El mundo es testigo de cómo van desapareciendo, entre muchos intelectuales, cualidades como la lucidez, la coherencia moral y la rectitud. El afán de alcanzar y aferrarse a un poder irrisorio, las estrategias de promoción y otros señuelos no son cosa reciente; pero los escritores de hoy se dejan seducir más que nunca por el canto de esas sirenas. Hace casi medio siglo, Julien Gracq escribió: "Desde hace algunos años, la literatura ha sido víctima de una extraordinaria maniobra de intimidación por parte de lo no literario y de su representante más agresivo". En esa frase, Gracq aludía a los mecanismos que transforman el mundo de la creación literaria ese sostén de lo que el espíritu tiene de excepcional y único en un objeto de poder al servicio de la maquinaria mercantil. Sólo algunas obras renuentes a la erosión del tiempo revelan que sus autores afrontaron ese desafío: el de proponer al lector textos que viven por sí mismos, y no en virtud de un objetivo que les resulta ajeno.
Este 2001, Michel Leiris cumpliría cien años. La coincidencia de fechas nos hace recordar su personalidad y el rasgo más vigoroso de su trayectoria: cuando uno escoge ser escritor, vida y obra se confunden. No se trata de alejarse del mundo ni encerrarse en la proverbial torre de marfil; la presencia del escritor debe corresponder al trabajo de creación artística. Acometer la escritura es integrar el mundo a uno mismo y volverlo algo propio. Leiris, hoy considerado un clásico contemporáneo, quizá debido a su intransigencia, no conoció el purgatorio de tantos escritores del siglo XX. La trayectoria vital, las preocupaciones políticas, la profunda coherencia de su obra y su conducta y su pasión por la escritura hicieron de él un personaje extraño y perturbador. Antidemagogo por excelencia, permaneció fiel a algunas ideas rebeldemente filantrópicas que hoy parecerían un lugar común; también poseyó una mirada filosamente crítica, siempre mostró devoción por una literatura desprovista de artificios y más de una vez sus reflexiones alcanzaron la clarividencia. Todas esas características de su personalidad fueron resultado de unas ganas de vivir, una honradez y una perseverancia inusuales.
Leiris nació en 1901 en el seno de una familia burguesa de la rive droite de París. Su padre, hábil en el manejo de capitales, fue el artífice de algunas fortunas. La educación del joven Leiris se caracterizó por resultados mediocres en el seno de prestigiosos colegios y por una fuerte inclinación artística. La música y sobre todo la ópera, las artes plásticas en plena revolución y la lectura fueron las principales actividades del joven Michel. Para él, como para muchos, la Primera Guerra Mundial significó un parteaguas en su vida. Demasiado bisoño para ser llamado a las armas, Leiris vivió una adolescencia atormentada por bombardeos lejanos y desfiles de "descabezados", como llamaban los franceses a los numerosos heridos y mutilados del conflicto. Más que la guerra, el final de la contienda lo marcó de manera indeleble: la fiesta eterna de los jóvenes, ávidos de recuperar el tiempo perdido; el jazz que habían traído las tropas estadounidenses, y la ansiedad que acompañaba a ese nuevo ritmo (ante el que Leiris sucumbió); el despertar sexual; la iniciación a la bebida. Y sobre todo el conocimiento de otros artistas que pronto se convirtieron en cómplices suyos.
Para entonces, Leiris deseaba ser poeta y conoció a muchos escritores. Raymond Roussell, por ejemplo, era un visitante asiduo de su casa. Mientras todas esas inquietudes se apoderaban de él, el incumplimiento de los deberes escolares lo alejó de los estudios superiores y lo condujo a tomar un empleo. Ello le permitió disfrutar de su juventud con mayor libertad. También en esa época surge la amistad con Max Jacob y André Masson, quienes se convirtieron en sus padrinos artísticos. Si Max Jacob guió sus primeros pasos, el pintor Masson resultó su primer interlocutor: el estudio de la rue Blomet, lugar mítico de la cultura francesa del momento, se convirtió en el punto de encuentro de los inquietos que conformaron el grupo de los surrealistas. Breton, Aragon y Soupault lanzaron la revista Literature, y poco después, en 1924, llevaron a cabo "la revolución surrealista". Michel Leiris se embarcó entonces en esa aventura intelectual y artística, que tanta influencia tuvo en la cultura mundial.
