Ilustración: Clara León

El hombre de la casa

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Mi padre murió en noviembre de 1976, víctima de eso que ya entonces empezaba a acuñarse como “una larga enfermedad”: cáncer de pulmón. Era el hombre de la casa en todos los sentidos. El modelo masculino. Yo tenía doce años. Poco después empecé a fumar y dejé de ser un niño bueno. Ya sé que todos los territorios morales son por definición subjetivos y variables, pero como no tenemos demasiado tiempo para relativismos vamos a decirlo así: yo era un niño bueno. Fui. Había sido un niño bueno. Buenísimo.

Empecé a fumar. Peleas. Campanas. Como mi primo Luis iba a un colegio cercano, quedábamos en un bar del barrio, después de escalar cada uno el muro correspondiente. Eran los tiempos de las primeras máquinas de asteroides y los primeros mecheros de cuarzo. Si eres de mi generación, sabes que la mención de esos dos elementos a la vez no es casual, ni ingenua. Rompíamos los mecheros para dejar al descubierto el mecanismo y, sobre todo, el cable que producía la chispa. Acercábamos el cable a la ranura de la máquina por la que se insertaban las monedas y apretábamos. Clic: tiene dieciocho partidas gratis. O treinta y cinco. A veces era demasiado. A veces nos daba doscientas cincuenta y ocho partidas y entonces teníamos que desenchufar la máquina porque era imposible que el dueño del bar no se diera cuenta.

Mi hermano mayor, convertido a sus dieciocho años en el hombre de la casa, también andaba liado. Iba para poeta, aunque las circunstancias lo obligaban a ponerse a estudiar derecho y, encima, compaginarlo con un trabajo en La Caixa. Me vigilaba los bolsillos porque alguien había hecho correr el chivatazo de que yo estaba fumando. Me daba una colleja de vez en cuando. Me hacía reír sin querer; eso es lo que más recuerdo. Que me miraba y yo me moría de risa.

Y entonces se murió. Una breve y violenta enfermedad: cáncer de colon. El médico que intentó salvarlo con una cirugía de urgencia apenas pudo hacer otra cosa que abrir, cerrar y dictaminar que se trataba de una aberración estadística. Nada que hacer. Estuvo enfermo cuatro meses, con ingresos hospitalarios y sucesivas altas cuyo significado fue bien pronto transparente para todo el mundo: mejor que muriese en casa. ¿Para todo el mundo? No para mí. La enfermedad y la muerte de mi padre, tan recientes, me habían preparado para algunas cosas en la vida, si puede entenderse como preparación llevar a alguien a empujones hasta un lugar cuya existencia ni siquiera quisiera reconocer. Pero nada te prepara para algo así. Manuel, mi hermano, tenía veinte años. Yo tenía catorce. Era el modelo, el ejemplo, un faro que no se iba a apagar. Era el hombre de la casa. Mi madre, que sí sabía, consiguió que le aplicaran un tratamiento analgésico revolucionario. Ya nadie recuerda los términos exactos, ni quiere hablar de ellos, pero consistía más o menos en anestesiar las terminaciones nerviosas de todo el torso para evitar directamente el dolor. O algo así.

No me mueve el morbo, ni tengo intención alguna de asomarme a los aspectos más escabrosos de esta historia, pero es inevitable hablar de la sonda. Para que Manuel pudiera pasar su última etapa en casa, había que aplicarle una sonda que suplía, digamos, las funciones intestinales. El tío Alberto, convertido por su condición de ingeniero industrial en el manitas oficial de la familia, trajo a casa una pequeña bomba de extracción. No me preguntes por qué, ni me exijas que entienda de verdad el significado de lo que digo, pero he recordado siempre con gran exactitud la conversación en que el tío Alberto explicaba que aquello era una bomba extractora y que él había invertido su mecanismo para convertirla en una sonda. Hagamos un pequeño croquis: mi hermano está en la cama, donde pasa la mayor parte del tiempo dormido. Por un costado de la cama sale un tubo de goma que va hasta el aparato, plantado en el suelo unos metros más allá. La sonda medirá poco más de un palmo cúbico y parece muy vieja, como de atrezo de peli antigua. Es casi toda de metal, aunque tiene una parte acristalada en cuyo interior se mueve de vez en cuando un émbolo. De allí sale otro tubo que avanza por el suelo hasta un baño contiguo, donde sé que se conecta a algo: grifo, váter, desagüe, no me acuerdo.

