Contra la arrogancia de los que leen

Muchos lectores están convencidos de ser superiores a quienes no leen, y sienten por ellos una conmiseración que pronto se convierte en menosprecio. Pero no existe tal superioridad, y esos sentimientos son paradójicos, dado que, en teoría, la lectura promueve la empatía y la tolerancia.
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Entre los numerosos motivos que suelen hacer que algunas personas se sientan superiores a las demás, uno bastante frecuente es el de haber leído. Hay gente que cree que, solo por haber leído unos cuantos libros a lo largo de su vida, tiene mayor autoridad ética o moral que la gente que no lo ha hecho. No solamente minusvaloran sus ideas y opiniones, sino que además a menudo convierten a esas personas en objeto de burlas.

 

Es curioso, porque el efecto debería ser justo el contrario. Se atribuye a Flaubert una frase que afirma que “viajar te hace modesto, porque te das cuenta del pequeño lugar que ocupas en el mundo”. Pues leer debería hacerte modesto también, ya que te permite advertir lo poco que sabes cuando hay tanto por saber. O te hace leer consejos como aquel con el que comienza El gran Gatsby, una de las mejores novelas del siglo XX: “Cada vez que sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no todo el mundo ha tenido tus ventajas”. Con solo hacer caso de esa recomendación, los lectores arrogantes ya reducirían a la mitad los méritos que hacen para recibir ese calificativo.

 

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Los motivos por los cuales muchas personas no leen —la mayor parte de la humanidad, por cierto— son muy variados. En general se trata de una falta de gusto por la lectura, con frecuencia debido a que ese gusto no tuvo oportunidad de ser desarrollado, en muchísimos casos a causa de condiciones socioeconómicas (pobreza, marginalidad, instituciones educativas deficientes, empleos que demandan mucho tiempo y esfuerzo físico, etc.) que lo tornan muy dificultoso o virtualmente imposible, como bien lo sabía el padre del narrador de El gran Gatsby.

 

Sería deseable, desde luego, que esos obstáculos se eliminaran o se redujeran al máximo y que todo el mundo tuviera oportunidad de desarrollar el gusto por la lectura. Más allá de eso, en cualquier caso, es muy interesante en este sentido la mirada del escritor argentino César Aira, quien en un texto sobre literatura y best sellers afirma que a la gente que no lee ni quiere leer literatura “no hay que reprocharle nada, por supuesto; sería como reprocharle su abstención a gente que no quiere practicar caza submarina; además, entre la gente que no se interesa en la literatura se cuenta el noventa y nueve por ciento de los grandes hombres de la humanidad: héroes, santos, descubridores, estadistas, científicos, artistas; la literatura es una actividad muy minoritaria, aunque no lo parezca”.

 

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Y, sin embargo, los reproches están ahí. Circulan todo el tiempo, y sin mayor cuestionamiento, en charlas, redes sociales y otros foros frecuentados por lectores. Para decirlo con Juan Domingo Argüelles:

 

“Una buena parte de la gente que lee libros de manera asidua y con hábito irreversible está convencida de que todo aquel que no tenga ese similar comportamiento […] está moral y culturalmente incompleto y carece de ciertos elementos definitivos y definitorios para comprender el mundo. A esta gente le ofende sobremanera que pueda cuestionarse o someterse a examen esa visión. Es natural: en dicho cuestionamiento, hay muchos que encuentran una impugnación y, más aún, una negación de ellos como modelos mejor acabados de la cultura escrita, los libros y la lectura. Se sienten ofendidos porque asumen que poseen una incuestionable superioridad sobre los que no leen”.

 

En su libro de ensayos Ustedes que leen, publicado en 2006, Argüelles sigue diciendo que esos lectores “de la conmiseración por los que no leen pasan, con mucha facilidad, a una arrogancia parecida al desprecio”. Y destaca lo “absurdamente paradójico” del asunto, ya que una persona que lee debería ser más tolerante con los demás. Y luego da un argumento muy parecido al de Aira:

 

“Una actitud así es tan incomprensible como sentir lástima y menosprecio por los que no gustan de la danza, el cine, la música, la pintura, el teatro, el fútbol, el golf, el tenis, el críquet, etcétera. La gente lee o no lee, y leer es mejor que no leer, como también saber jugar fútbol es mejor que no saber hacerlo…”

 

En la misma línea, el francés Albert Béguin, en un ensayo de su libro Creación y destino (publicado de manera póstuma en 1973), sostiene que la vocación de leer “no confiere ningún tipo de superioridad: hay gente que tiene otras vocaciones; hay gente que no leerá jamás y que no vale menos que los que son ‘leedores’ casi de nacimiento”.

 

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Desde estas páginas hemos ensalzado —y lo seguiremos haciendo— el valor de la lectura, la fuente de gozo que son los libros. La lista de beneficios de la lectura es extensa: favorece la concentración, la inteligencia, la empatía, el intercambio de información, hasta el desarrollo neuronal es diferente en una persona que lee. Leer es mejor que no leer. Lo digo y lo repito para que nadie vaya siquiera a sospechar en este texto un asomo de diatriba contra la lectura, los lectores o los libros.

 

Todo lo contrario: este es un intento, también, de contribuir con la difusión de la lectura. Porque si alguien que lee menosprecia a otros debido a que no leen, es probable que esos otros también rechacen y desdeñen al lector y, por añadidura, a los libros. Por eso los trabajadores argentinos coreaban “alpargatas sí, libros no” en 1945. Por eso John Carey, catedrático de literatura en la Universidad de Oxford, escribió en el prólogo a su libro Puro placer (2010), una recopilación de ensayos sobre clásicos, que “los no lectores encuentran a los lectores engreídos. Los lectores no llegan a comprender con qué llenan la cabeza los no lectores […] La distancia entre la gente que lee libros y la que no los lee es la mayor de todas las divisiones culturales; trasciende las diferencias de edad, clase y género”.

 

Si, en cambio, los que leemos somos capaces de aprender —de los libros o de donde sea— a ser humildes y dejar de lado esa arrogancia y cualquier arrebato de argumento ad hominem (“qué va a tener razón, si no leyó un libro en su vida”), sin duda servirá, como mínimo, para evitar esa repulsión natural por parte de los no lectores. En el mejor de los casos, será una recomendación; no de un libro en particular, sino de la lectura. Porque resultará una forma de aplicar eso que sabemos de manera intelectual y racional: una demostración práctica de que leer nos hace mejores personas.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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