Ilustración: Ari Chávez Chacón

De decapitaciones, descuartizamientos y otros inconvenientes

Un trasplante de cabeza parecía, hasta hace unos meses, materia de la ciencia ficción. Ahora sabemos que es médicamente posible. González Crussí explora por qué esta posibilidad aún nos causa azoro.
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Es muy raro que un artículo en una revista científica altamente especializada cause un revuelo en el público general, a través de los medios de difusión masiva. Lo habitual es que tales comunicaciones sean escritas en un lenguaje críptico por especialistas, para ser leídas y comentadas solo por otros especialistas. En general, su efecto se restringe al reducido círculo de los entendidos en la materia, a menos que se trate de un descubrimiento trascendental, o de un gran avance con inmediatas y profundas implicaciones sociales. Por eso llama la atención que un artículo publicado en junio de 2013 en una revista para neurocirujanos haya causado gran alboroto en la prensa y agencias noticiosas a nivel mundial, a pesar de que no informaba de un nuevo descubrimiento de consecuencias sociales inminentes. El autor fue un eminente neurocirujano italiano, Sergio Canavero, director de un Centro para Estudios Avanzados de Neuromodulación en Turín. El artículo propone un plan general, con sorprendente atención a los detalles, para realizar nada menos que un trasplante de cabeza en el ser humano.1

Afirma Canavero que toda la tecnología necesaria para realizar esa operación existe ya en la actualidad. Nos dice que, hasta aquí, el mayor problema para implantar una cabeza (recién decapitada, se entiende) ha sido la imposibilidad de reconectar la médula espinal en el cuerpo en que se injerta. Pero confía en que el uso de un bisturí “hiperafilado” producirá un corte limpio y perfectamente uniforme, a diferencia de lo que ocurre en las lesiones que se ven en la práctica clínica, en las cuales el daño es grande, irregular y con cicatrización que impide la mutua fusión entre las fibras nerviosas del donador y el receptor. La bien controlada sección quirúrgica, aunada al empleo de los llamados “fusiógenos/sellantes” (polímeros inorgánicos del tipo poli-etilen-glicol y otros de invención reciente) que promueven la fusión inmediata de las membranas celulares, facilitará grandemente, dice el autor, la reconexión de las médulas espinales divididas.

Conviene puntualizar aquí que nada de lo que el cirujano afirma es gratuito o infundado; cada una de sus aseveraciones descansa en una referencia a trabajos previamente publicados en revistas de reconocida autoridad en el campo, como es de rigor en toda comunicación científica.

Efectivamente, los esfuerzos por trasplantar una cabeza no son nuevos. Desde 1950, investigadores rusos liderados por Vladimir Demikhov experimentaron uniendo la cabeza de un cachorro al cuerpo de un perro adulto; en otros experimentos relacionados, lograron mantener vivas por un tiempo limitado las cabezas de animales decapitados. En particular, el cirujano de Turín hace mención de la labor del doctor Robert White (1926-2010) y sus colaboradores, quienes en 1970, en Cleveland, trasplantaron la cabeza de un mono Rhesus al cuerpo de otro mono. Técnicamente, la operación fue un éxito, pues el mono en quien se injertó la cabeza recobró la conciencia varias horas después de la operación, y vivió por ocho días. No solo era capaz de reaccionar a diversos estímulos sensoriales, sino que debe haber sido capaz de pensar, puesto que se reportó que hizo intentos de morder a los investigadores. (Señal, diría yo, de un juicio muy acertado.) Pero el animal vivió cuadripléjico, por supuesto, ya que no había modo de conectar la médula espinal. En su reporte, Canavero recapitula en todos sus pormenores la técnica quirúrgica usada por White en sus experimentos.2

