Los esperados cien de Nicanor Parra

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La vejez con sus alas de insecto ha llevado a Nicanor Parra a cumplir su siglo, asomado moái, contradictoria ráfaga de piedra, cuyo origen Nicanor prefiere en el misterio. Un siglo: tiempo que en el poeta corrió al revés: en su juventud, poemas melancólicos, bellos, a veces juguetones, que no implicaban necesariamente escepticismo y en su última madurez, risa, ya burla feroz: arma última del escepticismo ante un mundo atroz que repite errores y fracasos y levanta y desmorona los pasos en los que confió. Héroe del ocultamiento, como lo definió Harold Bloom, nunca un poeta dedicó tanta persistente energía a retener su poesía inicial –belleza, sentido musical, capacidad de exteriorizar sus emociones más íntimas– con la contención autocrítica que atrae las aguas de un río indagatorio, dispuesto a anegar lo normal aceptado y a salvar solo lo que una severa moral social y una lucidez que se ensaña con el propio poeta deja pasar por el filtro de la ironía. Pocos seres, pocas cosas se salvan de la mirada que expurga: la madre, la hermana Violeta, la naturaleza –mar, flores, mariposas, gatos…–, Gabriela, Huidobro, Neruda, Oyarzún, Juvencio Valle, Cruchaga Santa María, Lihn. Algunos amigos, algunos poetas, salvos en un momento –en los de impaciencia– son rozados por la ironía dentro del baile de costumbre, quizá “cumpliendo sus deberes de hombre contemporáneo”. Duros deberes que dividirán a sus lectores según el modo en que el escritor ve su problema: por un lado, tal como dirá en su homenaje a Neruda, “la plenitud del individuo es la resultante natural de su integración correcta a la lucha social”, y, por otro lado, poesía y antipoesía como la unión de los contrarios, para escándalo del lector tradicional. En Montevideo, cuando la cultura general pedía a todos los diarios páginas literarias, inicié una con un poema de Parra. Un escritor mayor, amigo hasta el momento, me cobró cuentas por tal provocación. Le recordé que Darío se había visto alguna vez acusado de introducir “una literatura aftosa”. Sin tanta vehemencia, muchos ven la poesía como un único blanco hacia el que deben confluir todas las flechas y a Parra como un arquero inepto. Esto de los arcos y las flechas nos acerca al pensamiento oriental; el taoísmo es una de las primeras cosas a las que acude Parra en pacientes explicaciones –junto con los protones y electrones que le sugiere su otra especialidad, la física–. Eso y los sofistas griegos, más que las tesis, antítesis y síntesis cercanas en el tiempo. Eso y la vida que, en su parte más injusta, soslayan los poetas que lo anteceden y algunos contemporáneos.

Federico Schopf, uno de los críticos chilenos que lo ha estudiado, señala que “la antipoesía no es un vanguardismo más, después de las vanguardias históricas” y yo agregaría: “dejando de lado alguna histérica”. Hay que asegurar que tampoco es un vandalismo más. Aquellas descreían de lo anterior. Parra no. Bautiza como antipoesía, lo que él quiere hacer,* según cuenta, como otro camino frente a la poesía, pero tradujo a Shakespeare, admira a Rulfo. Es cualquier cosa menos un dogmático, por lo cual gruñe ante cualquier mandamás, uniformado o embanderado. Se arriesga contra Pinochet, deja citas escritas de Borges y orales del olvidado Chocano. Yo no soy derechista ni izquierdista / yo simplemente rompo los moldes.

Cada tanto la belleza se fragmenta y reconstruye. Luego celebramos destrozos y restauraciones. Cada tanto la risa aparece donde quiere: en Heine o en Parra y el lector equivocado todo lo toma a broma. Pero en “Defensa de Violeta Parra” no hay risa. Otras páginas, donde esta no cabía, fueron escritas con sangre. Poesía y antipoesía tienen sus propios campos para opuestos estados de espíritu. Ambas son “vida en palabras”; la anti… “una lucha contra el logos”, libérrima, ya que todo lo anti implica tirar por la borda condicionamientos y marcos reductores, es la expresión natural de quien explica así su proceso de cambio radical: “los poetas trataban de encumbrarse lo más alto posible, la idea mía no es de volar sino de mantenerme en contacto con la tierra”. La poesía rara vez entró a la cocina, afirma. Exagera, pero entendemos. Aclara la inestable actitud de un poeta que sabe muy bien su retórica y que repasa el tema del proyecto mallarmeano del Libro Único (en forma de fascículos intercambiables) y recuerda los Discos visuales de Octavio Paz. Principio de identidad más principio de incertidumbre. Quizás no sea muy conocido un episodio de la vida de Parra: después de su arriesgado salto estilístico padeció una afonía de cuatro años. “A medida que me empezaron a aceptar [después de la publicación de Poemas y antipoemas], a medida que se dijo que esta manera de hablar era legítima, empecé a recuperar la voz.” Aquí y allá, una corriente de aires o de aguas puras traza el ser verdadero de Parra: una línea de respeto, que va de Rulfo a Guimarães Rosa a Macedonio Fernández, dentro de lo no chileno y ese asumir el ecologismo como la inaplazable tarea de todos. Quede eso y un mensaje: Jóvenes / Escriban lo que quieran / En el estilo que les parezca mejor / Ha pasado demasiada sangre bajo los puentes / Para seguir creyendo –creo yo– / Que solo se puede seguir un camino: / En poesía se permite todo. ~

 

 

 

 

 

 

*Ve en una vidriera Apoemas, de Henri Pichette, y piensa que antipoemas es más expresivo y lo adopta para el libro en que está trabajando: “dos objetos diferentes pero complementarios: los poemas tradicionales y enseguida este otro producto, estrambótico, más o menos destartalado, que se llama el antipoema”.

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