Memorias de un conspirador moderado

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El vendaval de diatribas que dejó el presidente Hugo Chávez, de paso por España al tiempo que en Venezuela la “investigación” del asesinato del fiscal especial Danilo Anderson —crimen repudiado unánimemente por todos los factores nacionales— regaba de cadáveres las calles y una obsecuente mayoría de diputados a la Asamblea Nacional aprobaba a toda máquina una punitiva ley de medios que suscita todo tipo de aprensiones entre los dolientes de la libertad de expresión, me ha llevado a pensar en Raúl Morodo.
     Morodo es el actual embajador de España en Caracas. Los despistados de siempre quizás aprecien poder enterarse también de que el embajador es autor de varios libros, entre otros uno de memorias políticas muy dignas de nota y cuyo título usurpa hoy esta página.
     La suerte de los libros, el cómo llegan a nuestras manos, será siempre cosa enigmática. En 2001, cuando ni el propio embajador Morodo podía imaginar que Venezuela estaba en su futuro, apareció el primer volumen, publicado por la editorial Taurus. Tan sugerente título, y unos fragmentos del mismo que aparecieron en el suplemento El País, me llevaron entonces a leerlo con sumo interés y placer, durante una estancia en Madrid.
     Raúl Morodo es catedrático de Derecho Constitucional en la facultad de Derecho de la Universidad Complutense. Fue fundador, con Enrique Tierno Galván, del Partido Socialista Popular y diputado por el mismo psp. También fue parlamentario europeo por el Centro Democrático y Social y embajador de España ante la Unesco y en Portugal. Entre sus libros cabe mencionar Los orígenes ideológicos del franquismo: Acción Española (Alianza, 1985), La transición política (Tecnos, 1993) y el libro de memorias políticas que ya llevo dicho, Atando cabos: memorias de un conspirador moderado (Taurus, 2001).
     Recusable como pueda ser la manía de trocear la Historia en “generaciones”, cumple hacer notar que el embajador pertenece a la generación que el uso periodístico de su país dio en llamar “de la transición”.
     Su libro recorre, a veces con verdadera delectatio morosa, los años del último trecho de la dictadura franquista, vísperas históricas del modo ejemplar en que la sociedad española desembocó en una democracia plena. El lector topa con pasajes francamente brillantes, en especial aquellos que expresan un atinado juicio de los caracteres. El perfil que Morodo traza de multitud de personajes de la vida política y cultural de la España de esos años cruciales, a izquierda y derecha del proverbial espectro político, es sencillamente envidiable, por lo que tiene de erudito, de experiencia vivida y metabolizada por un demócrata genuino.
     Notable en esto que destaco son los bocetos de biografía intelectual y moral que allí pueden leerse en torno a figuras como Enrique Tierno Galván, con quien Morodo fundara —ya lo dijimos— el extinto Partido Socialista Popular (psp), eventualmente absorbido por el psoe.
     Pero donde el talante moderado de Morodo resplandece es al escribir de adversarios formidables del socialismo y, hablando en general, de la democracia, como en su tiempo lo fueron el inefable Manuel Fraga o Torcuato Fernández-Miranda, catedrático que en una época fue consejero muy cercano a Franco.
     Las últimas semanas de 2004, de trepidante gira presidencial de Chávez por el extranjero, trajeron a Venezuela un inédito y letal terrorismo cuya autoría intelectual aún no ha sido señalada de manera cierta. So pretexto de esa investigación, se violaron derechos constitucionales fundamentales. El fin de año nos trajo también leyes de medios que no encuentran parangón en el mundo democrático actual, taimadamente concebidas y aprobadas en volandas, en medio de general consternación. Una reforma del Código de Procesamiento, aprobada con el voto salvado de la oposición en pleno, incorpora artículos que penalizan con grotescas penas de presidio la disidencia política. La hasta ahora inconducente investigación sobre el caso Anderson sólo ha producido excesos policiales con saldo de muertes violentas que para muchos activistas de derechos humanos configuran verdaderas ejecuciones extrajudiciales.
     Todo ello, pienso, ha de aportar valioso material al capítulo venezolano de las entregas por venir de las memorias del embajador Morodo.
     Nos va a gustar a todos leer lo que tenga que decir alguien como Morodo, quien fue en el 78 destacado constituyente español, coautor de una carta digna de estudio y emulación, sobre la observancia y el apego a las leyes bolivarianas con que el gobierno venezolano se conduce ante una amenaza tan sensible a la democracia española como es el terrorismo.
     Entre otras razones, interesa su parecer porque, en el último medio siglo, su país lo ha padecido en proteicas versiones: la de eta, la del integrismo islámico y, durante cuarenta años, la de Estado.
     Otro tema que ojalá sea digno de unas páginas es la manifiesta minusvalía del socialismo español que, hasta hace poco, fue paladín de la socialdemocracia de avanzada en la Europa “posmoderna” y que, con Rodríguez Zapatero a la cabeza del gobierno, se retrae, tan bobalicona como irresponsable y peligrosamente, a una solidaridad, digna sólo de hinchas de fútbol, con las formas más banales y letales del populismo. Y se hace anfitrión —merecidamente escaldado— de quien hizo escala en Madrid en el curso de un viaje cuyo destino verdaderamente anhelado era la Trípoli de los derechos humanos.
     No incurriré en la misma impertinencia del “compadre” venezolano de Rodríguez Zapatero. No soy ducho en política doméstica española y podría parecer represalia criolla el ponerme a jorungar, como aquí decimos, un avispero que es español y que sólo a los blancos peninsulares incumbe.
     Termino, más bien, citando un párrafo de un artículo del propio Morodo, aparecido en El País de Madrid, el 2 de febrero del año pasado. Se titula “Limitar un poder prepotente”. En él, el hoy embajador fustigaba, y con sobrada razón, las pretensiones de Bush respecto a Irak. Corrían días de multitudinarias manifestaciones en toda España contra la obcecada determinación de Aznar de tomarse una foto con Bush y con Blair en las Azores. Decía así: “Con diferencias, pero con similitudes preocupantes, esta situación recuerda lejanas etapas de entre las dos guerras mundiales. Aquellas que, doctrinalmente, iniciaron mistificadamente algunos teóricos germanos de ‘la revolución conservadora’ para justificar un Nuevo Orden y que, entre otros, Ernst Jünger y Carl Schmitt dibujaron literaria y jurídicamente: la movilización total, que dio base para el Estado total, la división radical de amigo-enemigo, como categorías maniqueas de fundamentación de la Política y del Derecho, el rechazo de posiciones intermedias y el decisionismo voluntarista frente a las limitaciones del Poder: desde el ‘ay, de los neutrales’, amenazador, al ya descarado ‘el Führer crea el Derecho'”. Bien dicho, digo yo.
     Una última curiosidad bulle en Caracas, la sardónica —y esperemos que también en La Moncloa—, y es la de saber de quién rayos fue la idea de esa invitación tan malhadada para el gobierno español. Ah, y del Honoris Causa complutense para el Máximo Líder. Pero esas cosas, desde luego, las contará el embajador sólo a sus íntimos y en confianza.
     O en sus memorias. –

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(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).


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