Lovelace

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Pocas historias de vida tan manoseadas como la de Linda Boreman, de apellido artístico “Lovelace” y diosa cinematográfica del fellatio. Hija de un policía y una ama de casa represiva y golpeadora, Lovelace pasó de ser el arquetipo de la alumna de escuela católica a estrella de la cinta más famosa y redituable en la historia de la pornografía: Garganta profunda. Interpretaba a una mujer con el clítoris en la garganta que buscaba hombres generosos que la ayudaran a alcanzar orgasmos. Gracias a que, a diferencia de otras, Garganta profunda tenía un argumento (o algo que se le parecía) el género XXX llegó a salas respetables y el público ídem lo consumió sin sentir vergüenza. Bastaba ver a Jackie Onassis entrando al cine con la frente en alto para saber que Garganta profunda había movido los márgenes de la moral social. Durante unos cuantos meses de 1972 la pornografía se consideró “chic” –así la llamó The New York Times– y Lovelace fue considerada un estandarte de la revolución sexual: una mujer que disfrutaba su fama y en entrevistas hablaba de libertad y autodeterminación. Unos años después, en 1980, ella misma negaría ese mito. En su autobiografía Ordeal diría que su entonces marido, el pornógrafo/traficante/padrote Chuck Traynor, la había obligado a punta de pistola a ser una de sus prostitutas y, luego, a ser actriz porno. “Quien vea Garganta profunda –declaró– está viendo una violación.”

La película Lovelace, de Rob Epstein y Jeffrey Friedman, aborda las dos versiones de la vida de Lovelace. Pero, ojo, no es imparcial: muestra a su protagonista haciendo la prueba del polígrafo que pidieron los editores de Ordeal para comprobar la veracidad del manuscrito que tenían en sus manos. Lovelace pasó la prueba y esto se ve en la película en escenas que funcionan como veredicto de la propia película. Más allá de lo que otros piensen, esto obliga a los directores a ponerse del lado de Lovelace: no por un deber moral, sino de simple congruencia narrativa. ¿Lo consigue? Todo lo contrario. A punta de omisiones, simplificaciones y escenas gratuitas, Lovelace termina siendo la versión para adultos de una fábula Disney: la historia de una princesa que se enamora de un príncipe falso, y que luego será rescatada por un caballero valiente. Esto último nunca pasó: cada vez que Linda Lovelace intentó escapar de Traynor lo hizo por su propio pie.

Lovelace establece bien la moral católica de la jovencita Boreman (interpretada por Amanda Seyfried) pero omite lo que después ella misma reconocería como su talón de Aquiles: el gusto por el lujo. El día que conoció a Traynor, cuenta, lo que más le atrajo de él fue su Jaguar nuevo. Eso, y que “pronto demostró que tenía dinero para gastar”. No que sea un pecado, pero sí un síntoma de las privaciones –y ambiciones– en el fondo revuelto de su relación con Traynor.

Interpretado por Peter Sarsgaard, el Traynor de Lovelace es un vago encantador y guapo que, a juzgar por fotografías y la opinión de quienes lo conocieron, son virtudes que no tenía el real. Aun cuando la película muestra su lado psicótico, la caracterización de Sarsgaard vuelve comprensible la infatuación inicial de Lovelace. Que la vuelva comprensible es, otra vez, un cliché romántico: minimiza la necesidad de validación de ella aun antes de toparse con él.

Las carencias afectivas de Linda se sugieren en la película a través del personaje de su madre abusiva –interpretada por Sharon Stone, icono del sexo por derecho propio y aquí transformada en una mujer ajada y en permanente rictus amargo–. Esto habría sido lo mejor de la película de no ser por un tercer acto dedicado a ablandarla y centrado en la reconciliación melosa (y poco probable) de la familia Boreman. Lovelace describía a su padre como alguien “a quien uno podía poner al centro de un terremoto y seguía sin prestar atención”. En Lovelace aparece llorando (¡!) de arrepentimiento y agobiado por los errores que cometió en la educación de su hija. ¿Cuándo ocurrió ese cambio? A saber.

Es cierto que la ficción se ampara en la licencia poética y que una adaptación exige eliminar detalles y condensar personajes. Sin embargo, la historia de Linda Lovelace tiene un significado equívoco si se disocia de su contexto y se eliminan a los actores reales de un parteaguas cultural: la nueva libertad sexual, la inevitable censura, la caída de Nixon, las feministas de la segunda ola. Lo que resulta de sacarlas del mapa es una película conservadora y convencional.

