Así lo viví, de Luis Carlos Ugalde

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Casi un año después de que fuera destituido por el Congreso como consejero presidente del Instituto Federal Electoral, Luis Carlos Ugalde (ciudad de México, 1966) da su testimonio sobre la elección de 2006. Así lo viví es la historia del descalabro político y electoral más importante de la joven democracia mexicana. Es la historia, se ha dicho con agudeza, de una democracia sin demócratas. La narración, que fluye bastante bien a pesar de las cuatrocientas páginas del libro, comienza en 2003 con la desafortunada designación de los nuevos consejeros del IFE y termina con su destitución en diciembre de 2007. Sobre su nombramiento Ugalde reconoce: “Todo era informal, discreto, poco transparente. Lo escribo años después con plena conciencia de que yo mismo fui beneficiario de ese método (haberlo sido no me impide reconocerlo). Desde el primer día como presidente del IFE, padecí sus consecuencias, que dieron pie a la sospecha y a la descalificación. Ya intuía desde entonces que el método de negociación podría causar, tiempo después, estragos y conflictos.” La aceptación del cargo fue un pacto fáustico. Y los demonios de la política regresarían a su debido tiempo a exigir su parte.

 

Su designación, la actuación del IFE durante las enconadas compañas políticas, la jornada el 2 de julio, el PREP, la denuncia de fraude, los cómputos distritales y, finalmente, la calificación de la elección por el Tribunal Electoral están minuciosamente narrados en el libro. En realidad hay poco nuevo y ello, paradójicamente, constituye una victoria para Ugalde. Aunque el mito del fraude electoral perdura, no hay un relato creíble de cómo se habría llevado a cabo. A diferencia de esa otra elección referencial, la de 1988, en 2006 no hubo nada parecido a la “caída del sistema”. Hay un agravio electoral de los perdedores en esa contienda, pero no hay dos relatos, igualmente convincentes y documentados, de lo que ocurrió. La historia probablemente convalidará el de Ugalde. De ahí que el interés en el libro se haya centrado más bien en la revelación de que el día de la elección Elba Esther Gordillo, el presidente Fox y Felipe Calderón presionaron indebidamente a Ugalde. Muchos lo intuíamos, pero no lo sabíamos a ciencia cierta.

 

El libro también puede leerse de otra forma: como un testimonio de los errores institucionales y los desvaríos de la democracia mexicana. No sólo nuestra política está habitada por demócratas imaginarios, sino que su diseño institucional es inadecuado. De la lectura del libro se puede inferir que el “pecado de origen” del consejo que organizaría las elecciones en 2006 no se debió solamente a la miopía de los políticos en el Congreso. El mecanismo de selección partía –y parte aún– de una simulación. Se supone que los consejeros son “ciudadanos” imparciales y objetivos pero, en realidad, son propuestos y nombrados por los partidos políticos. Este perverso mecanismo está consagrado en la Constitución. Los partidos no eligen a ciudadanos imparciales sino a personas afines a ellos. Ello debería llevarnos a concluir lo obvio: los consejeros del IFE no son ciudadanos de a pie potenciados sino, simple y llanamente, políticos. Esto no es una descalificación. Y los consejeros, para triunfar, deben tener las dotes de los buenos políticos, entre ellas, una buena dosis de malicia. Sin embargo, la simulación impide este reconocimiento. Los consejeros electorales pretenden que no son políticos y que no los rige el mismo código de honor (o de deshonor) que a los políticos profesionales. Entre 1996 y 2003 el IFE funcionó bien gracias a la Fortuna. Al ser una institución nueva, los partidos políticos no habían sentido los dientes de la autoridad electoral y fueron cándidos en los nombramientos. Después de las dolorosas multas del “Pemexgate” y los “Amigos de Fox” no volverían a cometer el mismo error. De la misma manera, la clara diferencia de votos entre Vicente Fox y Francisco Labastida en 2000 facilitó que el candidato perdedor aceptara su derrota. Pero el IFE salió bien librado en esos años no porque su diseño institucional fuera adecuado (no lo era) sino por suerte. Así llegamos a creer que el problema central consistía en hallar a las personas adecuadas para presidir el IFE. Ugalde es muy generoso con sus compañeros consejeros, aunque algunos de ellos fueran claramente incompetentes. Reconoce con franqueza los errores de comunicación y organización que cometieron. El más importante de ellos, a mi juicio, fue que “no estábamos listos para el conflicto postelectoral”. Así, en medio de la tormenta reconoció que “en ese momento no importaban las reglas ni la certeza ni la verdad, sino las estrategias políticas”. Ugalde cita a una consejera que, en el calor de la refriega, le pidió que no atizara más el fuego: “si sólo nos reclaman por errores de comunicación y no de limpieza u organización, yo puedo vivir tranquila”. Sin embargo, los consejeros no eran burócratas; su responsabilidad no era técnica sino política.

 

De la misma manera, en el libro de Ugalde leemos que desde el comienzo del proceso electoral había exigencias de que el IFE fuera más allá de lo que la ley establecía para crear un “ambiente” de neutralidad, respeto y equidad. El problema fue aceptar esa imagen distorsionada de lo que demandaba la democracia y después tratar infructuosamente de acomodarla a través de acciones –como los exhortos, la tregua navideña, etcétera– que siempre se quedarían cortas y jamás acabarían por satisfacer una hambre desmedida de lo imposible. Los mexicanos hemos inventado una imagen ideal y equivocada de la democracia. Esa imagen ha alimentado falsas e irrazonables expectativas sobre las elecciones, los ciudadanos, los políticos y las autoridades electorales. Ha hecho creer a los mexicanos que las contiendas políticas deben ser debates universitarios ausentes de pasión política, normados por las buenas maneras y desprovistos de epítetos y ataques. También ha hecho que los ciudadanos se conciban a sí mismos como vírgenes vestales que deben ser protegidos diligentemente de información ofensiva o sesgada que altere la burbuja de neutralidad en la que deben habitar. Nos ha hecho creer que la equidad en las contiendas electorales es deseable y posible. Cuando esas expectativas quiméricas no se cumplen se produce el conflicto. No hay nada más dañino hoy para nuestro régimen político que la imagen equivocada y bobalicona que tenemos los mexicanos de la democracia. Quien no lo crea sólo debe leer el testimonio de Ugalde. ~

 

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