Las brujas de Zugarramurdi, de Alex de la Iglesia

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Se conoce como “aquelarre” a la reunión donde brujas y brujos rinden culto al demonio. Es una de las pocas palabras que el castellano heredó del euskera, la lengua del país vasco que no se emparenta con ninguna otra. En su origen, aquelarre era el nombre de un lugar: la unión de los vocablos vascos aker (macho cabrío) y larre (prado) designaba el área en las comunidades de pastores donde había una cabra negra macho ajena al rebaño, que el propio pastor llevaba para mezclar la crianza y mantenerla sana. Las asociaciones de este macho cabrío con la figura del demonio se dieron a partir de la llegada del cristianismo a las zonas rurales de España. Más aun, cuando el tribunal de la Santa Inquisición anunció que perseguiría a quien practicara la brujería, lo que hizo fue calcarla en la imaginación de los fieles. Más de un pastor aburrido se vio a sí mismo volando sobre escobas o transformándose en animal y concluyó que era preferible eso a pasarse la vida entre cabras.

A principios del siglo XVI, no había mejor escenario para las historias de brujas que el pueblo de Zugarramurdi, en la comunidad de Navarra. Tenía una cueva imponente con altos techos de bóveda y galerías en distintos niveles que le daban el aspecto de un templo. En 1610, llegaron a la Inquisición rumores de misas satánicas celebradas dentro de la cueva, y tras una investigación apurada se acusó de brujería a cincuenta habitantes del pueblo. En noviembre de ese año, la Inquisición enjuició a los supuestos brujos en el “prado del macho cabrío” al costado de la cueva. Fue el auto de fe relacionado con la brujería más famoso de España, y el lugar en el que se celebró pasó a la historia y a la lengua en forma de sustantivo común.

La ironía del asunto es que se considera uno de los procesos más benévolos de la Inquisición: solo condenó a la hoguera a cinco de sus inculpados. Eso de “solo” suena muy mal, pero habría que considerar que el año anterior los franceses habían quemado a cien acusados y al terminar el siglo XVII las brujas ejecutadas en otros países de Europa se contaban por miles. En España, un inquisidor heroico, Alonso de Salazar, se dedicó a demostrar que la brujería era “ficción” y ordenó la absolución de mil quinientas personas. Cuatro años después de la quema de Zugarramurdi, Salazar consiguió que la Inquisición prohibiera la persecución por brujería. “No hubo brujos y embrujados –escribió– hasta que se comenzó a tratar y escribir sobre ellos.”

Un director con conciencia moral se habría apegado a la historia: restituiría el honor de quienes murieron en la hoguera y hasta haría un biopic del extraordinario Salazar. Un director como Alex de la Iglesia preferiría que los quemaran vivos antes que caer en obviedades del tipo. En Las brujas de Zugarramurdi, su película más reciente, el bilbaíno le devuelve al pequeño pueblo vasco su gloriosa reputación. No solo la de ser sede de aquelarres grandiosos, sino cuna de brujas que no sabían que lo eran. Las brujas de Zugarramurdi retoma el humor satánico de El día de la bestia (1995) pero, mejor aún, es un despliegue sin tregua del don que siempre ha distinguido al director: el de hacer una lectura hipercrítica del mundo disfrazándola de tontería y relajo. Se necesita ser muy agudo para armar una historia alrededor de brujas caníbales y ser consistente con la de los hombres machos, controladores y frívolos que ha hecho en casi todas sus cintas. (En Balada triste de trompeta [2010], por ejemplo, el personaje que golpea a su mujer es literalmente un payaso.)

En su nueva película, las brujas protagonistas –tres generaciones de una familia– son interpretadas por actrices fetiche del director: Terele Pávez (que recién ganó el Goya por su trabajo en este filme), Carmen Maura (protagonista de La comunidad, con la que también ganó un Goya) y Carolina Bang (su novia). La primera escena las muestra en un rito de adivinación donde anticipan la llegada de “el elegido”: un niño que les servirá de agente para recuperar el dominio del mundo. En la secuencia siguiente, un Cristo plateado saca un rifle del interior de su cruz y asalta un local de empeño de oro en plena Puerta del Sol. Sus cómplices son un soldado pintado de verde, y botargas de Bob Esponja, el hombre invisible y la ratona Mimí. Cristo vacía en bolsas el oro del negocio, ayudado por su hijo de diez años. Las víctimas del asalto le hacen ver lo inapropiado de llevar al asalto a su hijo, y él les contesta que todo lo hace por el niño; está harto de la pensión de divorcio, de los jueces y “de la bruja de su madre”. Después de que un policía balea a Bob Esponja, Cristo, el soldado y el niño secuestran un taxi y escapan con el botín.