El escenario que imagina el médico italiano es el siguiente. El receptor podría ser un paciente paralítico del cuello para abajo, es decir, tetrapléjico (conviene llamar “receptor” no al que recibe una cabeza, sino todo un cuerpo). O tal vez un paciente con cáncer avanzado, pero sin metástasis cerebrales ¿Y quién sería el donador? Un individuo que ha sido ya declarado en estado de muerte cerebral, y que es de la misma corpulencia y –detalle que no carece de importancia– del mismo sexo que el receptor. Dos equipos quirúrgicos trabajan simultáneamente en un amplio quirófano apropiadamente equipado. Se pone en hipotermia la cabeza del receptor para evitar que se dañe el cerebro durante el periodo en que se le privará de circulación sanguínea. Unos cirujanos disecan músculos, tráquea, esófago y vasos sanguíneos del cuello. Mientras tanto, el segundo equipo prepara el cuello del donador. Llegado el momento, ambos equipos seccionan las médulas espinales al mismo tiempo. Inmediatamente, la cabeza del receptor, que está en hipotermia y, por así decirlo, en “animación suspendida”, se lleva a toda prisa al cuerpo del donador, donde se establece la conexión de las médulas espinales haciendo uso de los polímeros “fusiógenos”. Acto seguido, los cirujanos se ocupan de unir vasos, nervios, y todas las estructuras del cuello que se continúan hacia el tórax. Sin perder tiempo, se inicia el tratamiento con inmunosupresores para minimizar el riesgo de rechazo del trasplante, y con antibióticos para prevenir infecciones.

Entre las mayores razones por las que el artículo causó sensación está su tremendo poder evocativo. La descripción técnica y objetiva de dos seres humanos siendo asépticamente decapitados en un moderno cuarto de operaciones remueve el limo sedimentado en algún lóbrego recoveco de la mente, donde una serie de inquietantes imágenes perdura a la sombra de la conciencia. Pensamos en la terrorífica quimera de Frankenstein y otras narraciones de la literatura fantástica o los filmes de horror, donde es cuestión de cabezas decapitadas que cobran vida por sí mismas y son capaces de dar expresión a sus tormentos. Pensamos en imágenes tales como los lienzos de pesadilla donde Théodore Géricault representó cabezas de guillotinados y pies y piernas cercenados que el genial artista copió con escalofriante fidelidad en las salas de autopsia y anfiteatros de disección que asiduamente visitaba –sobre todo el tristemente célebre sótano del Hospital Bicêtre, donde los condenados a la guillotina esperaban su ejecución, y a donde sus despojos mortales eran obligatoriamente regresados, para la disección o la autopsia. Fuera de la ficción y del arte, pensamos en los históricos pero no menos siniestros experimentos de Giovanni Aldini (1762-1834), quien en las postrimerías del siglo xviii e inicios del xix aplicaba descargas de corriente eléctrica a cadáveres, a miembros amputados, y a cabezas de ajusticiados, obteniendo sorprendentes movimientos mecánicos. Sin duda, esos efectos causaban azoro, espanto y vanas esperanzas de adelantos médicos capaces de revertir la parálisis establecida y, ¿por qué no?, hasta de levantar a los muertos de sus tumbas.

Todo este bagaje de imágenes mórbidas, de pesadillas y figuraciones malsanas existe en lo profundo del subconsciente, porque, en un sentido metafísico, pesan mucho y se han hundido. “Nada hay tan pesado como un cuerpo muerto”, escribió Julia Kristeva en su novela Posesiones, “y pesa más todavía si le falta la cabeza”. Pero, por más que quisiéramos evitarlo, de tiempo en tiempo esas ideas hundidas flotan a la superficie, y nos preguntamos entonces qué significa para un ser humano la separación de la cabeza del resto del cuerpo.

En los países donde la ley decreta la muerte por decapitación, aún se arguye que es un procedimiento instantáneo, máximamente expeditivo y, por ende, piadoso y benevolente. Empero, donde hay una larga tradición en este respecto, dichos argumentos se antojan debatibles. Henry Matthews, un viajero inglés que presenció un guillotinamiento en Roma en 1818, decía haberse convencido de que la sensibilidad y la conciencia perduran por algunos segundos después de que la cabeza ha sido cortada. En las lesiones de la médula espinal, escribió, “las partes por abajo de la lesión quedan privadas de sensibilidad, pero las de arriba retienen su sensación. Y en el caso de la decapitación, los nervios de la cara y los ojos pueden continuar por un corto tiempo a llevar sus impresiones al cerebro, a pesar de la separación del tronco”.3 En Francia, la época del Terror generó abundantes relatos anecdóticos de este tenor. Se dijo que cuando la cabeza decapitada de Carlota Corday fue abofeteada por el verdugo que la exhibía al público, un gesto de dolor se formó en la cara y un enrojecimiento apareció en la mejilla golpeada; que en la cabeza cercenada de Danton se podían observar varios movimientos de los párpados y los ojos, y contracciones de las mandíbulas; que médicos que obtuvieron permiso para experimentar en cabezas de guillotinados pudieron observar, en un caso, que los ojos del ajusticiado, cuando alguien gritaba su nombre, se volvían en la dirección del grito; que otro sacaba la lengua en respuesta a estímulos dolorosos en las mejillas; etc.

