Eugenio Montejo: las voces que confluyen

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Eugenio Montejo quiso despedir el siglo XX anticipadamente: en 1992, en su entrañable Lisboa, publicaba casi un opúsculo llamado precisamente Adiós al siglo XX. Si el poeta anticipaba un adiós es porque se reconocía como un habitante raigal del siglo pasado y porque nada trastorna más a los hombres que la vuelta de un milenio. Nacido en la Caracas de 1938 y perteneciente a lo que él mismo ha definido como la generación poética venezolana del 58, Montejo es hechura plena del siglo XX y cualquier asomo a este prodigioso nuevo siglo, que seguramente terminará sus cuentas con imágenes desconocidas para nosotros, es préstamo de los dioses: “Nunca empujé mi vida hacia la muerte/ Fue Dios el que movió todos mis días”. En ese reconocimiento del siglo de vida, con sus humanas realizaciones pero también con sus horrores, el poeta deambula como un observador insomne: recuerda la línea de Mondrian sobre sus ojos, se admira con los viejos suburbios que escapan a la modernización de las ciudades, añora quizás como Kavafis el serrín de los bares, busca los compases del jazz en las esquinas de cualquier noche o enmudece con el tambor de Hitler entre tanta sangre y abismo. “Mi siglo vertical y lleno de teorías —nos dice el poeta—, mi siglo de dioses que duermen disueltos.” Nunca avanzó la humanidad tanto como en el siglo XX y nunca mató tanto, nunca se llegó a espacios cósmicos tan lejanos y nunca se acosó tanto a la materia hasta desintegrarla, nunca llegó el amor a tanta entrega desnuda y nunca las imágenes del horror petrificaron las mentes hasta desterrar de ellas el olvido. En el museo viviente del siglo, con sus piezas disecadas tras las vidrieras, Montejo intenta descifrar los nombres de esos dioses fugitivos y sigue de largo su camino.
     Hay poetas que fracturan el lenguaje para rehacerlo y hay también poetas que desconcentran el sentido cuando éste pierde toda significación. El mismo siglo XX del que Montejo se despide ha sido pródigo en tendencias, y desde dadaístas europeos hasta concretistas brasileños el mandato de la renovación constante ha carcomido todos los espíritus. De vanguardia en vanguardia, todo parece haberse explorado, recreado, resignificado, abolido y luego revivido. Si en el terreno de la forma, como recordaba Mariano Picón Salas, el horizonte de búsqueda parece ilimitado, es en el fondo de las concepciones, de los credos y de las ideas donde todo remite a lo inmutable. Heredero y lector voraz de sus compañeros de siglo, Montejo postula sin embargo una concepción más humilde pero también más universal de la creación poética: “La poesía cruza la tierra sola,/ apoya su voz en el dolor del mundo/ y nada pide.” Poesía como registro de los avatares humanos, poesía como receptáculo, poesía como eco fiel de lo que transita en las conciencias. Lejos de dispersarlo, la poesía de Montejo concentra sentido, ejerce una cierta gravitación sobre los cuerpos que flotan y los ordena en la frase. Propiciar un sentido de ordenamiento: he allí una pista firme para una posible poética. Si el siglo es disruptivo, cruel a inabarcable, se entenderá entonces por qué una cierta nostalgia opone los patrones clásicos: el amor, la celebración, el milagro de la existencia, “la profunda belleza de todo”: “Tuyo es el tiempo cuando tu cuerpo pasa/ con el temblor del mundo,/ el tiempo, no tu cuerpo// […] Tuyo es el tacto de las manos, no las manos;/ la luz llenándote los ojos, no los ojos”.
     Cuando a Eugenio Montejo se le pregunta por la tradición a la que pertenece, su respuesta siempre es invariable: “pertenezco a la tradición de la lengua castellana”. Una lengua que se hace milenaria precisamente en suelo americano y que es hoy tan vasta como ejemplares son los poetas que la han llevado a los confines de la significación. Pocas lenguas, en verdad, reúnen en un mismo seno a Quevedo y Octavio Paz, a Góngora y Lezama Lima, a San Juan de la Cruz y Rubén Darío, a Antonio Machado y Jorge Luis Borges, a García Lorca y César Vallejo, a Sor Juana Inés de la Cruz y Blanca Varela, a José Antonio Ramos Sucre y Juan Sánchez Peláez. Ese preciado territorio, que no de siglos sino de apuestas verbales para descifrar el mundo, es en el que quisiera estar Montejo, quieto con sus pares, atento a la escucha de los mayores o descifrando el silencio que siempre sigue a las palabras. Lengua milenaria en la que tantas pasiones se han registrado, en la que toda una cosmovisión de siglos se ha volcado; lengua que es un campo de batalla con heridas y cicatrices, con amores inacabados, con odios que han sido letras antes que muertes; lengua que se rehace en cada hablante, en la voz de los niños o en la frase íntima que sólo los amantes se dicen. Este es el paisaje con fondo de batalla de Eugenio Montejo, este sería su maletín de primeros auxilios, este es el libro que el poeta llevaría bajo el brazo porque los suyos van con él en cada una de sus páginas.
