El problema de ignorar los problemas

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En sus apuntes sobre El signo de la cruz, la película de Cecil B. DeMille, Borges acusa al célebre director de ignorar “con perfección que la reconstrucción de personajes tan remotos como los mártires cristianos circenses y sus perseguidores romanos debe ser un problema. No recurre a la tentativa de comprensión ni al voluntario anacronismo: le basta con disfraces, con leones, con barbas postizas, con himnos luteranos y letra gótica. El único minuto defendible de esta cargosa producción es el del gato negro paladeando la leche apariencial del baño de Claudette (Popea) Colbert. Por primera vez en su carrera obesa de triunfos, DeMille parece sospechar un problema (el de persuadir a su público de que esa cándida superficie es realmente leche) y resolverlo con alguna elegancia”. Podríamos, desde luego, pensar en muchos otros casos en que se hace indispensable sospechar a tiempo el problema específico que se tiene delante para poder resolverlo, y de preferencia con alguna gracia. El montaje de una exposición,1 en particular de una que busque reconstruir (o tan solo repasar) un período más o menos remoto de la historia del arte, es uno de ellos. Claramente, no basta con poner las obras de arte a la vista del público, porque incluso las obras más capaces, ya lo decía el filósofo Nelson Goodman, pueden funcionar2 a medias, o no funcionar en absoluto: dejando a los espectadores por completo indiferentes. La culpa de que la obra no consiga activarse, pensaba Goodman, recae a menudo en los propios espectadores que no le dedican el tiempo suficiente (la paciencia es necesaria para obtener una percepción más penetrante, para que surjan conexiones y contrastes y para que la obra realmente logre repercutir en la experiencia). Pero es de temerse que las más de las veces obedezca al hecho de que el museo (o la galería o la sala) en cuestión no atina a sospechar el problema pertinente y se queda, por tanto, corto a la hora de persuadir a su público de que esas obras, que ahora merecen su indiferencia, vis-
tas desde otro ángulo, podrían funcionar.

Esta, me parece, es la piedra con la que el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (muac) tropieza con frecuencia. Hay quienes piensan que esta institución debería asumir más a fondo la tarea –tan ampliamente desdeñada– de exhibir la obra de los artistas de mediana trayectoria3 que viven o trabajan en México (digamos: Teresa Margolles, Santiago Sierra, Pablo Vargas Lugo, Damián Ortega, etc.), y podría ser, pero sin abandonar por un momento la tentativa de trazar –como ha venido haciendo hasta ahora– una posible genealogía del arte contemporáneo, a partir de la revisión de ciertas prácticas artísticas de los años sesenta y setenta (años fundacionales), a las que, hay que decirlo, no hemos prestado particular atención en México.

En ese sentido, su programa ha resultado impecable. Al acierto inicial sigue, no obstante, la desazón: parecería como si la simple intención de mostrar la obra de artistas de indiscutible relevancia dispensara al museo de nutrir sus exposiciones de la adecuada sustancia museística. Después de todo, el problema aquí no es tan distinto del que ignoró con perfección DeMille: se trata de un ejercicio de reconstrucción (o por lo menos de reconsideración, cuando no de franco rescate). Y, desde luego, poco sentido tendría intentar reconstruir mecánicamente determinados detalles anecdóticos, si no se busca, sobre todo, descubrir las tensiones profundas, las circunstancias que dieron pie a ciertas expresiones (y no a otras), que todavía resultan, para muchos, extrañas y difíciles de digerir y de acoger. Es cierto que algunas obras de arte, por sus cualidades intrínsecas, desatan inevitablemente su “funcionamiento”; pero es claro que hay otras a las que es necesario dar cuerda para que se echen a andar.

