En defensa de comprar libros para (todavía) no leerlos

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Dos situaciones, muy relacionadas entre sí, hacen sentir mal a algunas personas. Una: comprar libros y luego no leerlos. La otra: comprar libros cuando se tienen en casa libros sin leer. Esta última suele ser, claro, consecuencia de la primera.

Esto es un problema en casos patológicos: el de la bibliomanía, considerado un trastorno obsesivo-compulsivo, o el de alguien que gasta todo su dinero en libros, e incluso se endeuda, y luego no tiene para comer o para pagar el alquiler. Pero estos son casos puntuales. La gran mayoría de las personas a las que me refiero en el primer párrafo no padecen de estos males. Simplemente les gustan los libros: leerlos y comprarlos.

Siempre animo a esas personas a que no se sientan mal. Hay varios motivos por los cuales los lectores solemos tener en nuestras bibliotecas unos cuantos libros que no hemos leído. A veces, porque los hemos recibido como regalo. En otros casos, porque fueron comprados para aprovechar una oportunidad. Porque estaban muy baratos, a precios que no se iban a repetir. O porque eran libros difíciles de encontrar y de pronto el azar los cruzó en nuestro camino. Ofertas que no podíamos rechazar.

Pero a veces, también, porque no siempre el momento de leer un libro es justo después de que llegue a nuestras manos. Hay libros que disfrutamos de tener ahí, al alcance de la mano, preparados para cuando por fin llegue el momento de su lectura. Ese momento puede demorarse semanas, meses, años. Durante ese tiempo, puede que les miremos el lomo al pasar junto a ellos, que cada tanto nos detengamos y los acariciemos, incluso que los saquemos de los estantes, los hojeemos, leamos un pasaje al azar, los olamos, como preparándonos para ellos, y luego los volvamos a dejar allí, para que sigan a la espera. Cuando el momento oportuno para leerlo por fin llega, nos damos cuenta. No sabemos explicar cómo, pero lo sabemos.

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Hay una palabra japonesa que define la acción de comprar libros para luego no leerlos: tsundoku. Muchos de quienes hablan de ella en internet la califican —un poco en broma pero también un poco serio— de “enfermedad”. ¿Por qué despierta tantas sensaciones negativas?

Intuyo que la respuesta está muy cerca de lo siguiente: comprar más libros de los que se puede leer en un determinado lapso de tiempo se parece mucho al más puro consumismo. Es decir, el consumo excesivo e innecesario de bienes y servicios hacia el cual el capitalismo nos impulsa todo el tiempo. Desde todas partes, el mercado nos estimula a comprar cosas nuevas, para sustituir a las viejas que poseemos o para satisfacer necesidades que antes no teníamos y que ahora el mismo mercado se ha tomado el trabajo de crear.

Sin embargo, creo que hay una diferencia crucial entre los libros y la mayoría de los demás productos. Una diferencia de la que fui consciente después de ver el documental Comprar, tirar, comprar, de 2010, dirigido por la alemana Cosima Dannoritzer (y que se puede ver completo en este enlace). El tema es la obsolescencia programada, es decir, la reducción deliberada de la vida útil de un producto para incrementar su consumo. Casi todos los productos que compramos están fabricados de modo tal que, después de un determinado plazo, dejen de servir. Y para los que no dejan de servir se inventó la solución perfecta: la moda. Así, aunque la ropa todavía sirva, ya no se puede usar: hay que comprar ropa nueva, acorde a esta temporada. Ropa que tampoco se podrá usar el año que viene, por supuesto, ya que habrá que comprar la de la temporada nueva.

He ahí la diferencia de los libros: son uno de los pocos productos que escapan de esa norma.

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Hay libros, es cierto, que sí tienen fecha de caducidad. La mayoría son de no ficción, vinculados con personajes, acontecimientos o productos de los que se habla mucho en un determinado momento y que luego quedarán en el olvido. Entre los de ficción, creo que no es erróneo hablar de obsolescencia programada en el caso de los best-sellers: libros fabricados para ser vendidos en gran cantidad en poco tiempo, y que luego se devalúan de manera brutal. Así lo corroboran los ejemplares de El código Da Vinci —la obra que en la década pasada hizo millonario a Dan Brown— que se ofrecen hoy por unos pocos billetes en casi cualquier librería de viejo de Buenos Aires, de México o de Madrid.

Pero no son esos los libros que un lector compra para que lo esperen con paciencia en sus estantes hasta que llegue el momento de la leerlos. Los buenos libros son aquellos de los que hablaba Ismaíl Kadaré cuando decía que las personas estamos habituadas a vivir con el ritmo de la ciudad, pero la literatura vive con el ritmo de los astros. Si la Tierra tiene que esperar 76 años para que el cometa Halley vuelva a visitarla, ¿por qué no podríamos esperar nosotros un poco para leer un buen libro?

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Comprar, tirar, comprar (cuyo título original es Prêt-à-jeter, “Listo para tirar” en francés) se difundió en los países angloparlantes como The Light Bulb Conspiracy: “La conspiración de la lamparita”. El título alude a una de las historias que funcionan como hilo conductor del informe: la de la “lamparita centenaria”, que fue encendida en el cuartel de bomberos de Livermore, California, en 1901, y sigue brillando, de manera ininterrumpida, desde entonces. El responsable de que se impusiera una vida útil mucho menor para las lámparas fue el llamado Cártel Phoebus, integrado por empresas como Osram, Philips y General Electric y que funcionó entre 1924 y 1939. Ese cártel es considerado uno de los padres de la obsolescencia programada.

En la década de 1980, mi padre trabajó durante varios años precisamente como operario de Osram, en el sector donde fabricaban tubos fluorescentes. Me cuenta que, cuando un tubo salía con alguna falla, por mínima que esta fuera, lo desechaban. Una vez él preguntó por qué no lo vendían más barato o se lo daban a alguien a quien le pudiera servir igual. La respuesta fue que, si hacían eso, corrían el riesgo de que las personas que se hicieran de esos tubos los vendieran como si fueran buenos. La presencia de fallas, en ese caso, causaría un desprestigio a la empresa.

El argumento es parecido al de por qué muchos restoranes tiran la comida que les sobra en lugar de dársela a personas en situación de calle (el riesgo de que a alguien esa comida le haga mal y lo demande) y, más aún, al de por qué algunas editoriales, cuando tienen que deshacerse de libros porque ya no les resulta rentable guardarlos en sus almacenes, los destruyen en lugar de ofrecerlos baratos en mesas de saldos: el desprestigio que esto, en teoría, representa para la marca.

De modo que, a su manera, muchos libros también pagan las consecuencias de las reglas del mercado. Por eso, he aquí otra posible razón para que no se sienta mal quien compra libros aunque tenga otros sin leer y no los vaya a leer de inmediato: quizá los esté salvando de su destrucción.

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Otra opción es quedarse simplemente con la frase del escritor y bibliófilo estadounidense A. Edward Newton:

“Incluso cuando no se pueden leer, la presencia de los libros adquiridos produce un éxtasis: la compra de más libros que los que uno puede leer es nada menos que el alma en busca del infinito. Apreciamos los libros aunque no los hayamos leído, su mera presencia brinda confort y el hecho de que estén disponibles, seguridad”.

De modo que la próxima vez que tengas ganas de comprar un libro aunque tengas otros sin leer y no lo vayas a leer de inmediato y tu superyó, parado sobre uno de tus hombros, te grite: “¡No lo hagas!”, callalo explicándole que es por tu propio confort y seguridad. Que es tu alma, que va de camino hacia el infinito y más allá.

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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