Ahora voy a hablar de dos mañanas de sábado que la memoria me brinda como sucesivas aunque la lógica advierta que no es posible. La primera, como no podía ser de otra manera, es soleada, radiante. Yo estoy jugando a baloncesto con mi equipo del colegio. Mejor dicho, estoy en el banquillo. De pronto, veo a mi hermano entre el público. En realidad, me doy cuenta de que está ahí porque veo el teleobjetivo de una cámara que me apunta todo el rato. La Pentax que tan bien usaba Manuel y que luego heredé yo, pero que desapareció la única vez que me han entrado a robar en casa, como si la vida supiera que en esos tiempos cometió un delito muy grave y hubiera dedicado todo el tiempo siguiente a borrar las pistas. Recuerdo que por fin salí a jugar y encesté dos bandejas y un tiro lejano y, sobre todo, di cinco o seis asistencias seguidas, que para eso era el base del equipo. No pediré perdón si se demuestra que me lo he inventado. Mi hermano, mi hermano que iba a morir aunque yo no quería ni darme cuenta de que mi hermano iba a morir, está de pronto en el campo, me está viendo jugar, me saca fotos y yo vuelo y salto y, por primera y última vez en mi vida, mido algo más de dos metros, lo suficiente para machacar la pelota en el aro, metiendo el brazo hasta el codo dentro de la cesta. Mi hermano aplaude, aunque enseguida necesita las manos para aguantarse los pantalones, que se le caen de tan flaco que está.

El sábado siguiente no puedo ir al partido porque tengo que escribir. Tras un par de fases preliminares, me he clasificado para una monstruosidad que patrocina Coca-Cola: un concurso de redacción interescolar. Voy a un instituto cercano a la plaza Molina, me someto a la tortura impresentable de escribir con tema fijo y extensión fija a esa edad y reniego al salir porque a mi amigo Toni Monné, que encima escribe y dibuja mucho mejor que yo, le ha tocado algo así como el vuelo de las gaviotas, mientras que a mí me han pedido que describa una fábrica. Nos despedimos en el portal de casa.

Sale del ascensor la tía Ana Mari. La tía Ana Mari nunca viene a casa un sábado por la mañana. Ahora no sé si es por la edad o por la época, no sé qué clase de rotundidad tenían las rutinas de entonces, pero supe interpretar su presencia como señal inequívoca de que algo malo estaba ocurriendo. “Ah –me dice–. Estás aquí. Hay un poco de lío en casa. Tu hermano ha empeorado un poco.” Yo creo que cuando me dijo eso Manuel ya estaba muerto y ella lo sabía. Tal vez pensó, con acierto, que no le correspondía a ella darme la noticia.

Entro en casa con mis llaves. En el cuarto de la sonda hay dos camas. En una yace él. En la otra, sentados como si se tratara de un sofá, algunos amigos y familiares. Me siento con ellos. Entre ellos. Miro a Manuel. Manuel no se mueve, pero eso no es ninguna novedad. Está un poco pálido, pero es que lleva meses así. La novedad, la verdadera portadora de la noticia, es la sonda. La puta sonda, que no hace ruido. No me atrevo a preguntar nada a nadie. Mi madre aún no sabe que estoy de vuelta en casa. Mis hermanas no me han visto. Clavo la mirada en la sonda, como si mis ojos pudieran poner en movimiento el émbolo. Está muerto. El émbolo está muerto, Manuel está muerto. Creo que incluso exclamo: “¡Ah!”, no como una manifestación de dolor, sino de comprensión repentina. Por lo menos, me da la sensación de haberlo hecho y esa sensación me acompaña hasta el momento en que escribo esto, treinta y seis años después. Quizá por eso he asimilado siempre el conocimiento y la perplejidad. La interjección “¡Ah!”, mascullada entre dientes, me sigue pareciendo un compendio de la sabiduría humana.

