Entrevista con Michael Massing

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Durante las últimas dos décadas el intercambio de recriminaciones se ha repetido hasta el cansancio. Mientras Estados Unidos insiste en pelear una buena parte de su guerra contra las drogas en los países que la producen y la transportan, estos últimos han insistido, en los momentos más álgidos de la discusión, en que el problema no es la oferta sino la demanda. Hasta que Estados Unidos no resuelva su desordenado consumo, sigue el argumento, no podrá abatirse la producción y el tráfico de drogas, que tantas vidas y recursos ha consumido en algunos países de América Latina. Durante los últimos años de la década de los noventa, el tono de la relación ha sido un poco más armonioso, pero los resultados siguen siendo un desastre. Después de 25 años desde que Estados Unidos lanzó su guerra contra las drogas, la producción, el tráfico y el consumo parecen haberse movido muy poco. ¿Qué salió mal? En 1998 apareció en Estados Unidos The Fix, un libro de reportajes que ofrece una respuesta plausible. Su autor es Michael Massing, editor asociado del Columbia Journalism Review y reportero especializado en drogas para las revistas estadounidenses The New Yorker, The Atlantic Monthly y The New York Review of Books. Echando mano del reportaje callejero, la historia y el análisis político, Massing argumenta que la manera más efectiva de resolver los problemas sociales asociados a las drogas es precisamente atendiendo a los adictos. Sólo por un periodo corto el gobierno de Estados Unidos prestó atención a este lado de la ecuación.
     Durante la gestión de Richard Nixon, el entonces zar de las drogas, el doctor Jerome Jaffe, implementó un extenso programa para el tratamiento de heroinómanos, que redujo sustancialmente el índice de delincuencia en el ámbito nacional. El programa se abandonó durante los años posteriores. Ronald Reagan finalmente cortó el financiamiento federal para los centros de tratamiento. Y así, cuando a mediados de los ochenta estalló la epidemia del crack, muchos drogadictos que buscaron remedio a su adicción fueron devueltos a la calle. El gobierno de Bill Clinton no ha sido menos duro que las gestiones republicanas anteriores, y los encargados de llevar esa guerra contra las drogas siguen haciendo énfasis en la cacería de las organizaciones criminales en otros países, o en la construcción de cárceles en Estados Unidos. Massing pasó por el Distrito Federal a mediados de febrero. Ahora está investigando los efectos de la política estadounidense en México.

¿En qué circunstancias escribió
The Fix?
En los ochenta escribía sobre Centroamérica, sobre los levantamientos y las guerras, pero a finales de la década la región se hizo un lugar más pacífico. Entonces convencí a The New York Review of Books de que me enviara a Colombia para escribir sobre el problema de la droga. Estuve allí en 1988 y fui a un pueblo donde se producía coca. Tuve una experiencia fascinante. En Talamar, los productores vendían la pasta básica a los intermediarios, que a su vez la llevaban a los laboratorios en Medellín. Me entrevisté con el alcalde del lugar, un hombre de 75 años. Sentía que estaba en la fuente misma del surtidor de drogas a Estados Unidos. Le pregunté al hombre qué era lo que él creía que debía hacer Estados Unidos para resolver el problema. El alcalde contestó lacónicamente: construir carreteras. Los caminos de esta área son tan malos, dijo, que los campesinos no pueden llevar los productos legítimos al mercado. Regresé a Nueva York y escribí un artículo inspirado por esta idea. Luego me di cuenta de que la propuesta del alcalde no tenía sentido; en primer lugar, aunque los campesinos cultivaran plátanos, de todos modos les seguirían pagando más por la pasta; en segundo lugar, en países como Bolivia, donde de hecho se abrieron caminos, los campesinos siguieron cultivando coca. En un par de años más de trabajo llegué a la conclusión de que nada de lo que Estados Unidos hiciera fuera de sus fronteras tendría efecto. Así que comencé a ver el problema como un asunto estadounidense. Encontré que casi no había nada escrito sobre el tema de qué es lo que nosotros podíamos hacer dentro de nuestro territorio para combatir las drogas. Así fue como acabé escribiendo este libro. El reportaje está dividido en dos grandes bloques: qué está haciendo la gente en la calle y qué es lo que han estado haciendo los políticos y burócratas de Washington en los últimos treinta años.

