Postales de San Sebastián

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Dicen que los donostiarras vieron con malos ojos la aparición de Kursaal, el conjunto de salas que se inauguró en 1999 y que aloja desde entonces al Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Al lado de la desembocadura del río Urumea y al final de un puente de piedra con farolas Art Decó, los dos cubos gigantes de metal y cristal opaco parecen las oficinas de una corporación del futuro. Puras líneas rectas y ni un solo remate dorado, el Kursaal niega metro por metro el paisaje arquitectónico afrancesado de la ciudad. Con todo y su afrenta al pasado, pronto el Kursaal enraizó en San Sebastián. No tenía el pedigrí de sus abuelos enjoyados –el Teatro Victoria Eugenia, el hotel María Cristina y el Teatro Principal, las otras sedes del festival–, pero la gente comprendió que, a falta de candelabros y escalinatas de mármol, ofrecía funcionalidad. Y de la mano, prosperidad. La historia de la modernidad en una cáscara de nuez.

En once años que llevo visitando San Sebastián, una cosa permanece igual a pesar de haber mudado de rostro. Sigue igual la majestuosidad de sus vistas, que en ciertos puntos y recorridos alcanza niveles que estrujan el corazón. Lo que dejó de existir fue la asociación casi inmediata entre los términos “País Vasco” y “terrorismo”. Durante mis primeras visitas escuché decenas de historias de enojo y frustración en boca de los donostiarras. Todavía en 2008 viví por primera vez el miedo a lo invisible cuando la cuadra de mi hotel fue desalojada por amenaza de bomba. Ese mismo año, en la proyección de Hunger, de Steve McQueen (sobre los prisioneros de la ira), un asistente estalló en aplausos en la escena en la que una bomba explotaba en las manos de la madre de un policía. Hoy, los habitantes de la ciudad siguen en duelo por la violencia pero hablan del miedo como algo del pasado. Se alegran por los turistas que han decidido volver.

Fuera de los cines el paisaje se conserva espléndido; dentro, no tanto. Hasta hace poco, una vez que se apagaban las luces y aparecía el primer crédito la sala quedaba en una oscuridad perfecta. Considerando que se trata de teatros y auditorios que alojan un promedio de mil espectadores, ese despliegue de civilidad colectiva era en sí mismo grandioso. Pero llegó a las vidas de todos el teléfono celular. Y de su mano, la manía de interactuar con él a todas horas y en todo lugar. Este año perdí la cuenta de las funciones en las que fue necesario que alguien del festival diera palmaditas en el hombro a quienes, sin empacho, sacaban sus teléfonos (¡y iPads!). La visión de lucecitas salpicadas en la penumbra podría describirse como el reflejo de un cielo estrellado. Pero no. Si esa vista de la naturaleza llega a quitar el aliento, esta otra solo provoca furia y desesperación.

Que uno de los premios Donostia fuera para el actor Denzel Washington explicaba que el título inaugural fuera The equalizer, de Antoine Fuqua. En 2001 dirigió a Washington en Día de entrenamiento, película por la que el actor ganó un premio de la Academia. The equalizer sigue la fórmula: esta vez, trata de un exagente de la cia que consuma una venganza. Antes de viajar a España ya había visto en la ciudad de México pósters que anunciaban el estreno de El justiciero, como se tituló aquí. La descarté como a tantas otras de hombres con pistolas. No imaginé que la cinta que no tenía intenciones de ver a dos cuadras de mi casa sería mi primera probada del festival. En la butaca del Kursaal, esa noche repleto, observé cómo la audiencia reaccionaba a cada gesto de Washington: alientos contenidos, suspiros de alivio, aplausos espontáneos. Ningún otro actor en las películas que siguieron demostraría tal control de la atención de su público. Recordé que semanas antes alguien lo había mencionado como ejemplo de actor con gravitas: el atributo que distingue a una estrella de cine del actor de moda o la celebridad. Era cierto. Más allá de que el héroe de acción es el rey de las preferencias del público, lo que aquí relucía era que Washington podía hacer que incluso ese personaje pareciera relevante. Esto ilustraba un apunte de la crítica Pauline Kael en su defensa del cine basura: no importa si una película es estúpida y vacía (como El justiciero), a veces basta un gesto subversivo o un diálogo en el tono preciso para que en el mundo del espectador adquiera sentido. Por mucho que odie las alfombras rojas y otros escenarios de histeria, no negaría la función simbólica (además de económica) que cumple el actor. Su influjo forma parte del misticismo del cine, desde los primeros años de su historia. Resistirse a su seducción es poner trabas al ritual.