Y ahora sí, ahora vamos a hablar de ese verano. Hay otro amigo del colegio. Este se llama Carlos. Maleamos un poco juntos, pero tampoco gran cosa. Fumamos los primeros canutos. A veces para volver del cole a casa caminando seguimos la ruta de los puticlubs de la zona. Abrimos la puerta de golpe, gritamos cosas horribles y salimos corriendo para que no nos muela a palos el chulo del local, cuya existencia ni siquiera nos consta. Es probable que no haya nadie, o que el arma más peligrosa a la que podamos enfrentarnos sea la escoba de alguien que adecenta el local para la noche incipiente. Carlos tiene en casa una serpiente pitón. No es broma. Una bestia de más de dos metros, más gruesa que nuestros brazos. El padre de Carlos trabaja en el csic, creo. O en un laboratorio. El caso es que lo tiene fácil para llevar a casa de vez en cuando unos hermosos ratones blancos de laboratorio. Es el menú favorito de la pitón. Sé que la pitón tiene un nombre y creo que si me estrujara el cerebro podría recordarlo, pero ahora no es momento. Si quieres, en cambio, te puedo contar que levantábamos los no sé cuántos kilos que mantenían en su sitio la tapa del terrario, sosteníamos en lo alto el ratón por la cola y lo dejábamos caer. Para entonces la serpiente estaba ya enrollada como un muelle, se tensaba de repente y yo creo que el ratón no llegaba ni a tocar el suelo del terrario. Podría adornar el recuerdo con el previsible (perdón, preaudible) crujido de huesos del ratón; estoy seguro de que se producía, pero me lo dicta la lógica, no la memoria. La serpiente se traga el ratón entero y durante un rato vemos cómo se va abultando el cilindro de sus músculos a medida que lo absorbe hacia el interior de su aparato digestivo. Es fascinante, pero tenemos catorce años; nos aburrimos pronto.

Al llegar el verano obtengo un milagroso permiso para pasar quince días de vacaciones con la familia de Carlos en Playa San Juan, Alicante. No sé muy bien cómo funciona el asunto. Sé que pido permiso a mi madre y me llevo una sorpresa gigantesca cuando me lo concede. Nunca, hasta hoy, me había parado a pensar que tal vez fuera un acuerdo pactado de antemano entre las madres; acaso un ofrecimiento de la madre de Carlos, a la que adoro, para aliviar las comprensibles tribulaciones de la mía. En fin, ni siquiera recuerdo el viaje, que debimos de hacer en coche, quizá en el Seiscientos de la madre de Carlos, color crema.

Mi primer recuerdo de ese verano implica un derrame líquido y un juego de palabras involuntario. Ignoro qué diabluras estamos haciendo con Carlos en el cuarto de baño, pero el caso es que reventamos una tubería y empieza a salir agua a chorro. Solo que en esa época nadie dice “a chorro”, “a borbotones”, ni nada por el estilo. Empieza a estar de moda la expresión “por un tubo”. Eso es un auténtico relevo generacional: de “cantidubi” a “por un tubo”. Quizá por eso, cuando Carlos sale del baño gritando que sale agua por un tubo su madre ni siquiera se levanta de la tumbona y se limita a preguntar que por qué tubo. Inundamos el baño, pero es el recuerdo más inocente que tengo de esos quince días.