 

Oír a los expertos hablar de trasplantes de cabezas no solo despierta los fantasmas del subconsciente, sino que nos obliga a cuestionar nuestra misma condición de seres humanos. Creíamos ser “individuos” y ahora resulta que, ontológicamente, somos “dividuos”, que nuestro ser es esencialmente divisible. Respetábamos, con veneración semirreligiosa, el cerebro. Y ahora resulta que el precioso órgano donde reside nuestra vida relacional; donde con razón llegó a pensarse que residía el alma, puesto que ahí está lo que nos hace únicos; donde fincábamos todo el orgullo de nuestra especie; este órgano es intercambiable, como cualquier pieza de máquina usada. Recordemos que nuestra cultura nos viene de la Grecia antigua, y para los antiguos griegos no había lugar a discusión: la cabeza era la parte más noble, excelente y respetable de la anatomía humana. Ellos definían cuerpo como el cerebro y sus anexos; los órganos extracraneanos eran todos secundarios y subordinados. Las piernas, por ejemplo, eran simplemente la maquinaria de locomoción de la cabeza: sin aquellas, esta no podría desplazarse de un lado a otro, a no ser rodando por el suelo como bola de boliche, lo cual sería un incalificable ultraje a tan augusta porción anatómica. En el Timeo se nos informa que el dios creador –los platónicos lo llamaron demiurgo– hizo el cuello a modo de un istmo, con el fin de separar la testa de partes más plebeyas que había que mantener a distancia. Y ni qué decir de los sitios más inferiores, como el bajo vientre y la zona genital. Para defender a la cabeza de las despreciables y repugnantes funciones excretoras, el demiurgo colocó los órganos encargados de ellas tan lejos y tan abajo como pudo. Para mayor seguridad, interpuso un parapeto, el diafragma, cuya función era servir como un obstáculo más. ¿Y los órganos masculinos de la reproducción? Indóciles a la razón, capaces de arrastrar al hombre a su ruina, como si fueran bestias salvajes con voluntad autónoma, no quedó más remedio que dejarlos al final, tardíamente añadidos: parece como si el demiurgo se hubiera dado un manotazo en la frente, diciendo “¡Ah, se me olvidaba!”, para luego pegar los genitales fuera del tronco masculino, bien lejos de la sublime sede del discernimiento y la inteligencia.

Adviértase que el artículo del neurocirujano turinés no se ocupa de los problemas éticos del trasplante cefálico. No son de su incumbencia en esa comunicación. Pero ciertamente son muchos, y a ellos se debe el gran impacto del reporte. Este, a muchos lectores les habrá parecido ciencia ficción, pero no está de más recordar que lo que se consideró ciencia ficción apenas ayer es hoy la más concreta y abrumadora realidad. Canavero piensa que alguien intentará la operación dentro de poco, tal vez un par de años. Su costo será muy alto; el cirujano lo estima en trece millones de euros (menos, observó, de “lo que gana un famoso futbolista al año”). En una entrevista se preguntó: ¿Qué tal si a algún billonario chino se le ocurre tratar de evadir la muerte proveyéndose de un nuevo cuerpo? En China se han usado los cadáveres de criminales ejecutados como fuente de órganos para trasplante; ¿serían también usados como donadores de cuerpos enteros en casos de trasplante de cabeza, si hay un receptor dispuesto a pagar por el procedimiento? Y ¿qué tal si algún día se decide que un gran genio, del talante de un Albert Einstein por ejemplo, debe permanecer vivo para beneficio de la humanidad, y la solución de su supervivencia es el trasplante cefálico? Otro acertijo bioético: suponiendo que el trasplante ha sido realizado exitosamente, y que el receptor ha sobrevivido un tiempo y quiere reproducirse, ¿cómo habrá de considerarse su descendencia? Ese cuerpo no pertenece originalmente a la cabeza; su adn y sus células sexuales no tienen la misma constitución genético-molecular. Los hijos, por lo tanto, serían descendencia del donador muerto.