Compartió con sus jóvenes amigos un violento repudio a "los valores hipócritas de la sociedad occidental", y ese sentimiento lo acompañó a lo largo de su vida. Todavía joven, Leiris se acercó también a la antropología y, en virtud de ese interés, Marcel Griaule lo nombró secretario archivista de la misión diplomática en Dakar y Djbouti (1931-1933). A su regreso, en 1934, publicó Afrique fântome, escrito a partir de la gran cantidad de notas que tomó durante ese viaje. Desde esa fecha se desempeñó como etnólogo y miembro del Museo del Hombre, donde conservó un gabinete hasta mucho después de su jubilación.
Otra gran amistad lo unió a Georges Bataille. Gracias a esa relación, Leiris liberó su pensamiento y rompió con el grupo surrealista. Comenzó entonces a trabajar en la revista Documents animado por Bataille, y fundó con él y con Roger Caillois el Colegio de Sociología. Leiris vivió intensamente el periodo de entreguerras, ese momento brillante y efervescente de la actividad intelectual en Francia. En los años veinte publicó algunos poemas y su única novela, todavía bajo la influencia del surrealismo: Aurora. Más adelante, ejerciendo la autobiografía, Leiris marcaría de manera profunda la literatura francesa, como si su trabajo hubiera obedecido a una investigación antropológica en la que mezcló la observación del yo con el estudio científico de su contrario, desde el punto de vista humano: las sociedades primitivas en las que lo irracional tiene un valor sagrado. A mediados de 1930 se dedicó por completo a su carrera de etnólogo y a la literatura.
La política resultó otra actividad que tanto su personalidad como la época lo impulsaron a desempeñar. Leiris fue antifascista desde el primer momento, un anticolonialista convencido, a partir de 1941, y durante la ocupación alemana formó parte de la red de resistencia conocida con el nombre de "Museo del Hombre". Luego fundó la revista Les temps modernes junto con Sartre, otro amigo cercano. Leiris nunca aceptó el mundo como tal: su honestidad le impedía sentirse satisfecho. Toda su vida se preocupó por el establecimiento de una justicia social. La revolución lo tentó, pero su pensamiento, siempre lúcido, le permitió descifrar la trampa de todas las ideologías; a sus viajes a China o a Cuba siguieron reflexiones en las que impera la duda. Firmó numerosas peticiones, tuvo una participación activa en mayo de 1968 y se opuso a la guerra de Argelia. Más que una adhesión, su inclinación hacia las causas políticas siempre fue motivada por un sentimiento justiciero y contestatario, una prolongación de su actividad poética en el transcurso de ese siglo atormentado. Michel Leiris murió en 1990, sin grandes ilusiones acerca del verdadero alcance de la etnología: "Para expresar mi sentimiento, en resumen, la etnología no sirve para nada, puesto que no cambia nada". A la literatura la consideró más una droga de uso personal que algo capaz de suscitar un cambio benéfico.
El rasgo más conmovedor de Leiris fue su gusto por lo irracional, quizás un rasgo común a sus contemporáneos. El interés por lo irracional está presente en casi todas sus actividades, tanto en los textos literarios (en sus autobiografías, a través del relato de sus sueños y sus fantasmas) como, cosa más rara, en las investigaciones que, en su oficio de etnólogo, realizó acerca de los fenómenos de posesión (entre la etnia africana de los dogons, o en las prácticas de ritos vudús en el Caribe). Percibió en ellos la manifestación de una fuerza semejante a la poesía pura. El espíritu del Rimbaud de la "Carta del vidente" no está lejos de la percepción leirisiana. La antropología no podía ser una disciplina opuesta a la poesía. Leiris manifiesta desprecio por un mundo europeo estrecho y rígido, al que conjura en los diversos géneros de su trabajo. También se interesó por el arte africano, del que se convirtió en especialista mundial. Su amistad con pintores como Masson, Picasso, Lam, Miró o Bacon le inspiró excelentes textos, pero su pluma resultó más ágil al describir los sentimientos que le suscitaba el arte primitivo.
