Ilustración: Clara León

París o El viaje de mi vida

Para cualquier joven vivir su educación sentimental en París es una experiencia decisiva. Así lo fue para el autor de Agnes, que en esa ciudad aprendió que la literatura podía ser un medio de supervivencia.
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No encontraremos en este texto de Peter Stamm esa ciudad de París que se ha vuelto casi un parque temático de sí misma. No hay demasiadas peregrinaciones a los sagrados lugares de la cultura ni a los míticos y elegantes bares; tampoco encontraremos nostálgicas descripciones de paseos por calles y las respectivas paradas (suspiros incluidos) ante esas direcciones que nos remiten a Proust, o a Toulouse-Lautrec, o a Joyce, a las rencillas entre los surrealistas o a las esquinas eternizadas en el celuloide de la Nouvelle vague. Una visita anterior al museo del Louvre es mencionada aquí como de pasada, casi con un bostezo: “Fui al Louvre y vi la Mona Lisa”; los grandes bulevares se recorren de noche y con prisa, como personaje de una película barata. Más que viaje a París, es este un trayecto hacia un tipo de literatura, hacia un estilo propio. Peter Stamm se toma como personaje de su manera de hacer literatura y nos deja ver esos resquicios poco relucientes en los que, bajo la fina capa de mugre, se descubren las historias vitales.

– José Aníbal Campos

El viaje comenzó hace treinta y dos años, un sábado de diciembre. En realidad, a los diecinueve años ya era demasiado mayor para que mis padres me acompañaran hasta la estación del tren, pero este viaje era algo especial: no tenía billete de vuelta, mi partida hacia París era, al mismo tiempo, la salida definitiva de la casa paterna.

Ya durante la escuela de reclutas había presentado un currículum en la Central Suiza de Turismo, una organización estatal que –ahora con el nombre de Schweiz Tourismus– hace publicidad sobre Suiza como destino turístico y tiene oficinas en muchos países. Acudí a la entrevista en uniforme. Cuando me preguntaron si estaba abierto a considerar la posibilidad de trabajar en el extranjero les dije que no. Me había propuesto, mientras trabajaba, recuperar el bachillerato, y más tarde quería estudiar una carrera, y luego quería ser escritor, aunque no sabía muy bien cómo llevarlo a cabo. Pocos días después, en el cuartel, me avisaron que tenía una llamada telefónica. El jefe de personal de la Central de Turismo en persona estaba al aparato y me dijo que tenía una plaza que cubrir en París y preguntó si yo estaba interesado. El contable de aquella oficina era miembro de los Exploradores Suizos (uno de los tantos clubes suizos de París) y había sufrido lesiones mortales en un accidente, al caerse de un puente de cuerdas construido por él mismo. Le pedí que me dejara un tiempo para pensarlo y poco después acepté.

El tren hacia Zúrich estaba lleno de adolescentes que viajaban a la cercana ciudad para ir al cine o a la discoteca. Mi maleta estaba tan extrañamente fuera de lugar como mis padres, que permanecían de pie en el andén, intentado conferirle al momento la dignidad requerida. Pero la breve parada no alcanzó más que para un breve saludo con la mano, ya que el tren partió de inmediato. Me imagino que mis padres caminaron unos pasos más a la par del tren y luego emprendieron el camino de regreso a casa a través de aquel frío atardecer de diciembre. Para ellos algo llegaba a su fin; para mí recién comenzaba algo nuevo.

Llegué a París en la noche. Llovía y, aunque el hotel estaba a tan solo diez minutos de la Gare de l’Est, decidí coger un taxi. El taxista jamás había oído hablar de un hotel llamado De la Nouvelle France; en el barrio de la estación abundaban esos pequeños establecimientos con nombres rimbombantes y habitaciones miserables. Me llevó hasta un cuartel de gendarmería con el mismo nombre, y el gendarme que estaba de guardia me explicó cómo llegar al hotel, que estaba muy cerca, en una callejuela oscura. A esa hora no había ya nadie en la recepción, las llaves del hotel y de la habitación estaban en un sobre bajo el felpudo. Subí con mi maleta a cuestas las cuatro plantas y encontré mi habitación al final de un pasillo. Era un recinto de apenas ocho metros cuadrados, una habitación como la descrita en “Mr. Bleaney”, el célebre poema de Philip Larkin:

Bed, upright chair, sixty-watt bulb, no hook

Behind the door, no room for books or bags…

Sin embargo, enseguida me sentí a gusto allí, arropado por la estrechez y, de algún modo, vinculado con la ciudad gracias a las vistas sobre el paisaje de tejados. Durante los primeros meses de mi estancia estuve buscando un piso, pero al final desistí de la búsqueda y me quedé viviendo todo el año en aquella pequeña habitación.

