La razón recobrada

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Jorge Volpi es uno de los valores jóvenes de la narrativa latinoamericana actual. Autor de media docena de novelas, este mexicano obtuvo el Premio Biblioteca Breve en 1999 por En busca de Klingsor, que fue traducida a 19 idiomas. El fin de la locura es, por así decir, la versión novelizada de su La imaginación y el poder: una historia intelectual de 1968 (México, Era, 1998), meditación sobre ese turbulento año en que, por cierto, nació el propio Volpi. Ambos libros, pero sobre todo la notable novela, son un ajuste de cuentas con su pasado más inmediato, con un origen lejano ya pero aún vigente: 1968, año de la matanza de Tlatelolco, de las revueltas estudiantiles en París, momento cenital del estructuralismo y del Boom de la novela hispanoamericana. Los sucesos y protagonistas de esa gesta se deslizan imperceptiblemente hacia la historia, se endurecen, como si sus imágenes fueran convirtiéndose gradualmente en estatuas para un museo de la memoria colectiva del mundo intelectual latinoamericano: Lacan, Althusser, Foucault, Barthes, Che, Fidel, Cortázar, Paz. El fin de la locura es un esfuerzo por darles vida y a la vez un riguroso emplazamiento de los intelectuales latinoamericanos de entonces, incluidos, por supuesto, los novelistas, precursores inmediatos del autor. El logro de Volpi es guardar una distancia media ante esos individuos y acontecimientos, que aparecen simultáneamente como actuales y remotos, entelequias del recuerdo y agentes de la conciencia presente. Es más, yo diría que la firma de Volpi, el discurso de su método, es mantener esa distancia ante la historia, la realidad y las ideas —su tono es light, sin dejar de ser serio—.
     El personaje principal de El fin de la locura es Aníbal Quevedo, psicoanalista mexicano que vive el París de 1968 próximo a algunas de sus estrellas, como Lacan y Althusser, y a otros latinoamericanos como él que hacen turismo revolucionario en París y a veces en Cuba. Volpi muestra con mesurada dureza las contradicciones de éstos, que viven un exilio dorado sin mayores presiones económicas —muchos son niños y niñas de familias bien—, convencidos de que protagonizan el histórico cataclismo que echará abajo a la burguesía occidental y traerá a América Latina la tan ansiada simbiosis de independencia cultural, económica y política. Son utopistas burgueses ellos mismos, en busca de amos intelectuales y políticos: maestros del pensamiento que les den ideas y líderes a quienes adorar y seguir ciegamente.
     Quevedo vive todos los momentos decisivos y pasa por todos los rituales: viaja a Cuba, al Chile de Allende, y termina de vuelta en su país durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari. Se codea con Lacan y Althusser, cuyas trayectorias convergentes y divergentes se narran en detalle, así como la decadencia del último (uxoricida demente) y la cínica manipulación de sus crédulos adeptos y pacientes por el primero. Si bien la misión de Quevedo es dar con la clave que le permita fundir psicoanálisis con marxismo revolucionario —como muchos de sus correligionarios—, ésta se le oculta en su complicada y sinuosa relación con Claire, paciente y amante de Lacan, a quien persigue por todo el mapa revolucionario de entonces, inclusive la provincia cubana, donde ésta hace trabajo voluntario. La contrapartida de Claire es Josefa, mexicana fiel a Aníbal, confiable compañera y colaboradora que lo quiere a pesar (o tal vez a causa) de los desdenes y desaires que sufre.
     Los episodios más inverosímiles de El fin de la locura son aquellos en los que Quevedo es llamado a psicoanalizar al Comandante —a Castro, nada menos—. Improbables en todos sentidos —es dudoso que el jesuítico Fidel tenga vida interior que revelar—, estos pasajes son los más entretenidos y significativos de la novela. Castro encarna el poder arrebatado por vías revolucionarias: es el ideal que persiguen los revolucionarios ya hecho realidad. Lo que Quevedo descubre, por supuesto, es que no hay nada excepcional en El Jefe más allá de su descarada voluntad de poder. Más interesante resulta la sumisión y servilismo de sus seguidores, que confirman la lúgubre propuesta de Foucault de que lo que los humanos anhelan son amos que obedecer, no libertad. Esta es, por cierto, la idea central de El fin de la locura: al desplazarla a un pasado y una distancia que la hace analizable, la turbulencia revolucionaria revela no haber sido más que la renovación de los héroes y caudillos tutelares de siempre. La liberación de Volpi y del lector sería reconocer que todo fue una locura. El fin de la locura se refiere a la anagnórisis, al reconocimiento de que las ideas e ideales con los que se ha vivido son un amasijo de sinsentidos organizados por la hipocresía y la mala fe consigo mismo. El libro toma así del psicoanálisis que critica su idea fundamental: que la manera de exorcizar los demonios de la psiquis es expresarlos, darles realidad en el lenguaje. Pero el lenguaje de Volpi es todo menos lacaniano.