¿Cómo ha sido recibido el libro?
Al principio, con cierta frialdad. Al zar de las drogas estadounidense, Barry McCaffrey, no le gustó el libro porque el texto no habla bien de su gestión. Pero poco a poco estoy viendo cómo la idea comienza a permear algunos sectores de la sociedad americana. A veces parecería que los conductores de algunos programas de la televisión comienzan a adoptar el mismo punto de vista. Pero hay que entender el contexto del debate contra las drogas en Estados Unidos para explicar por qué un libro así podría tener algún atractivo. Creo que este debate se ha polarizado. Por una parte, hay una profunda insatisfacción por la manera en que esta guerra ha llenado las cárceles estadounidenses. Hay cuatrocientas mil personas tras las rejas acusadas de delitos contra la salud. La gente piensa que esta manera de atacar el problema es contraproducente y cree que las drogas deberían legalizarse. Yo creo que sería un error (aunque tendría un efecto muy positivo para países como México, porque se acabarían los cárteles de la noche a la mañana). Está demostrado que si las drogas se legalizan, su consumo en los años inmediatamente posteriores se iría al cielo. Y el consumo, quiero decir, la adicción, tiene efectos sociales muy perversos: violencia, desintegración familiar. Por el otro lado hay gente que insiste en que el combate contra las drogas no es suficiente y debería de hacerse más estricto. La cuestión para mí es explorar un camino intermedio. En el libro argumento que las drogas deberían seguir siendo ilegales, al menos las drogas duras (la marihuana es una cosa completamente aparte), pero en vez de poner todo nuestro esfuerzo en la persecución y encarcelamiento de los delincuentes, deberíamos subrayar los aspectos de salud pública, como la rehabilitación de los adictos. Si hacemos esto, estoy seguro de que reduciríamos el consumo sin encarcelar gente y sin enviar helicópteros a Colombia.

¿Cómo y cuándo se dio cuenta de que este énfasis en los aspectos de salud tenía antecedentes en Estados Unidos?
Cuando comencé mi investigación sobre la historia de la política estadounidense en materia de drogas, realmente no esperaba encontrar nada interesante. Pensé que iba a hacer simplemente la crónica de treinta años de desastre, pero mucha gente que participó en las primeras etapas de esta guerra me decía constantemente que debía de prestarle más atención al periodo de Nixon, lo cual era una contradicción, porque Nixon fue quien diseñó la Drug Enforcement Administration, por ejemplo. Ahora bien, cuando comencé a hablar con funcionarios de la época encontré que, a pesar de toda la retórica, Nixon de veras había puesto todo su esfuerzo en el ámbito de la salud pública. Conocí al hombre que fue el zar de las drogas del momento, el doctor Jerome Jaffe, lo entrevisté largamente y pude reconstruir la historia de su vida y entender realmente por qué la gente cercana a Nixon acudió a él con millones de dólares para crear centros de tratamiento a las adicciones, lo cual tuvo un efecto tremendo. Todos los indicadores señalan que los índices de delincuencia se vinieron abajo por primera vez en muchos años.

¿Qué es lo que piensa Jaffe de la manera en que actualmente Washington enfrenta el problema?
Jaffe piensa que su propio éxito se debe a que él pudo acercarse a todo el problema de una manera pragmática, sin cargas ideológicas, y que todo eso está irremediablemente perdido.

¿Quién comparte, además de usted, el punto de vista de Jaffe? ¿Se considera un llanero solitario?
A veces me siento muy solo; pero hay mucha gente, aparte de los que están involucrados en el tratamiento contra las adicciones (mis aliados naturales), que está buscando un camino intermedio. Hay algunos periodistas que reseñaron el libro y dijeron que tenía un argumento muy razonable. Incluso hay gente entre el aparato judicial y militar que comparte mi punto de vista. Acabo de publicar un artículo en el Washington Post sobre un teniente que estaba totalmente desilusionado con la guerra contra las drogas. Cuando se retiró hace un año leyó mi libro y me llamó para decirme que compartía mi punto de vista. Decidió luego hacer pública su insatisfacción. Esta persona había recibido una medalla por su servicio en la guerra contra las drogas, y decidió regresarla, como algunos veteranos de la guerra de Vietnam regresaron sus condecoraciones.

¿Por qué cree usted que los estadounidenses están tan decididos a pelear la guerra contra las drogas fuera de su territorio?
Es una buena pregunta, pero primero hay que entender que Estados Unidos gasta una suma importante de dinero en la guerra contra las drogas dentro de su propio territorio. Del gasto federal destinado al combate a las drogas, el rubro dedicado a las cárceles es el que recibe más dinero. Pero también una parte importante de este dinero se va al combate en otros países. Esta actitud tiene sus orígenes a principios de siglo, cuando en Estados Unidos se comenzó a hablar de que los chinos y su opio eran los causantes de las adicciones estadounidenses. Años más tarde, la actitud sigue siendo la misma. Yo tengo un encabezado de The New York Times que dice algo así como "El imperio mexicano de las metanfetaminas provoca epidemia en Estados Unidos". La pregunta es quién provoca qué. Hay algo en la psique estadounidense que tiende a culpar a los extranjeros de los problemas nacionales.

