Una existencia doliente

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Se ha dicho que para  Søren Kierkegaard, el gran pensador danés del siglo XIX, la melancolía fue una manera de existir y que estaba convencido de que este humor era la condición más apropiada para sumergirse en la vida moderna (H. Ferguson, Melancholy and the critique of modernity, 1994). Kierkegaard, además, retoma un antiguo tema cristiano y se esfuerza por convertirse en un vir dolorum, el varón doliente, esa supuesta prefiguración de Cristo en el Antiguo Testamento (Isaías 53:3). La idea del varón doliente fue una imagen representada con frecuencia por los artistas, como puede verse en el grabado de Durero de 1511, que lo dibuja en la pose típicamente melancólica. Fue su melancolía la que impulsó a Kierkegaard a romper la relación con su amada Regine.

La ruptura con Regine es una de las más tristes historias de amor que haya influido en el pensamiento filosófico moderno. En 1840 el joven Kierkegaard, profundamente enamorado de Regine, se compromete a casarse con ella. En su Diario confiesa que la atracción que sentía por ella, así como su “demasiado intensa sumisión femenina, eran inquietantes para una melancolía como la mía”. Kierkegaard vivía en colisión con el mundo, y una de esas colisiones, la que tenía un sentido erótico, lo llevó a abandonar a Regine, a pesar de lo mucho que la quería. “No fue otra fuerza la que nos separó más que la potencialidad de mi colisión erótica, no fue la muchacha misma quien rompió conmigo, sino que yo mismo fui obligado a demoler un amor auténtico… fue mi melancolía y el arrepentimiento por mi vida anterior lo que me hizo hacer lo que hice.” También anotó en su diario: “puedo ser más feliz en mi infelicidad sin ella que con ella”. Kierkegaard vivía su existencia como una penitencia, aplastado por el peso de la culpa. Es fascinante observar cómo, en la alquimia de su pensamiento, la melancolía religiosa se convierte en una manera de confrontar la modernidad.

La melancolía le permite a Kierkegaard ser él mismo. Convierte a la persona en el corazón de la realidad, y rechaza toda mediación entre el individuo y el mundo que lo rodea, un mundo que es absurdo y, además, aburrido. La existencia melancólica tiene muchas facetas. Por un lado es exaltada: “La melancolía da sombra a toda mi vida, pero ello es también una indescriptible bendición.” También afirma: “Si no hubiera encontrado en mi melancolía y en mi depresión otra cosa más que una bendición, no habría podido vivir sin ella [sin Regine].” Refiriéndose también a Regine, escribió: “Sostener en la mano a esta criatura preciosa, ser capaz de encantar su vida, ver su inexpresable felicidad, es la suprema felicidad para el hombre melancólico… Y después escuchar una juiciosa voz interior que dice ‘Debes dejarla ir’, este es tu castigo, que se intensificará al ver toda su angustia, aumentada por sus plegarias y sus lágrimas, ella que no sospecha que es un castigo para ti, sino que cree que es la dureza de tu corazón que debe ser enternecido.”

Aquí vemos otra dimensión de la existencia. Kierkegaard erige un muro entre él y el mundo. Percibe la melancolía como una ayuda, aunque la describe como una dolorosa espina en la carne. Pero agrega: “He sido un melancólico en su punto más alto y he tenido la suerte y la capacidad de poder ocultarme, y es por ello que he luchado. Pero Dios me dejó ese fondo de tristeza” (O lo uno o lo otro, 1843). Así, la melancolía kierkegaardiana se erige como una piedra clave en el arco del individualismo moderno, una pesada piedra colgada al cuello, pero también paradójicamente un poderoso recurso para soportar las fracturas, los absurdos y las angustias del mundo.

En el pensamiento de Kierkegaard late un corazón negro que, estoy convencido, es una de las claves más importantes de su confrontación con la modernidad. Este oscuro corazón late al lado de la necesaria ironía sin la cual se apagaría la reflexión. ~

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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