     La “locura” que Volpi exorciza y ayuda a los intelectuales latinoamericanos a exorcizar es la imitación servil del pensamiento y estética europeos. Al regresar a México, a Quevedo no se le ocurre otra cosa que fundar una revista llamada Tal Cual, copia de Tel Quel, para diseminar los textos e ideas del París del momento. Aquí la novela se convierte en sátira cruel. Pero no son sólo los latinoamericanos, son todos los “jóvenes” (algunos no lo son tanto) que se nuclean alrededor de las grandes figuras del pensamiento francés en busca de teorías todo-abarcadoras, de ideas maestras que, como el estructuralismo prometía, revelen que cada fenómeno forma parte de una gran combinatoria cuya manifestación más visible y asequible es el lenguaje. Por eso el “joyceanismo” de Lacan (pobre en comparación con el de Joyce mismo), el maridaje de lingüística y antropología en Lévi-Strauss, el marxismo revisionista de Althusser. Fue Lyotard quien le dio el escobazo definitivo a todo esto cuando proclamó la bancarrota de lo que él tildó de “grandes narrativas”, con lo cual se refería a los sistemas de pensamiento totalizantes y totalitarios derivados, sobre todo, de Marx. Volpi narra en El fin de la locura el desmoronamiento de esos cuentos, para reducirlos a su adecuada proporción.
     En lo referente a su propia narrativa, Volpi, como en libros anteriores, demuestra una maestría extraordinaria en el manejo de todas las técnicas novelísticas modernas, pero sin hacer alarde de ellas o exigirle mucho al lector cómplice que anhelaba la novelística del Boom. La novela es autorrefleja, el autor aparece inserto y vilipendiado bajo su propio nombre y figuran insertos documentos de diversa índole. Pero Volpi conserva la secuencia narrativa y es capaz de crear suspense: el final, que no voy a revelar, atrae al lector, lo arrastra y atrapa como en el mejor thriller.
     Pero no escapa Volpi, ni tal vez pretenda hacerlo, de aquellos maestros del Boom que, según se dice en El fin de la locura, escribieron “novelas tan extrañas”. La persecución de la elusiva y enigmática Claire por parte de Quevedo no deja de recordar la de La Maga por Olivera en Rayuela, y el contrapunto París-América Latina recuerda asimismo la novela de Cortázar, que fue también a su manera y en su momento un exorcismo de la locura, pero por elogio y encomio en su caso. Lo que Volpi ha abandonado, además del desorden narrativo deliberado de Cortázar, es el propósito mimético —más ingenuo por cierto que el de la novela realista— de presentarnos documentos y personajes a través de un discurso supuestamente en estado crudo. En El fin de la locura todo suena igual, tanto personajes como documentos, como si lo real se viera a través de una pantalla de gasa blanca: esa pantalla es la prosa de Volpi, siempre pulida, perfecta, desapercibible como una música de fondo. Es un susurro gratificante que le lima las asperezas a lo real. Tal vez sea esta la propuesta más osada de Volpi como novelista. Hacer que los personajes tengan personalidad lingüística, que los documentos suenen a documentos, son convencionalismos ya manidos, un querer hacerlos pasar por reales cuando sabemos que son parte de un libro de ficción. Volpi rehúsa crear un discurso denso, cuyas particularidades sean claves de significados más profundos, como en Freud y Lacan, o la novelística del Boom. ¿Será esto la marca de la posmodernidad y el cuño más valedero del post-Boom?
     Homero y Cervantes establecieron que hay dos argumentos básicos: la salida (La Ilíada) y el regreso a casa (La Odisea). El fin de la locura, como el Quijote, los contiene a ambos. Esa Q del apellido de Quevedo sin duda alude a don Quijote, y la A a Alonso Quijano, el bueno, en quien volvió a convertirse el demente caballero al final de su locura. Este trasfondo eleva la parada de la novela de Volpi. Vemos así en Claire a una Dulcinea y en Josefa una Aldonza Lorenzo, y nos damos cuenta de que la locura de Aníbal Quevedo tiene un contexto literario más amplio de lo que pudiera pensarse en primera instancia. Podemos entonces ver que los Amadises y Palmerines de Quevedo son Lacan y Althusser, que la conciencia, no sólo la latinoamericana, lucha contra su vocación reflexiva, mimética —contra la sumisión diagnosticada por Foucault—. La cordura posible es darse cuenta, que es lo que Volpi parecer querer hacer en El fin de la locura. Despertemos, como don Quijote, del sueño del conocimiento total, totalizante, totalizador, totalitario. Pero, ¿a qué? ~

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(Sagua la Grande, Cuba, 1943) es Sterling Professor de literatura hispanoamericana y comparada en la Universidad de Yale.


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