Ejemplo. Al no hacer una sola men- ción de la carrera en la pornografía de Linda previa a Garganta profunda es difícil entender por qué esa película cimbró la tierra –y por qué, entonces, su actriz merecería una biopic–. Su participación en películas hardcore de 8 mm son el tema de los capítulos más desgarradores de Ordeal (que, recordemos, es la fuente de la película). En ellos habla de la humillación que le causaban las escenas de urofilia y de aquella película en la que su coprotagonista era un perro entrenado. Dog fucker/Dogarama persiguió a Lovelace toda su vida. Ya instalada en la celebridad que le trajo Garganta profunda un cierto coleccionista de “películas de animales” quiso ahondar en el tema: nada menos que Hugh Hefner, el fundador de Playboy. Con todo, el retrato que hizo Lovelace de Hefner era casi compasivo: lo pintaba como un solitario que en medio de una multitud “se aferraba a su pipa como si fuera lo último que le quedara en el mundo”. Según Lovelace, Hefner nunca la acosó e incluso evitaba estar a solas con ella. Los directores de Lovelace ignoraron estos apuntes y muestran a un Hefner obsesionado con acaparar a Linda.

Una de las injusticias más grandes de la película es la representación del director de Garganta profunda, Gerard Damiano, como gangster insensible y macho. A diferencia de los directores de películas en 8 mm, Damiano buscaba filmar algo que se acercara a una película de verdad: en locaciones, con cambios de ropa y actores que la tenían puesta una buena parte de la película. (Comparado con los otros directores, decía Lovelace, “era Cecil B. DeMille”.) Damiano era amable con Linda y nunca la ridiculizó como se sugiere en la cinta. Quien lo hacía era el productor Lou Peraino, quien se oponía a que Lovelace protagonizara la cinta por no ser lo suficientemente voluptuosa y “tetona”. Visionario –y, a su modo, un artista– a Damiano le atraía de Linda su pinta de chica normal e incluso que fuera relativamente “plana”.

Uno de los atributos físicos más notables de Amanda Seyfried –la actriz que interpreta a Linda– son sus pechos redondos. (Y Lovelace está saturada de tomas que los destacan.) Otra vez, una licencia poética que –de nuevo– no es nada más eso. Por un lado Lovelace condena la explotación sexual de Linda –porque eso es lo aceptable– y por otro usa a una actriz más voluptuosa que su modelo real –porque eso es lo que vende, y a esa lógica no se va a renunciar–. Hablando de dobles discursos, estos fueron determinantes en la vida desafortunada de Linda Lovelace. Las dos o tres veces que intentó escapar de Traynor, sus clientes, colegas y hasta celebridades de la época se negaron a ayudarla. Una cosa era pagar por sexo y hablar de la libertad que había traído Garganta profunda, y otra verse enredado en un escándalo de padrotes y putas.

Después de la publicación de Ordeal Lovelace se unió al movimiento Mujeres contra la Pornografía cobijada por sus líderes más radicales. Gloria Steinem aparecería en Lovelace interpretada por Sarah Jessica Parker pero sus escenas no llegaron al corte final. Otra vez, una traición a Linda. No porque no se mencione su participación en la cruzada –se dice en una frase al final de la película– sino porque omite aclarar que esto le trajo una nueva decepción. Diría que las feministas hicieron dinero con ella y la usaron para ganar sus guerras, y puede vérsele en entrevistas al lado de una Steinem que le quita la palabra y responde en su lugar. Sirviendo a dios y al diablo, Lovelace presenta a Linda como un soldado contra la pornografía sin arriesgarse a tomar distancia y distinguirla de la esclavitud sexual.

Hay quien dice que Linda Lovelace usó una careta de víctima solo para ser relevante en los años del feminismo duro. Como sea, hacia el final de su vida fue desterrada por una sociedad que se felicitaba a sí misma por ser más tolerante y abierta. Su único intento de trabajar en algo fuera del medio duró el tiempo que tardaron sus jefes en descubrir que la señora de lentes que habían contratado como secretaria era la dueña de la garganta más famosa del cine. Vaya logro de la revolución sexual. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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