El sol de las tres de la tarde llamaba a caminar junto al mar, o a sentarse a comer al aire libre. Lo que fuera, menos renunciar a él para pasar en cambio dos horas en una sala oscura. La película en turno, Haemu, sugería además que este cambio de luz a penumbra no sería solo literal. La sinopsis la describía como un relato de aventuras marinas que derivaba en tragedia; involucraba inmigrantes escondidos en un barco, y se basaba en un hecho real. Camino hacia el cine supuse que la sala estaría más o menos vacía. A lo sombrío del argumento se sumaba la ausencia de un director prestigiado, caras famosas en el reparto o polémica alrededor. Era simplemente la ópera prima de su director, el coreano Shim Sung-bo. La primera sorpresa fue encontrar casi lleno el Kursaal –no de acreditados ni prensa, sino de gente que paga ocho euros por entrar–. Luego, la película misma: una proeza de dirección. Trágica como se veía venir, sin escatimar ni un detalle espantoso, pero sin caer en sadismos ni alejar a la audiencia. Como es costumbre al final de las funciones al público, el director salió de la sala y bajó por la escalinata. Vestido de negro y con el rostro cubierto por los lentes y el cabello, Shim Sung-bo recibió uno de los aplausos más sonoros y extendidos que he escuchado, en esa misma escalera, a directores de larga carrera. Se notaba sorprendido, y eso encendía la ovación. El momento capturaba lo esencial del intercambio entre el artista y quien recibe su arte: cientos aplaudían a un desconocido por haberlos transportado a un lugar extraño y revelado verdades de su propia naturaleza. Hasta antes de la función, el hombre del traje negro no habría llamado la atención de nadie. Ahora lo mirábamos como a una especie de mago que nos había aserruchado el cuerpo y al que agradecíamos salir de la caja con los miembros en su lugar.

–De México.

–¡Pues no lo pareces!

–Pero lo soy.

–Mira que a los mexicanos los reconozco con verlos…

–Ya ves que no.

Corté la conversación mirando hacia fuera del auto. Eso le daría alguna clave al taxista, que esperaba mi respuesta desde su espejo retrovisor. Pocas veces en Europa –pero muchas en Estados Unidos–, mi piel pálida tirando a traslúcida me ha llevado a padecer conversaciones del tipo. Según el ánimo y las circunstancias hablo del racismo que se esconde en comentarios en apariencia inofensivos, o dejo que el silencio haga el trabajo por mí. Pensé en las únicas dos películas mexicanas exhibiéndose en el festival. Cosa curiosa, ambas rozaban el tema. Una era César Chávez, de Diego Luna, sobre el activista que en los años setenta defendió los derechos de los inmigrantes que trabajaban los campos de Estados Unidos. La otra era Güeros, ópera prima de Alonso Ruizpalacios, que entre otras cosas habla de la costumbre mexicana de llamar “güeros” hasta a los morenos, como una forma de acusar privilegio social. Me pregunté si estas películas resonarían entre los españoles. Después de todo, no eran ajenos a estos problemas, y quizá por eso habían respondido con emoción a la coreana Haemu, el relato de inmigrantes que mueren en el mar. Tuve mi respuesta hacia el fin del festival. Entre las veinte películas candidatas al Premio del Público, César Chávez obtuvo los votos que la colocaron en cuarto lugar. Güeros simplemente arrasó. Ganó el premio de la sección “Horizontes Latinos” y el muy significativo Premio de la Juventud. Sobra decirlo, sus méritos van más allá del comentario social. Es una de las películas más frescas de 2013. Ojalá no se demore su estreno comercial.

Planeaba cenar en el restorán que presume la cava subterránea más grande de San Sebastián. Por eso no vería Autómata, una de las competidoras de la sección oficial. Busqué su ficha en el catálogo, convencida de que no me tentaría a cancelar. Fallé. Filmada en locaciones búlgaras, Autómata, de Gabe Ibáñez, partía de la premisa de ciencia ficción más famosa del siglo XX: una cuadrilla de robots con funciones humanas habían decidido “vivir”. Si en Blade Runner su persecutor era un policía, en Autómata era un agente de seguros. Y era Antonio Banderas, que además producía la cinta porque de otra forma nadie lo habría hecho. Imposible no ver Autómata. Era mucho lo que arriesgaba y con probabilidades de salir muy mal.

“¿Valió la pena que te saltaras la cena?”, preguntaron mis amigos cuando los alcancé después. Dije que sí y se echaron a reír. No creían posible o verdadero que Autómata me pareciera fresca, inteligente y con un diseño de producción espléndido. Les hablé de los curiosos pilgrims, los autómatas en cuestión, y de cómo su aspecto de robot primitivo los salvaba de cualquier comparación con los replicantes de Ridley Scott. Los pilgrims generaban emociones contradictorias y llevaban a plantearse dilemas muy cercanos sobre nuestra relación con las máquinas. No paraban de reír y la mirada vidriosa de todos me llevó a ver por qué. Se habían perdido de Autómata, pero no de los tesoros de la cava bajo nuestros pies.

Algo más que se conserva a lo largo de los años: mi incapacidad absoluta para predecir los premios. Peor aún, la certeza equivocada de que una película va a arrasar con todos. En 2013 pasé la semana anticipando el triunfo de Caníbal (solo ganó Mejor Fotografía) y en la edición de 2008, de Camino (nada). Esta vez mi “ganadora” fue Autómata, que pasó sin pena ni gloria. Dada la tradición, aplaudí como triunfos casi personales los premios a Mejor Actor y Mejor Fotografía entregados a La isla mínima, de Alberto Rodríguez, y el premio a Mejor Guión que recibió Dennis Lehane por The drop –las otras dos cintas por las que aventuré tuits–. Española y estadounidense, ambas pertenecen al género que dominó el festival: el cine negro y/o de corrupción moral. Si el auge de este género en las nuevas series de televisión ha contribuido al fenómeno, es tema de otra conversación. Basta decir que La isla mínima fue comparada una y otra vez con True detective y que Lehane es autor de varios capítulos de la insuperable The wire. Y más: The drop muestra a James Gandolfini en el último papel de su vida, interpretando a un mafioso traidor. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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