segundo–, los jóvenes sostienen una relación homosexual, compartida con la novia de Johnny. Varias escenas dejan claro que Miguel está más involucrado en la relación; sus frecuentes arranques de celos tienen sin cuidado a Johnny y anticipan la verdadera tragedia de la película: una separación amorosa en la que solo uno de los amantes queda marcado por el recuerdo del otro. El eje sentimental del relato se refuerza con un soundtrack magnífico. Hernández Cordón es el supervisor musical de su propia película, y con razón: en su ensayo autobiográfico y en varias entrevistas ha revelado una melomanía cultivada y ecléctica.

Que el amor imposible entre skaters tenga más peso narrativo que el secuestro de cincuenta personas sonará a algunos a herejía. Sin embargo, es la reiteración del subtexto en la trilogía de aventuras urbanas del director: los vínculos entre personajes trascienden sus circunstancias. Esto no significa que trivialice temas duros. Si acaso, lo contrario: la duda sobre el destino de los cincuenta desaparecidos abre la puerta a imaginar escenarios de pesadilla (por ejemplo, tráfico de órganos al mayoreo).

Te prometo anarquía es la mejor película mexicana de 2015. Que no haya sido siquiera nominada en ese rubro en la pasada entrega de los Arieles causó desconcierto en muchos. La exclusión, sin embargo, puede entenderse como una reiteración en clave de sus virtudes. Al igual que otras películas convencionalmente “mexicanas”, su trama visita rincones oscuros del México urbano contemporáneo. Pero, a diferencia de estas, evita estancarse en ellos. Su punto de vista, amoral y esquivo, imita la compulsión de sus personajes por deslizarse. No es que esto los ponga a salvo: no importa adónde lleguen, la nostalgia los ha de alcanzar. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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