Carlos tenía una novia new age. Esa etiqueta ha significado muchas cosas distintas desde entonces, pero en la época no había confusión posible: llevaba zapatitos de cuadros blancos y negros, con tacón mediano; minifalda de tubo superglam, pelo corto engominado. Entre las muchas injusticias que mi memoria ha cometido en la vida, brilla en lugar destacado haber olvidado el nombre de esa chica. No intentaré compensarlo otorgándole ahora uno ficticio. No: seguirá siendo para siempre la novia new age de Carlos. Y la novia new age de Carlos tenía dos cosas muy importantes: un hermano mayor punki, y tal vez un poco yonki, que sabía donde conseguir “cosas” y también era un gran especialista en mirar para otro lado; una amiga vasca y hippy que se llamaba Aintzane y que, a falta de una verdadera pasión, tuvo a bien hacer el mismo cálculo matemático que yo: éramos dos chicas y dos chicos y una pareja ya estaba armada… A Aintzane le olía la boca a fresas aunque llevara meses sin comer fruta y le sudaban las manos hasta dentro de una nevera. Ahora me da por pensar que llevaba en la mochila de su experiencia adolescente algunos pedruscos de tamaño y peso exagerados, pero ante mí se presentó solo con una estricta exigencia hedonista. Divertirse no era suficiente. Había que pasarlo de muerte. A todas horas.

Sé qué pega le pondría a un alumno que viniera a contarme esta historia: el dinero. ¿De dónde salía la pasta? ¿Quién pagó esos quince días de excesos? De acuerdo, tal vez mi sensación de que consumíamos anfetaminas a todas horas incluya la clásica magnificación cuantitativa de la memoria. Y, sí, puede que no en todas las ocasiones recurriéramos al vino para tragarlas, con la ilusión de que así tardarían menos en hacernos efecto. Pero, desde luego, ambos extremos son ciertos incluso si se relativiza su aspecto cuantitativo. Tomábamos anfetas con Ribeiro y no sé quién lo pagaba. Voy a tener que hablar con Carlos.

En una novela, una de las maneras más fáciles de conceder una evolución importante a un personaje es hacer que él mismo se dé cuenta. Que lo manifieste. Una epifanía: de pronto, un suceso, una revelación prodigiosa, un peligro apenas esquivado por milímetros, algo hace que nuestro protagonista vea su pasado con una luz nueva, tome consciencia de cómo han cambiado las cosas y se enfrente a las decisiones inevitables. Yo volví de Playa San Juan sin entender qué había pasado. Ni puta idea. Era muy divertida aquella vida. Y daba mucho miedo. Si ahora encontrara el modo de explicar que en aquel momento (tal vez en el tren de vuelta a casa, por poner un ejemplo obvio) entendí que esa dicotomía iba a alumbrar para siempre mi existencia, que las distintas graduaciones de la felicidad durante el resto de mi vida estarían para siempre relacionadas con mi mayor o menor capacidad de resolver satisfactoriamente la insoportable tensión bipolar que se establece entre el miedo y la irresponsabilidad, entre el descubrimiento y la convención, entre el paso de menos y el resbalón de más, se me podría acusar de “hacer literatura” en el peor de los sentidos. (Según mis códigos, el peor de los sentidos, en ese territorio, siempre identifica excesos de solemnidad y grandilocuencia.) Sin embargo, creo poder decir con relativa honestidad que sí creí entender en algún momento que me iba a tocar escoger. Y que ninguna de las opciones a escoger incluía la noción del regreso. Ya no iba a ser un niño bueno. Lo digo como si siempre hubiera estado claro, pero todavía hoy me cuesta aceptarlo: hay un bicho cabrón dentro de mí que quiere ser un niño bueno. Y otro, más ingenuo, mucho más soñador e irrealista, que quisiera ser lo que acaso Aintzane hubiera deseado: el irresponsable más divertido del mundo. Han pasado casi cuarenta años. Finjo que no tomé una decisión. Hago ver que no me he atenido siempre a ella. Pretendo haber aceptado que la vida escogiera para mí un papel que he representado con la mayor dignidad posible: el hombre de la casa. Aunque vengo de una casa en la que los hombres mueren pronto. Poblada de mujeres más fuertes que cualquier hombre. ~

 

 

 

 

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(Barcelona, 1964) es escritor y traductor, obtuvo el Premi Llibreter 2004 con Mentira (Edhasa).


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