Una guerra justa e injusta

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En tiempos de guerra se ponen a prueba la claridad y la independencia de nuestro pensamiento. Esto no significa que nuestra solidaridad con alguno de los bandos implique el derrumbe del pensamiento claro e independiente. Todo depende de quiénes son los contendientes y de si sus acciones pueden ser justificadas adecuadamente. Por supuesto, hay guerras en las que sentimos un apego porque el propio país o la gente o la visión del mundo forma parte del conflicto; pero la identidad no es guía suficiente para la lealtad, porque esta puede expresarse de manera legítima de varios modos. Los entusiasmos y los compromisos previos no dan cuenta de la historia completa: el desarrollo mismo de la guerra debe influir en el propio juicio. El desacuerdo no es una traición, por lo menos en una sociedad decente. El disenso, cuando se trata de asuntos de vida o muerte, puede concernir a aquellos que se ocupan de la moral, pero no a aquellos que se preocupan por la justicia. De hecho, cuando hay un abrumador consenso a favor de una guerra, uno debiera llenarse de temor anticipatorio, porque por lo común significa que no se tomarán en cuenta las consideraciones empíricas o éticas. La historia de la fiebre guerrera no aporta nada recomendable. Incluso una guerra justa debe ser apoyada sin fervor.

Una guerra contra Hamás no es una guerra injusta. Hamás ha fallado en todo, excepto en asesinar. Su estrategia toma como blancos a los civiles: a los del enemigo y a los propios (en tanto que la brutal respuesta del enemigo forma parte de sus cálculos, según los cuales, mientras peor, mejor). La insensibilidad de Hamás ante los sufrimientos de los palestinos es increíble. Un manual de combate de la Brigada Shejaiya de Hamás ordena a sus guerreros desplegarse en áreas densamente pobladas porque “los soldados y comandantes deben limitar el uso de armas y tácticas que produzcan daños y causen bajas innecesarias o daños en construcciones civiles”, pero añade que “la destrucción de viviendas civiles” es de gran ayuda para la causa porque “escala el odio de los ciudadanos contra los atacantes y convoca a los civiles en torno de los defensores de la ciudad”. Este plan para la carnicería palestina no es menos repugnante que los misiles y túneles diseñados para la matanza de ciudadanos israelíes. Son monstruos. Pero la población de Gaza no lo es; y confieso que soy incapaz de sentirme satisfecho, en el análisis de la responsabilidad en esta guerra, con la aseveración, incontrovertible, de que la muerte de palestinos no combatientes en Gaza, a manos de Israel, es uno de los objetivos de Hamás, circunstancia esta que absuelve a Israel. Una provocación no quita la responsabilidad de cómo responde uno a ella. Por esta razón, la guerra me ha llenado de una inquietud que, a pesar de mi empatía racional con la posición israelí, no cede.

Creo en el razonamiento filosófico y lo he seguido respecto de las acciones de Israel. Sé de la asimetría en los recursos de guerra, y conozco la teoría de la guerra justa, y del criterio de proporcionalidad, y el principio de doble efecto y todo lo demás. Me complacería que esta deliberación pudiera vindicar a Israel. Pero mi corazón no está en ella (aquí, en estas palabras). No sé cómo operar la aritmética de la conciencia. Oficiales, en Gaza, dicen que hasta el momento en que escribo este artículo han muerto 1,834 palestinos. Un vocero de las Fuerzas Armadas de Israel dice que han muerto “aproximadamente novecientos militares en combate”. Eso deja cerca de novecientas muertes civiles. ¿Es esto aceptable bajo doctrina alguna? ¿Es algo así como “cortar el césped”? ¿Qué concepto pudiera, sin temor a equivocarse, prescribir que, cuando haya tres agentes de Hamás en una motocicleta, en una escuela donde la gente hace fila para recibir alimentos, debe jalarse del gatillo? Si es posible identificar a los villanos, también se puede identificar a la población. No hay concepto alguno que pueda justificar el asesinato de niños. Ni siquiera Satán ha podido urdir una venganza adecuada por la muerte de un niño. Estoy sorprendido por la magnitud de la indiferencia del mundo judío ante el costo humano de la defensa israelí contra los misiles y los túneles. He recibido algunos correos lunáticos por su falta de compasión. De acuerdo con una encuesta del Instituto Israelí por la Democracia, el 95% de los judíos israelíes cree que la guerra de Gaza es justa. Y es fácil ver por qué: la defensa propia es también una obligación moral. Pero solo el 4% piensa que el ejército israelí ha usado una fuerza excesiva. Esto me incomoda. La unanimidad, o su cercanía, no es garante de la verdad. ¿No se ha empleado una fuerza excesiva en ningún momento?

Hay dos modos de interpretar mi inquietud. El primero, un rumor de la derecha, es verla como una ruptura de la solidaridad, como un traspié en tiempos duros. El segundo, un rumor de la izquierda, es ver la inquietud como complacencia moral, como astuta forma de complicidad con aquello que deplora. Huelga decir que no me percibo a mí mismo como un traidor o un peón. No es repugnante que Israel se defienda; es, para los estándares de la experiencia histórica judía, estimulante; pero algunas de las cosas que Israel lleva a cabo para defenderse son repulsivas. ¿Es nuestra identidad tan frágil como para que ni siquiera pueda plantearse esta complicación?

Hay otra razón para insistir en una actitud más humanitaria hacia los palestinos. Una razón política. Y es que los palestinos no son Hamás. Uno de los objetivos de Hamás en esta guerra ha sido salvar su suerte, creando la impresión de que es representativa de su pueblo –y en esto ha tenido cierto éxito–. Los errores diplomáticos norteamericanos, junto con la aspereza y la virulencia de la oposición a Israel en Europa, han enturbiado un entendimiento preciso de la relación de Hamás con el pueblo palestino. Antes de la guerra, Hamás era impopular entre los palestinos, incluso, o especialmente en Gaza: las miserias de Gaza difícilmente son atribuibles solamente a la política israelí. Ahora, los túneles y los arsenales de Gaza han sido desmembrados, pero el viejo problema subsiste. Israel tiene una estrategia para la guerra, pero no para la paz. Después de la Operación Barrera Protectora, la noción, de moda recientemente, de que no hay necesidad de un proceso de paz, es absurda. La destrucción de Hamás es un interés común de Israel y de los palestinos, pero el único modo de hacerlo es lograr la paz con Mahmud Abbás. ~

 

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Traducción de Julio Hubard.

Ambos textos se publicaron originalmente

en The New Republic.

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(Brooklyn, 1952), crítico, editor y, desde 1983, editor literario de The New Republic. Es autor de Kaddish (Vintage, 2009), entre otros libros.


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