Un gusano de agua dulce, plano, no parasítico, del género Planaria tiene la envidiable capacidad de regenerar, cuando es decapitado, una nueva cabeza en el curso de un par de semanas. Aunque su cerebro es en extremo rudimentario, se ha podido ver que estos gusanos o planarias son capaces de aprender tareas simples y almacenar memorias de orden igualmente simple. Ahora bien, un grupo de biólogos de la Universidad Tufts, en Boston, Massachusetts, demostró recientemente que una vez que una planaria decapitada regenera su cabeza, ¡puede recordar algo de lo que había aprendido antes de la decapitación!4 Este extraordinario resultado indica que trazas de memoria, en Planaria, se almacenan fuera del cerebro (tal vez en células primitivas, llamadas “neoblastos”). Tan insólita circunstancia me recuerda que Nietzsche decía que no pensamos exclusivamente con el cerebro; que pensamos con los huesos, las venas, las tripas y, en suma, con todo el cuerpo; que el cerebro es solamente “un órgano de concentración del pensamiento”. Me pregunto si también en el humano trazas de memoria se imprimen fuera del cerebro, en otras partes del cuerpo. Pero, en ese caso, ¿qué pasaría en el caso del trasplante de cabeza? Si el cuerpo en que se ha implantado la testa es ahora diferente, ¿serían las memorias de ese cerebro idénticas a las adquiridas antes del trasplante?

Los problemas bioéticos médicos son siempre multifacéticos y espinosos. Quedan muchos otros que no son inmediatamente aparentes. Para realizar el trasplante cefálico sería necesario que los cirujanos se entrenen primero haciendo la cirugía en primates, lo cual inmediatamente levanta las objeciones morales y legales contra la experimentación en animales, hoy mucho mejor definidas que en los tiempos del doctor Robert White. Hasta hoy, el trasplante de cabeza se ha considerado más bien como ciencia ficción. Por eso no existe ninguna reglamentación al respecto. Nadie ha discutido los problemas éticos derivados de este acto quirúrgico. El artículo de Canavero tiene el mérito de recordarnos que no es ocioso ni prematuro que los expertos en bioética médica empiecen a ocuparse de estas cuestiones. Hizo bien en colocar como epígrafe la frase de Konstantin Tsiolkovsky (1857-1935), científico ruso, padre de la teoría astronáutica: “Lo imposible de hoy será lo posible de mañana.” ~

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Sergio Canavero, “heaven: The head anastomosis venture project outline for the first human head transplantation with spinal linkage (gemini)”, Surgical Neurology International 2013, 4, Suppl. S1:335-42. Disponible en internet en http://goo.gl/92z0Pu.

2 El propio White publicó la técnica empleada en sus experimentos en la prestigiosa revista Science. Véase: R. J. White et al., “Isolation of the monkey brain: In vitro preparation and maintenance”, Science 141, no. 3585, septiembre de 2013, 1963, pp. 1060-1061.

3 H. Matthews, The diary of an invalid, Londres, cuarta edición, pp. 215-216.

4 Tal Shomrat y Michael Levin, “An automated training paradigm reveals long-term memory in planaria and its persistence through head regeneration”, en Journal of Experimental Biology, jeb. 087809. Apareció en internet el 2 de julio de 2013; doi: 10.1242/jeb.087809. Véase también el blog de Le Monde del 11 de julio de 2013, por el excelente periodista francés Pierre Barthélémy, así como su propio blog del 26 de julio de 2013, en http://bit.ly/lemondecrussi.

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(Ciudad de México, 1936) es médico y escritor. Profesor emérito de la Northwestern University. Su libro más reciente es Más allá del cuerpo. Ensayos en torno a la corporalidad (Grano de Sal/uv, 2021).


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