De la calle

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Del teatro a la pantalla, esta película, "fascinante pieza de horror", tiene la doble peculiaridad de haber incorporado a auténticos niños de la calle a su nómina de actores y de estar despojada de fáciles elementos melodramáticos.
Rufino (Luis Fernando Peña) tiene problemas enormes: es un chavo de la calle en la transición entre la adolescencia y la edad adulta, y es un expósito porque su padre, luchador profesional de poca monta, lo abandonó precisamente en la calle. Sin embargo, un enrarecido profeta callejero (Abel Woolrich) le revela, en pésimo momento, la cercanía de ese padre fantasma, justo cuando Rufino, para salir del cerco de la miseria, le ha robado el dinero de la droga al policía narcotraficante Ochoa (Mario Zaragoza), el cual lo busca por los rincones de la escoria urbana como una bestia malherida. Es decir que conocemos a Rufino cuando le ha tocado ingresar en la nómina de los marginados, los únicos personajes memorables del cine mexicano reciente: El Chivo (Emilio Echeverría) y Octavio (Gael García Bernal) de Amores perros, y Yésica (Ximena Ayala) de Perfume de violetas.
     La adaptación que la guionista Marina Stavenhagen hizo de una hiperrealista obra teatral de Jesús González-Dávila, De la calle, echa mano de una amplia gama de truculencias narrativas: teporochos vociferantes, menores violadas por policías, deportistas ebrios a los que queman vivos, travestis que sodomizan a sus propios hijos, etcétera. Y sin embargo el resultado, gracias a la notable buena mano del director Gerardo Tort, es una pieza de horror fascinante, muy lejos de los repelentes efectos que Benjamín Cann consiguió con otra adaptación de González-Dávila, Crónica de un desayuno. Parte de la diferencia está, junto con el guión, en el rechazo casi total de Tort a los orígenes teatrales de la obra.
     Tort se arriesgó a dar un paso adelante: enfrentar a sus actores con auténticos niños de la calle, e incorporar a éstos en la actuación. En un taller previo de contacto entre ambos mundos, los actores, sobre todo Luis Fernando Peña y Maya Zapata —quien interpreta a Xóchitl, novia del protagonista—, tuvieron que aprender a mimetizarse con aquellos a quienes iban a caracterizar, mientras los niños debieron entrar suavemente en el juego de la representación sin perder su verdad intrínseca. El resultado es de una fuerza incontestable: la ratificación de que el método que encontró Luis Buñuel en Los olvidados —despojar las actuaciones y la aproximación al mundo infantil de todo elemento melodramático— es apenas lo justo para penetrar el infierno de la marginación urbana. Los niños actúan bajo evidentes signos de alucine y la cámara se introduce en las alcantarillas donde se hacinan como ratas, pero Tort y Stavenhagen muestran sus cartas de inmediato: no se trata de explotar la miseria para aterrar al espectador clasemediero, sino de seguir tres motivaciones estrictamente dramáticas, entremezcladas y eficazmente incompatibles: la huida de Rufino, su búsqueda del padre y los planes para reiniciar su vida con Xóchitl en Veracruz con el dinero de Ochoa. La miseria como tema del arte.
     Los niños y los adultos jóvenes de De la calle son estoicos, no culpan a nadie; están allí porque allí les tocó. Su burla va a un punto ciego (aventar los recuerdos al paso de los carros, insultar al teporocho). Encuentran ayudas precarias, condicionadas (la amiga Amparo cuida de mala gana, pero con eficiencia, al hijo de Xóchitl, aunque frena la relación con Rufino) o de plano ayudas traicioneras (el personaje de El Cero como un Judas débil).
     Rufino tiene, sin embargo, un corte muy típico dentro del género: forjado en el abandono y la precariedad, se abre camino a la redención por virtud de un imaginario: un paraje interior habitado, primero, por una Virgen María (Dolores Heredia) comprensiva y uterina, y luego por el fantaseo con el padre inminente (un Luis Felipe Tovar incontrolado, muy fuera de tono), luchador enmascarado sin pena ni gloria. Rufino es el agente de una piedad frustrada por la brutalidad del medio, pero su relación con Xóchitl tiene la ternura desesperada de las parejas de Ismael Rodríguez (la quemada Chachita y el Atarantado de Ustedes los ricos, y los arrejuntados Pancho y Chelo de Faltas a la moral); Rufino y sus sueños son el contrapunto moral de un entorno que, por fortuna, no se llega a suavizar. Muy flaco favor le habría hecho Tort a su proyecto estético si el público se conmoviera más por su héroe que por el paisaje social tan minuciosamente documentado: no habría logrado su cometido, ni el de su guionista, si los niños de la calle en su madriguera no fueran el ancla real de la emoción, aquello con lo que se queda un espectador que ha recorrido unos bajos fondos gorkianos que están en su propio subsuelo. La película lo consigue. –

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