La relación con Aimé Césaire y Wilfredo Lam lo marcó también; es conocida la violencia que ambos sostuvieron en sus obras contra la imposición del racionalismo occidental. Escritor, crítico de arte, etnólogo o figura política, Michel Leiris siempre rechazó el universo europeo, tan lleno de certezas y en ocasiones tan irrespetuoso frente a las maneras de pensar diferentes.
Las preguntas que se hacía lo llevaron a levantar verdaderos faros en el terreno literario: el ensayo corto De la literatura considerada como una tauromaquia enuncia las condiciones que percibe en la necesidad de escribir. En ese mismo texto se cuestiona: "¿Eso que sucede en el terreno de la escritura no carece de valor si sólo es estético, anodino, desprovisto de juicio?" Confería a la escritura un valor que va más allá del arte de embellecer el pasatiempo ajeno. Como reacción concibió la idea de ponerse al desnudo: buscó hacer de sí mismo "el rumor de los grandes temas de la tragedia humana". Leiris decidió entrar en escena y reconstruir su pasado en un texto literario, distanciado del diario íntimo o el libro de memorias: la versión de su vida debía estar libre de misericordia, exageración o pudor fingido.
Comenzó la redacción de La edad de hombre luego de varias sesiones de psicoanálisis, y a partir de entonces concibió la escritura como un medio de adentrarse en sí mismo en busca de datos humanamente esenciales. A veces el afán de lucidez llegó a altos niveles de crueldad: "Quisiera caer enfermo a fuerza de sinceridad. Dar el ejemplo único de un hombre que, en resumen, rara vez se ha ilusionado consigo y que, como nadie, ha sabido verse a sí mismo". A partir de esos principios logró escribir La edad de hombre (1939) y luego cuatro volúmenes que constituyen La regla del juego, título que anuncia a un espíritu lúcido en busca de la conciencia del mundo; en Bifures (1948), persiguió el lenguaje para sorprenderlo y forzarlo, para interrogar esa herramienta y encontrar sus límites; en Fourbis (1955), siempre concentrado en el personaje del autor, subrayó la presencia de la muerte, narró sus pasiones amorosas e incluyó, una vez más, las dos grandes figuras leirisianas: Lucrecia y Judit; en Fibrilles (1966), quiso participar más en la política y en la lucha por un mundo mejor de ese afán sobrevino una caída que lo condujo a un intento de suicidio; Frêle bruit (1976), el más literario de los cuatro, resultó un espacio de creación en el que los recuerdos se alternan con textos poéticos.
Esos casi treinta años de escritura autobiográfica permanecen como un momento único en la literatura francesa del siglo XX. En esos textos donde el personaje se confunde con el narrador, quien a su vez se confunde con el autor, la identificación con quien lee supera el poder de las obras de ficción: la dimensión del drama personal hace que resuenen los sentimientos en una escala muy cercana al universo del lector. Entre la confesión y el psicoanálisis, quizás en esos libros haya una voluntad de redención o justificación. Pero, sin importar el impulso secreto de la suma autobiográfica, esta obra brilla por sus cualidades literarias y por la exigencia de su postura radical.
Fiel a sus principios, desde el comienzo Leiris expuso sus debilidades y persiguió una búsqueda interior. Su arte poético se desarrolló junto con el aprendizaje de la vida. Llevó a la práctica su ambición de los años treinta: "Sólo veo en el uso literario de la palabra una manera de afilar la conciencia para vivir plena e intensamente". Su evolución lo condujo a reconocer un desengaño cercano al fracaso. Pero la literatura es más recorrido que meta, más impulso que realización. La sinceridad y la calidad de los textos de Leiris revisten su obra de un valor que sobrepasa el de algunos escritores que primero buscaron el honor y la recompensa. Leiris sabía que, en una participación tan activa en el mundo como es la literatura, existe una posibilidad de encarar lo inadmisible de la condición humana. Tras el peligro de exponer lo más íntimo de sí mismo, Leiris adoptó una frase de Stendhal: "El valor es la única virtud ajena a la hipocresía". – Traducción de María Virginia Jaua Alemán