El reptil monstruoso

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Una de las mayores virtudes literarias de Martín Luis Guzmán fue esbozar en unas cuantas pinceladas la compleja personalidad de los jefes revolucionarios, sin anteponer absoluciones o condenas. Pero frente al reto de entrar en el corazón de la masa, Guzmán retrocedió con espanto. El mejor retratista de la literatura mexicana solo vio en las hordas revolucionarias una lamentable degradación de la especie humana, colindante con el reino animal, quizá porque la amorfa cohesión de la muchedumbre le impedía trazar fisonomías individuales. En “Una noche en Culiacán”, un episodio memorable de El águila y la serpiente, narró su encuentro con una multitud de soldados borrachos en una oscura calleja de Culiacán, sin disimular la repugnancia que le produjo ese baño de pueblo. Obligado a beber mezcal a pico de botella por un fraternal y pegajoso amigo, Guzmán se siente de pronto engullido por la mole de cuerpos donde la dignidad humana ha quedado abolida:

 

¡Extraña embriaguez en masa, triste y silenciosa como las tinieblas que la escondían! ¡Embriaguez gregaria y lucífuga, como de termitas felices en su hedor y en su contacto! Chapoteando en el lodo, perdidos en la sombra de la noche y de la conciencia, todos aquellos hombres parecían haber renunciado a su humanidad al juntarse. Formaban algo así como el alma de un reptil monstruoso.

 

Blandiendo este pasaje como prueba inculpatoria, un marxista dogmático podría tachar a Guzmán de enemigo del pueblo, pero quien conciba la literatura como un medio de conocimiento debe agradecerle su honestidad, pues la forma superior de comunicación escrita, es decir, el diálogo inteligente y sincero de persona a persona, solo se produce cuando el autor nada a contracorriente de la opinión general, a  riesgo de perder lectores. Confesiones como estas se han vuelto inadmisibles en nuestros tiempos de corrección política, pero en épocas menos hipócritas, cuando un escritor no necesitaba declarar su amor al prójimo para dárselas de humanitario, incluso los luchadores sociales más aguerridos pintaban su raya frente a la masa embrutecida. En El luto humano, José Revueltas puso en boca de un intelectual comunista una reflexión que tal vez hubiera suscrito Martín Luis Guzmán:

 

La multitud es una suma negativa de los hombres, no llega a cobrar jamás una conciencia superior. Es  animal, pero como los propios animales, pura, mejor entonces, pero también peor que el hombre. Soy el contrapunto, el tema análogo y contradictorio. La multitud me rodea en mi soledad, en sus rincones, la multitud pura.

 

Si Carlos Monsiváis hubiera escrito “Una noche en Culiacán”, seguramente habría narrado el encuentro del intelectual con la multitud hedionda y beoda como una apoteosis fraternal, pues en sus crónicas nos dejó abundantes ejemplos de su fascinación por la masa. Admiré el humor, la curiosidad intelectual, la agudeza crítica de Monsiváis, pero creo que su visión gozosa y paternalista de las multitudes rezuma una falsedad palmaria. En Apocalipstick, su última colección de crónicas, hay algunas loas al ser colectivo incompatibles con los sentimientos y hasta con la dignidad humana de los individuos que lo componen.

¿Cómo no admirar la coexistencia de millones de personas –dice Monsiváis– en medio de los desastres en el suministro de agua, en la vivienda, en el transporte, en las posiciones de trabajo, en la seguridad pública?

¿Es admirable una coexistencia dictada por la fatalidad? ¿Tiene algún mérito padecer en silencio tantos desastres o más bien refleja una mansedumbre bovina? Todo chilango desearía tener una coexistencia menos estrecha con sus congéneres, por eso cualquier viajero del metro se compra un coche a la menor oportunidad. Si Monsiváis se hubiera metido en los pensamientos de los pasajeros apeñuscados en un vagón del metro, habría descubierto un conglomerado de individualidades maltrechas y torturadas, pero eso arruinaría el edificante espectáculo de la masa contenta de serlo. En otros momentos, Monsiváis llega a insinuar que un miembro de la masa traiciona a su colectividad y a sí mismo cuando intenta singularizarse:

 

¿Quién es, ante el espejo de la identidad colectiva, el usuario del metro? Alguien invadido por presiones múltiples, pero ninguna de ellas vinculada con el afán de singularidad. Esta sería su reflexión: si soy igual a todos, no me parezco a nadie.

 

La singularidad no es un afán, sino un elemento sustancial de la condición humana, que no se pierde en las aglomeraciones. Millones de seres humanos embrutecidos por la droga, la televisión, el internet o el consumismo quieren renunciar a ella, no solo en el metro, sino en las mansiones de las Lomas, pero la tarea de un educador (y todo escritor lo es hasta cierto punto) debería ser incitarlo a recuperarla, mostrarle cómo enriquece la existencia tener gustos o ideas propios, en vez de dar al hombre masificado una palmadita complaciente en la espalda. Para eso basta y sobra con los halagos que le prodigan a diario los políticos demagogos y los locutores de televisión. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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