Origen de la violencia

Los animales matan para comer, pero sus presas son de otra especie. Las disputas entre sí terminan en que el perdedor se va. La especie humana es la excepción.
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Los animales matan para comer, pero sus presas son de otra especie. Las disputas entre sí terminan en que el perdedor se va.

La especie humana es la excepción. “El hombre es el lobo del hombre” –dice un adagio antiguo. Lo citan Freud (El malestar en la cultura) y Konrad Lorenz (Sobre la agresión: el pretendido mal) arguyendo que la agresión es natural. Pero matarse unos a otros no es natural. Caín mató a su hermano Abel, pero los lobos no se matan entre sí.

Erich Fromm (Anatomía de la destructividad humana) lo precisa. Hay instintos protectores (de las crías, de la manada), no sólo agresivos; y la agresión misma tiene un sentido protector.

“No matarás” es una prohibición antiquísima, con excepciones que fueron desapareciendo (los sacrificios humanos, el derecho del padre de matar a su hijo). Las últimas excepciones (la guerra y la pena de muerte) se desprestigiaron en el siglo XX.

La guerra fue vista como algo heroico desde la Ilíada hasta los himnos nacionales de México y muchos otros países. Caso raro: Aristófanes inventó una heroína de comedia (Lisístrata) que organiza una huelga sexual de las atenienses contra la Guerra del Peloponeso. Pero, todavía en 1914, un hombre inteligente y bueno como Charles Péguy fue con alegría a la guerra, en la cual murió.

Esa Guerra Mundial produjo un cambio histórico de actitud. La matazón fue espantosa. Hubo 68 millones de combatientes, de los cuales el 57% acabaron muertos, heridos o desaparecidos. El pacifismo, que había sido una idea filosófica, se volvió un sentimiento social contra la guerra después de 1918, y más aún después de las bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki en 1945. Los gases venenosos y los bombardeos habían cruzado otro límite: no matarás a la población civil.

En México, algunos cambios de régimen político (Independencia, Revolución, Democracia) desataron la violencia. En los tres se destruyó el poder absoluto que sofocaba la violencia. Porfirio Díaz lo dijo contra Francisco I. Madero: “Panchito soltó el tigre. A ver si es capaz de enjaularlo otra vez”.

En la Independencia, la insurrección fue armada. La encabezó un cura irresponsable que llamó a “coger gachupines”. En la Revolución, fue civil y civilizada, pero desatendida por el dictador hasta que se volvió armada. En la Democracia, fue civil y civilizada por ambas partes; y así empezó la alternancia de partidos en la presidencia. Pero la destrucción del presidencialismo tuvo consecuencias.

Los gobernadores de los estados teóricamente “libres y soberanos” se volvieron presidentitos dueños de vidas y haciendas.

El crimen, antes sujeto a la presidencia, se organizó por su cuenta, al margen del poder político y hasta con ambiciones de poder político.

Consecuencias siniestras: la prosperidad de los traficantes de drogas y personas, la industria de la extorsión y el secuestro, el asesinato de periodistas como forma radical de censura.

Una consecuencia positiva fue el mayor desarrollo de la sociedad civil (que fue primero causa y luego efecto de la destrucción del poder absoluto). De especial importancia han sido la emancipación de la prensa y la multiplicación de asociaciones voluntarias. Pero el desarrollo institucional toma tiempo.

Los poderes legislativo y judicial no estaban preparados para la emancipación. Tampoco los partidos ni los sindicatos. El sindicato educativo, que conserva su escala soviética (1.6 millones de afiliados), se volvió desafiante. Los partidos, cínicos.

La Democracia produjo un vacío donde actúan con impunidad los poderes arbitrarios, la corrupción y el crimen.

En estas circunstancias, ha sido admirable la institucionalidad de las fuerzas armadas. En otros países, ya estarían penando en “poner orden” con un golpe. También admirable es que pidan reglamentar su intervención (contra la subversión armada del crimen organizado), dándole un marco legal. Hace falta, además, una estrategia conjunta de las acciones federales, estatales y municipales contra la delincuencia.

Transitoriamente, deberían militarizarse las prisiones federales. Son focos de violencia ilegítima: injusticia, inseguridad, asaltos, golpizas, robos, extorsiones, torturas, violaciones, asesinatos, motines y fugas. Una vez saneadas, el ejército las entregaría a la Secretaría de Gobernación sin llevarse al personal que tomó el control: volviéndolo civil.

Con cárceles dignas de un pleno Estado de derecho, habría una buena base en la lucha contra el crimen.

Periódico Reforma (25-VI-2017)

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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