La secuencia vale toda la cinta. Si para alguien no fuera suficiente ver a Cristo maldiciendo y matando, en el tramo siguiente De la Iglesia exprime aún más las posibilidades del absurdo ahora a través del lenguaje y a través de otro de sus mejores recursos: con diálogos que corresponderían a situaciones ultraconvencionales en circunstancias casi surreales. Obligados a convivir, los asaltantes, el niño, y el taxista secuestrado airean sus frustraciones y concluyen que tienen un enemigo común: las mujeres. A José/Cristo lo enferman las demandas de su exmujer, a Tony/Soldado le intimida que su novia sea lista y Manuel, el taxista, dice que su madre, su hermana y su mujer eran amigas y se juntaban “para ponerlo a parir”. El niño se solidariza: en su escuela, dice, las niñas se cuentan todo unas a otras. José llega a la conclusión de que las mujeres son como una secta: “se comparten información”.

A medida que avanzan y se convencen de que las mujeres son seres malignos, se acercan al epicentro de la maldad femenina: Zugarramurdi. Solo el taxista presiente el peligro cuando al pasar junto a una señal que anuncia la proximidad del pueblo recuerda que alguna vez fue centro de brujería donde se oficiaban aquelarres. (“Como botellones, pero en la Edad Media.”) La llegada de los hombres al pueblo, las trampas de las brujas para apoderarse del niño y la escena que no podía faltar –el aquelarre dentro de la cueva– caen en el tono de exceso que también identifica el cine De la Iglesia y que, para muchos, es su plato fuerte. Otros preferimos el absurdo más contenido (y no por eso menos genial) de los primeros actos, sin que eso signifique que el guion deje de ser brillante en su parodia al mundo “normal”. Cuando la bruja más joven de la dinastía se enamora del padre del niño –y este, con cierta razón, se asusta–, los diálogos parecen tomados tanto de un melodrama televisivo como de conversaciones de parejas reales que han aprendido sus roles viendo televisión.

La mayor licencia poética de Las brujas de Zugarramurdi respecto a lo que se decía de los aquelarres históricos es la figura de adoración de las brujas: no el demonio, sino una mujer gigante que, dicen ellas, lleva siglos dormida bajo la tierra de Euskadi. De pechos y nalgas enormes y una cabeza envuelta en trenzas, es la imagen de la Venus de Willendorf, una estatuilla femenina de la era paleolítica. De la Iglesia antes de hacer cine se graduó en filosofía y ha dicho que la idea de ligar una cosa con otra le vino de la teoría de uno de sus profesores de entonces: el filósofo Andrés Ortiz-Osés, a quien se atribuye la teoría de una religiosidad matriarcal como base de la identidad vasca, y otro de los rasgos que la distinguen de culturas indoeuropeas con religiones patriarcales.

De la Iglesia habla poco del tema en entrevistas (“luego dicen que soy un pedante”) y mucho menos lo sugiere en la película misma. Después de todo, solo el personaje del taxista conoce la historia de Zugarramurdi, y eso porque la leyó en un libro sobre fenómenos paranormales. Sin embargo, que De la Iglesia resucite y le dé cuerpo a Mari, la Gran Madre vasca, es lo que vuelve a su película no solo muy divertida sino trasgresora y feminista en un sentido complejo (al contrario de esas simplificaciones donde las mujeres “fuertes” necesariamente son duras y/o resentidas). Sin llamar la atención a ello, Las brujas de Zugarramurdi reescribe el mito de la creación –no una vez, sino dos–. Si las brujas predecían que un niño sería “el elegido” –“el hombre que traicionaría al hombre”– un giro de tuerca a su profecía pagana revela que la bruja joven será el personaje que cumpla con el destino de renovación. Primero desobedece a su madre y luego niega su estirpe de mujeres malévolas para mejor llevar una vida junto al hombre del que se enamoró. En fin, una mujer nueva que sin perder sus poderes busca conocer los placeres del mundo. Algo tenía que explicar el nombre que le dio De la Iglesia: Eva. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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