     Si la gran poesía de la milenaria lengua castellana tiene en Montejo, como hubiera dicho hace unos meses nuestro gran Juan Sánchez Peláez, apenas “un átomo en las cuentas de la angustiosa cosecha”, en el radiante siglo XX de la poesía venezolana ese espacio es seguramente mayor por todos los nombres y tendencias que confluyen en el poeta. Está la voz noctámbula de Ramos Sucre, hablando idiomas secretos desde su Cumaná natal; está la voz singular de Leoncio Martínez, cuya “Balada del preso insomne” ha sido señalada por el poeta como una pieza mayor del destierro interior; está la generación del 18 —Paz Castillo, Moleiro, Planchart y algunos otros— con su cornucopia de apamates, bucares y caobos; está el magisterio de don Vicente Gerbasi o la revelación del paisaje como un acto de magia; está Juan Sánchez Peláez, padre mayor de las vanguardias y un adelantado a todos los tiempos; están como cuerpo sus compañeros de la prodigiosa generación del 58: Cadenas, Palomares, Sucre, Calzadilla, Pérez Perdomo, García Morales; está de manera especial, presencia muda a la vez que omnipresente, la obra fundamental de Rafael Cadenas, especie de hermano mayor de nuestro homenajeado, con quien sin duda comparte hoy el sitial de mayor reconocimiento que pueda tener la poesía venezolana más allá de nuestras fronteras; y están también, a su manera, los que lo siguen generacionalmente: los jóvenes poetas que lo cuentan como amigo, lector o confidente. Si puede haber una representatividad en la poesía venezolana, un punto donde la tradición se recoge y transforma, un espacio que es origen pero también desembocadura, un signo que de tan amplio y abarcante nos consume y define, éste podría estar en la poesía de Eugenio Montejo. Una poesía que inventa un país llamado Manoa, una poesía que compara al Bolívar errante con la orfandad de los grandes ríos, una poesía que acuña en el concepto terredad el sencillo milagro de estar en la tierra, una poesía que ve en el gallo un cántaro que el goteo de la noche llena lentamente para que se desborde y transforme en canto, una poesía que descubre a Orfeo en la desolación de las piedras, una poesía que reconoce haber sembrado cien años antes los mismos árboles que le ofrecen sombra al caminante.
     Habitante cabal del siglo que lo vio nacer y humilde heredero de la tradición de la lengua, las voces que confluyen en Eugenio Montejo son las voces de Pellicer, Blaga, Pessoa, Eliot, Raúl Gustavo Aguirre, Antonio Machado, Cavafy, Antonio Ramos Rosa, Borges, Mario de Sá-Carneiro, José Bianco y tantos otros, pero también las voces de los poetas venezolanos que lo han precedido y a quienes constantemente rinde homenaje. Como la imagen del gallo que llena su cuerpo del goteo de la noche para estallar en canto, o como la imagen de los amantes que en “el oro nocturno de sus vueltas” descubren que es la tierra la que se amaba en ellos, la poesía de Montejo se concibe como un patrimonio colectivo, como un cementerio donde nuestros muertos están bien vivos y sugieren frases y sentencias. Su originalidad está en su extrema humildad, en la construcción de una autoría que se quiere anónima, en su oído atento a las grandes verdades universales, en creer que la redondez sin tregua de Dios es la que en verdad mueve los días más allá de los afanes humanos.
     Las voces que confluyen en Eugenio Montejo son las voces de todos nosotros, las voces de nuestros sueños, las voces de quienes no tienen voz, la voz del árbol que crece sobre su propia hojarasca, la voz del niño prematuro que llora frente a la expectación de los padres, la voz del mar en su lamento solitario, la voz del amor que no cabe en un cuerpo solamente, la voz del tiempo que tras sí mismo corre dando vueltas, la voz también de sus dobles —de sus variados heterónimos— que lo usurpan y silencian a diestra y siniestra para hablar por persona interpuesta. En la humilde morada que esta poesía construye podemos estar seguros porque en ella habitamos con nuestra intemperie a cuestas, con nuestros viejos hábitos y dudas. Es el precario hogar que nos corresponde, pero es el nuestro. Montejo ha sabido concebirlo con retazos, diseñarlo con el cuerpo de todos, revestirlo de los colores que sólo imaginan los niños, hacerlo girar en torno al vientre de una mujer, anticiparlo en los sueños de padres y abuelos, erigirlo con las maderas más nobles de los árboles caídos, confiarlo a la bendición de los dioses y rogar porque sea la poesía la que pueda habitarlo aunque sea en un soplo. Si “el poema es una oración dicha a un Dios que sólo existe mientras dura la oración”, es previsible que al calor del hogar nos mantengamos rezando sin parar hasta que no quede “nada de nadie ni de nada/ sino el tiempo tras sí mismo dando vueltas”. –

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