Un conocimiento del contexto no solo es deseable sino esencial cuando lo que está en juego es un arte que ha renunciado al “espejismo” de un objetivo final, de un objeto perfecto, para poner en cambio de manifiesto, como sugería el crítico Jean Starobinski, “el camino mismo”. Ese camino no puede ser entonces simplemente soslayado: hay ahí una especie de nerviosismo, un deseo de romper, de singularizarse, que necesita ser de algún modo puesto de relieve a la par de las obras. Ya en la exposición de Félix González-Torres se hacía evidente la falta de cuidado al dejar las obras así: tan a la intemperie (las salas del muac, con sus proporciones góticas, no pueden en definitiva más que cobijar lo inmenso: de ahí que la obra de Meireles saliera tan airosa. Fuera de eso: solo las cámaras de video, omnipresentes, parecen resistir tanto concreto). ¿Cómo podríamos culpar al que, si tener una base sólida para sus impulsos interpretativos, ve en una cama de lustrosos caramelos nada más que un simple decorado?4 Y lo mismo se repite ahora en Ergo, materia. Arte povera, una muestra antológica del grupo de artistas italianos cuyo afán de llevar el arte a una zona donde el proceso y la experiencia importaban más, como ya decíamos, que el producto acabado (lo cual suponía un interés particular por lo efímero, por el tiempo del gesto y por el uso de materiales modestos), dio como resultado un arte tan sin pulir, tan llano, que se ganó de inmediato el apelativo de “pobre”. Luego, exponer a los poveri debe ser un problema, pues se está frente a un arte que, entre otras cosas, rehuía la veneración petrificante de las obras de arte, lo cual iba naturalmente acompañado de un desprecio por las formas convencionales de exhibición (era su propósito privar al consumidor de arte de sus cómodas certezas).

Exhibir, por tanto, estas obras a la manera de siempre es un contrasentido grave, que se presta, además, a gran confusión: ¿este arte debería concernirnos? ¿Cómo? ¿En qué? De nuevo: ¿culparíamos a quien una manguera en el suelo (que solo se vuelve un “purificador de palabras” para quien tiene “la llave”) lo deja indiferente? Y no hablamos, por supuesto, de que se busque revelar una verdad histórica; nada más lejos de eso: simplemente se trata de procurar los elementos que permitan el surgimiento de conexiones que pongan a funcionar a las obras y no, como ocurre en este esbozado montaje, que su sentido se adelgace, se debilite, hasta casi desaparecer. Situación que, por cierto, se busca atenuar con un pequeño folleto que se regala a la entrada (o con los catálogos, cuyos precios son muchas veces prohibitivos) y con la asesoría voluntaria de un grupo de jóvenes bien intencionados que salen a nuestro paso solo para dejarnos aún más ofuscados (lo peor es cuando nos incitan a formarnos una opinión personal: “¿usted de qué le ve cara a esto?”, esto siendo, por ejemplo, la Estructura para hablar de pie, de Michelangelo Pistoletto).5 Al final, como creía Borges, quizás hubiera sido preferible una torpe resolución del problema a ignorarlo por entero. Nadie dice que sea fácil, pero al menos cabría intentarlo. ~

 

 

 

 

1. Montaje en el sentido amplio de ajustar y coordinar todos los elementos en juego, sometiéndolos al plan general con el cual se pretende resolver el problema.

2. Una obra funciona, nos dice, cuando informa la visión; no en el sentido de dar noticia, sino de “formar, reformar e incluso transformar la visión”.

3. Esto es, los que hace mucho dejaron de ser emergentes pero todavía no son del todo consagrados.

4. Me refiero a la obra Sin título (Placebo) con la que González-Torres buscaba hacer efectiva la idea de que la obra “te da algo”, algo que tú te llevas contigo: un caramelo. Al mismo tiempo, se trataba de una obra destinada a desaparecer: “de este modo”, decía el artista, “yo abandono a la obra antes de que ella me abandone a mí”.

5. El muac debería poner más cuidado en la capacitación de sus voluntarios, que so pretexto de estimular la libertad de cada uno, lo que hacen es sumir en la incomodidad a todos los que, como advertía el teórico Jean Galard, no han terminado de (y a veces ni siquiera han empezado a) “sentirse disponibles para un diálogo posiblemente largo y difícil”.

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(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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