Ya no recuerdo cómo pasé mi primer día en París, probablemente me haya puesto a pasear sin rumbo bajo la lluvia, me habré preparado un té con mi viejo calentador por inmersión, que todavía uso de vez en cuando. Había estado ya dos veces en París y creía conocer algo la ciudad. Había subido a la Torre Eiffel y visitado el Louvre, donde había visto la Mona Lisa. Pero la facilidad con la que cualquiera consigue una visión abarcadora del centro me había hecho pasar por alto, equivocadamente, que aquella ciudad era una zona de aglomeración enorme en la que vivían miles y miles de personas más que en mi pueblo, donde había pasado los primeros diecinueve años de mi vida. En Suiza podía ir a la oficina andando, conocía a la mitad de las personas con las que me cruzaba en la calle. En París me veía apretujado en el metro, con el olor de cabellos sin lavar y de perfume barato clavado en la nariz. En mi primer día de trabajo dejé pasar un tren repleto, pero tanto el siguiente como el que vino después estaban igual de llenos, la reserva de gente parecía ser inagotable. Mientras que en mi pueblo había un solo cine, en París había cuatrocientas salas o más, y uno tenía que decidirse por alguna. A cualquier hora que uno saliera a la calle jamás se encontraba solo, jamás tenía tranquilidad.

Durante los primeros meses pensé a menudo en renunciar a mi puesto de trabajo y regresar a casa. Pero era demasiado orgulloso para desistir. Me fui acostumbrando a medida que pasaban las semanas, me fui adaptando al ritmo vertiginoso y, al mismo tiempo, lento de la ciudad, a su día a día. Fue en París donde empecé a explorarlo todo con la curiosidad y la imparcialidad de un joven de campo. No eran tanto los monumentos los que me interesaban, sino la gente. Descubrí los lugares oscuros de la Ciudad Luz, los barrios pobres y sucios del norte, que evitaban hasta mis compañeros de trabajo franceses, quienes, al acabar su jornada, desaparecían tan rápido como podían en sus suburbios. A menudo regresaba bastante tarde de mis excursiones. Mi bar habitual, el Cordial, lo llevaba Paco, un argelino que también vendía a veces, en la trastienda, chaquetas de cuero o casetes de música de dudoso origen. Mientras se viera todavía una franja de luz por debajo de las gruesas cortinas, uno podía tocarle en el cristal muchas horas después del cierre de los comercios. Entonces el dueño echaba un vistazo receloso a través de una rendija de la cortina, descorría el cerrojo a la puerta y te hacía señas para que entraras. Allí se reunía también la mayoría de mis amigos, los hijos de los gendarmes y un par de empleados suizos que, como yo, estaban alojados en el hotel. Bebíamos y charlábamos hasta el amanecer.

En la oficina no había mucho que hacer. Mi predecesor había pasado su tiempo allí contando el material de oficina. En cada caja de lápices o de cuadernos estaban detalladas las existencias del principio y las fechas en que se había extraído material. Las imágenes sagradas con las que él había decorado el despacho yo las había retirado hacía tiempo y sustituido por pósteres turísticos de Suiza, paisajes nevados, montañas y lagos, la naturaleza que yo echaba de menos en París.

Encontré allí, en cambio, mucho de lo que había echado en falta en casa. Cada año iba por lo menos ochenta veces al cine, vi todos los clásicos que jamás habían conseguido llegar hasta el pequeño cine de mi pueblo, Érase una vez en el Oeste, Expreso de medianoche o Papillon, aunque también películas baratas de acción en doble tanda, siempre por un precio módico. Cuando salía del cine y recorría con paso rápido los grandes bulevares, llenos de gente incluso a altas horas de la noche, me sentía como los héroes de aquellas películas, hombres solitarios en ciudades oscuras, hombres que eran a la vez cazadores y cazados.

Un colega me abrió las puertas al mundo del jazz, llevándome a cada rato al New Morning, un pequeño local de jazz en la Rue des Petites-Écuries, donde actuaban grandes figuras de ese género que por lo general podían verse en el famoso Olympia. A veces, durante la pausa de un concierto, mi amigo venía hasta mi hotel cuando yo ya estaba en la cama, me despertaba y me obligaba a acompañarlo al New Morning para que, por lo menos, no me perdiera la segunda parte de una velada genial. Gracias a él pude escuchar a Lionel Hampton y a George Adams, a Niels-Henning Ørsted Pedersen y a Chet Baker, quien murió poco después de una de esas noches.

Fue durante una excursión a Normandía que probé los mariscos por primera vez en mi vida, empecé a fumar y me compré mi primera loción aftershave, una de la marca Jules, con un olorcillo a canela que todavía tengo pegado a las narices. Con mis amigos zapateé los barrios de putas de los alrededores de la Rue du Faubourg-Saint-Denis. Oíamos las negociaciones entre las prostitutas y los clientes y observábamos cómo los hombres desaparecían en los portales de los edificios y salían de nuevo rápidamente. Y cuando alguna de las mujeres nos pedía fuego o nos agarraba por el brazo, preguntándonos: “¿Subes conmigo?”, nos sentíamos muy adultos y continuábamos nuestro camino con paso rápido.