¿Y cuáles son las consecuencias de esto?
Creo que esto tiene un efecto directo en la manera en que se combate el problema de las drogas. Se gastan muchos recursos en programas que evidentemente no tienen efecto alguno. Hoy está claro que, después de treinta años, la guerra contra las drogas en Latinoamérica simplemente no ha funcionado. Cada vez que se combate el tráfico de drogas en un lugar, éste aparece en otro. Y esto es lo que sucedió con México. Los esfuerzos estadounidenses fueron tan efectivos en combatir el tráfico por el Caribe que los capos acabaron por instalarse en México. Esta política ha destruido muchos países en Latinoamérica y es causante de los problemas que tiene México en esta materia. Los estadounidenses piensan que si impiden el paso de las drogas por la frontera, su sociedad será mucho más sana. Una de las razones por las que estoy en México es para investigar si esta política es práctica. Mi impresión es que no.

¿Qué piensa del proceso de certificación?
Para mí es una farsa completa. Y creo que algunos en los Estados Unidos se están dando cuenta de lo mismo; editorialistas, burócratas, saben que el proceso es contraproducente. Aunque cada principio de año muchos congresistas se dedican a criticar al gobierno mexicano por su actuación en materia de combate al narcotráfico, es curioso hacer notar que el actual gobierno considera que la relación con México es tan importante que no vale la pena dañarla con el asunto de la descertificación.

¿Cuál sería entonces una política exterior adecuada para Estados Unidos?
Que las drogas sigan siendo ilegales, mantener algún control en la frontera para evitar que los traficantes inunden el país con narcóticos, y dedicar muchos más recursos para atender el problema de la demanda.

¿Qué significa atender la demanda?
Creo que el principio básico es ofrecer tratamiento a petición de los adictos. Esto significa diseñar servicios bien financiados a los que la persona que sufre una adicción pueda acudir cuando tenga problemas. Los drogadictos quieren recibir tratamiento, sobre todo cuando tocan fon- do, pero actualmente deben esperar semanas, a veces meses para obtener ayuda. Jaffe, en cambio, había diseñado un extenso sistema para atender las adicciones. Ahora bien, pienso que hay que llevar todo esto un paso adelante. No sólo se necesitan mejores programas sino una coordinación más adecuada. Se necesitan centros receptores donde los drogadictos puedan acudir no sólo para recibir tratamiento, sino también para comer algo, para calentar los huesos. Allí habría consejeros con quienes podrían hablar de sus problemas. El consejero tendría un registro centralizado de los programas de rehabilitación disponibles (para problemas relacionados con el crack, la cocaína, etcétera). Y remitiría a las personas al programa adecuado. Mantendría, además, una bitácora de cada paciente. Actualmente la gente entra a los programas que luego resulta que no son los adecuados, los abandonan y nadie se da cuenta; es un caos. Finalmente se necesita un programa de detección de casos, parecido al que utilizan algunas organizaciones dedicadas a atender personas con sida. Lo ideal sería tener grupos de especialistas que visiten las áreas donde la gente se inyecta heroína, que hablen con ellos y, cuando estén listos, que los lleven a los lugares donde puedan obtener ayuda. Creo que todo esto no sólo reduciría el consumo, sino que también minimizaría el daño social asociado a las adicciones.

En su libro señala que los adictos están en el corazón del problema de las drogas, y dice que ellos son los principales consumidores y quienes gastan más en ellas. La mayoría de ellos, sin embargo, son pobres, muchos viven en la calle. ¿Cómo pueden gastar tanto? ¿No le parece una contradicción?
Originalmente mi libro tenía todo un capítulo dedicado a describir cómo obtenían el dinero, pero lo tuve que suprimir por razones de espacio. El punto es que las personas que consumen drogas resultan tener una gran cantidad de recursos para conseguir dinero, por medio de la prostitución, por ejemplo, o el robo. Los adictos van a las librerías y se roban los libros, y luego los venden. Una buena cantidad de los libros de segunda mando que se venden en las calles de Nueva York son originalmente robados por drogadictos. Otros van a las tiendas de ropa. El robo es su principal fuente de ingreso, y llega a ser una fuente de ingreso muy importante.

Finalmente, ¿cómo ve el futuro de la guerra contra las drogas?
Depende de si me levanto optimista o pesimista. El pesimista en mí dice que el asunto no va a cambiar. Ronald Reagan tomó el poder en 1981, y es entonces cuando realmente comenzó a manifestarse esta intolerancia hacia todo el asunto de las drogas. La mentalidad puritana y frívola impuesta por Nancy Reagan, su esposa, aún tiene seguidores; incluso en este gobierno, que tiene gente como el vicepresidente Al Gore, quien confesó haber fumado una buena cantidad de marihuana cuando joven. Pero también percibo una gran insatisfacción con nuestra política actual. Entre los conservadores hay algunos que consideran que la guerra contra las drogas, como está planteada ahora, es un gasto inútil de dinero. A veces miro todo eso y pienso que algo va a cambiar. Pero, por el momento, la guerra puede tomar cualquier camino. –

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