Sin ser Rimbaud

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Leos Carax no es el Rimbaud del cine francés. Ha vivido demasiado después de su fulgurante debut (tiene ya más de cincuenta años), ha escapado de Francia a veces pero no se ha perdido en ningún desierto, y aunque el infortunio le acecha (los graves accidentes sufridos por sus actores Denis Lavant y Guillaume Depardieu, la muerte trágica en agosto de 2011 de su mujer, la actriz rusa Katerina Golubeva), él sigue incólume gozando del apoyo del set más chic, como demuestra que estrellas del renombre de Kylie Minogue y Eva Mendes trabajen para él en Holy Motors rebajando sin duda su salario. Sin embargo, ningún otro cineasta que yo conozca ilumina el infierno como Carax, y ninguno deslumbra en la oscuridad de los signos tanto como lo hizo Rimbaud en su corta obra poética.

 

Holy Motors es su quinto largometraje, dentro de una trayectoria muy pausada, no siempre por voluntad propia. Debutó en el festival de Cannes de 1984 con Chico conoce chica, un ágil ejercicio de homenaje adolescente al espíritu y a ciertas formas de Godard; la resonancia que alcanzó ese filme le permitió rodar poco después la primera de sus obras maestras, Mala sangre, un título que es un guiño deliberado a Rimbaud, quien en el segundo fragmento de Una temporada en el infierno, titulado “Mala sangre”, escribe entre sus maravillosas exclamaciones esta jaculatoria: “¡Qué siglo de manos! Yo nunca dominaré mi mano.” Alex, el protagonista de Mala sangre (Denis Lavant), es requerido por unos gangsters para el robo de un milagroso antídoto que podría salvar a la humanidad de una nueva plaga infecciosa (el sida ya causaba víctimas en 1986, fecha de la película), y lo que buscan en él es precisamente la velocidad de su larga mano. Alex no la domina, y podría decirse que Carax, que tiene para la escritura fílmica una de las manos más portentosas del cine contemporáneo, tampoco. Los amantes del Pont-Neuf siguió en 1991, y a esa segunda obra maestra delirante del director le sucedió en 1999 Pola X, en gran parte fallida adaptación de la novela de Herman Melville Pierre o las ambigüedades, que Carax transpuso a una Francia escindida entre la vie de château y la banlieu parisina de los emigrantes.

 

 

Trece años han pasado, así pues, antes de que Carax, que fue perdiendo fulgor a medida que sus películas cobraban la mefítica fama de traer desgracias y bordear el ridículo, haya realizado la tercera y turbadora obra maestra de su filmografía. Aunque el cine de Carax ha sido siempre proclive a los géneros, con atisbos del gothick, del gore, de la ciencia-ficción y el thrillerHoly Motors alcanza el apogeo de todos ellos, añadiendo, en las única escenas sentimentales de una película que elude el romanticismo de las emociones, el musical. Carax es también una rara avis en las riquísimas bandas sonoras de sus películas, que trabaja cuidadosamente, con músicas preexistentes (desde Mahler a David Bowie) o escritas ex profeso, nunca puestas para rellenar sino para dar un contrapunto a la textura dramática de la historia. Los dos números musicales de Holy Motors desafían con toda bravura (y superan) los abismos de la ridiculez. En el primero, la larga secuencia del interior y la azotea de la Samaritaine, los grandes almacenes cercanos al Pont-Neuf abandonados y llenos de derrelictos antes de su reconversión inmobiliaria sirven de grandioso féretro a la canción de despedida que interpreta Kylie Minogue, en un estilo que evoca el de las tragedias cantadas de Demy (Los paraguas de Cherburgo, Una habitación en la ciudad). Pero hay otro posterior, que marca el fin de la jornada del protagonista, Monsieur Oscar, su regreso al hogar personificando al “hombre de la casa”, y la canción excelente del vocalista masculino para mí desconocido nos introduce muy sugestivamente en una casa de muñecas en la que los juguetes son simios amorosos.

 

Con la suprema libertad del rapto lírico, con el uso medido del paroxismo, con el sinsensentido como norma, Holy Motors presenta un viaje al fondo de la noche contemporánea, un retrato al sesgo del subsuelo de la vida violenta, que el propio director resumió así: “veinticuatro horas de la vida de un ser que viaja de vida en vida, como un asesino solitario y frío yendo de una presa a otra […] a veces hombre, a veces mujer, a veces joven, a veces viejo moribundo […] asesino, mendigo, director general, criatura monstruosa, trabajador, padre de familia”. Es una descripción veraz e incompleta. En los doce personajes que Lavant interpreta, caracterizándose ante nosotros cada vez en el camerino del interior de la limusina que le lleva por París, hay un ejecutor y una víctima, y la identidad cambiante nunca revela el enigma: ¿está su bárbara crueldad impuesta por él mismo, o se la imponen los dueños de la ficción capital que rige el mundo? Y la sutileza, la fragilidad del sanguinario, ¿resulta a menudo tan radiantemente bella por el esfuerzo de un alma singular o porque tiene detrás el gran aparato de la perfección técnica?

 

Hay, en esta película de refinada elaboración digital, tres grandes motores sagrados. El primero es París, la ciudad de los sueños realizados de Carax, presente en todas sus obras, y en cuatro de ellas con la categoría de trágico “lugar ameno” situado en torno al Sena. Holy Motors se llama también el garaje donde de noche acuden a morir las limusinas en las que, se supone, viajan cada día a su destino de seres de ficción los actores o marionetas como Monsieur Oscar. Allí duermen, se hablan de chasis a chasis, se quejan de su suerte: el mundo prescindirá pronto de sus carrocerías gigantescas y anacrónicas, que no caben en nuestras calles ni en nuestra economía. ¿Pero seguirá existiendo el holy motor de nuestro cuerpo? Nada es más sagrado que la carrocería del ser humano, pero esta película atrevida, inquietante, feroz y delicada nos sugiere, en su tejido de imágenes, inexplicables muchas y todas hechizantes, que tal vez ya no seamos dueños de nuestro propio cuerpo, de nuestra propia mecánica individual, embutida, como en el verso de Nicanor Parra, de ángel y bestia. ~

 
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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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