Mi París se iba haciendo más grande cada día, mis caminatas me llevaban cada vez más lejos, hasta los barrios de las afueras. Así descubrí el Parc des Buttes-Chaumont, un pequeño y maravilloso paisaje de cuento de hadas en el decimonoveno distrito, los canales parisinos, los bares de carretera del anillo de la autovía, donde uno podía comer una magnífica fondue de queso. En el gran mercado de pulgas de la Porte de Clignancourt conseguí un impermeable militar inglés con el que se me ve en casi todas las fotos de aquella época.

En las vacaciones de verano visitábamos a nuestros amigos franceses a orillas del Atlántico, en un camping que era solo para los gendarmes y sus familiares, almorzábamos ostras en la playa y por las noches bailábamos en una discoteca improvisada. Y finalmente también apareció una chica, una austriaca que primero tenía una habitación en nuestro hotel y más tarde un pequeño estudio cerca de allí. Pero esa es otra historia.

En la Gare de l’Est, desde la que viajé durante ese año a Suiza en un par de ocasiones, para pasar días festivos o un fin de semana largo, había un cartel: “Preséntate a la Legión Extranjera.” Nunca pensé seriamente en hacerme legionario, pero en alguna ocasión pedí la documentación en la dirección que indicaban. Era como una promesa de que el mundo era todavía más grande, de que no solo existía el camino de vuelta a casa, sino caminos que me podían llevar más lejos, al sur, al mundo árabe, al mundo africano.

París me convirtió en adulto. Aprendí que la gente, como ha dicho el escritor suizo Hugo Loetscher, no tiene raíces, sino piernas. Y aprendí que en esa gran ciudad uno podía perderse en la soledad de una habitación diminuta o en la de una multitud de personas. Cada cual era responsable de sí mismo, y el que no se esforzaba se hundía. Al mismo tiempo pude reconciliarme con mi pueblo y comprendí lo que Cesare Pavese dice en La luna y las hogueras: “Necesitas un pueblo, aunque sea para que lo visites y lo abandones de nuevo cuando quieras. Un pueblo: y eso quiere decir que no estás solo, sabes que en las personas, en las plantas y en la tierra vive un trozo de ti, un trozo que, aunque tú no estés, está allí, esperándote.”

Mi pueblo era mi infancia, a la que ya no podía o no quería regresar, la que, sin embargo, no perdí.

París me dejó también algunas heridas, que para un escritor son más importantes que cualquier estudio de literatura o cualquier curso de escritura creativa. En esa enorme ciudad en la que tan a menudo me sentí solo, confundido o infeliz, la literatura se me convirtió en un medio de supervivencia.

Una tarde, mientras visitaba a unos amigos, entré a un patio interior encajonado en el que reinaba un silencio absoluto. Después de meses de ruidos y de excitación aquel silencio repentino provocó en mí una conmoción que fue como un súbito despertar. Me había adaptado a París, pero la ciudad había seguido siendo un desafío constante. A partir de entonces dejé de salir con tanta frecuencia y empecé a evitar a mis amigos; en lugar de ir a comer al restaurante empecé a comer en mi habitación. Me sentaba junto a la ventana y pasaba horas mirando los patios traseros, leía cada vez más, paseaba solo por la ciudad. Mi necesidad de dar forma a todo lo vivido, a todo lo visto se fue volviendo cada vez más apremiante, y empecé a escribir textos breves en la vieja máquina de escribir Hermes de la oficina, en la que llevaba normalmente los recibos de contabilidad. Algunos de esos textos contenían a veces solo un par de líneas, escenas breves, atmósferas, toda suerte de ideas petulantes. Casi todo se ha perdido, pero algunos fragmentos, un par de recuerdos lograron colarse en mi primera novela, que escribí poco después de regresar a Suiza.

“Entonces era feliz. […] En aquel pequeño bote de remos en el Bois de Boulogne, en París, con un buen amigo y aquella suiza que en realidad no me caía tan bien, pero que era tan vital y tenía la piel tan bronceada como el propio verano del parque, con su falda corta y blanca y sus brazos y piernas bronceadas.”

La novela se titulaba, según una cita de Charles Baudelaire, Un sueño de la ciudad, y empezaba y acababa en un tren hacia París. No encontró, con razón, ningún editor. Pero era un comienzo, como mi viaje a París, del que, en realidad, aún no he regresado. ~

Traducción del alemán de José Aníbal Campos.

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(Münsterlingen, Suiza, 1963) es escritor.


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