¿Crónicas o relatos en clave de ficción?

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Fernanda Melchor

Aquí no es Miami

México, Almadía/El Salario del Miedo/UANL, 2013, 168 pp.

I. Fernanda Melchor es más escritora que periodista. Lo dice, sin ser explícita, en el prólogo de su libro de crónicas y relatos Aquí no es Miami, el cual comenzó a gestarse en 2002, cuando la autora, entonces de veinte años, empezó a escribir crónica porque su primera novela no marchaba: “En aquel entonces, recuerdo, me interesaba la crónica como forma de desahogo: el periodismo narrativo como una escritura que me ahorraba el penoso, agotador proceso de la creación ficticia”, escribe en el prólogo.

¿Crónicas o relatos en clave de ficción? La académica española María Angulo Egea ha encontrado una definición que cuadra a muchos en este momento de “sobredefinición” de la crónica, un género de moda con malas y buenas crónicas. Angulo afirma: “La crónica es relato personal en clave periodística; es decir, reporterismo, tratamiento profesional de las fuentes y de los datos, un proceso exhaustivo de edición, y la aplicación de técnicas narrativas prestadas de la literatura.” Incluyo esta cita porque Melchor también explica que algunos de sus textos “no son crónicas porque no incluyen fechas, datos duros ni números de placas de automóviles […] pero tampoco son ficciones realistas”.

¿Importa mucho si la autora escribe crónicas o relatos “reales” a partir del reporteo? Lo importante, acudiré a un lugar común, es la calidad del libro. Leer las crónicas y relatos de Melchor se agradece, en primer lugar, porque nos ubica ante una escritora apasionada por las palabras y la estructura narrativa, por el “nacimiento de las historias en el lenguaje”. Y su escritura corresponde a esta búsqueda. Cierto: a los exclusivamente cronistas (a diferencia de Melchor, que acaba de publicar esa primera novela que la condujo a la crónica: Falsa liebre) nos causa escozor cuando informa: “Me interesaba la crónica como forma de desahogo.” ¿Desahogo? Hay frases que producen un levantamiento de cejas en quienes se consideran cronistas-cronistas o exponentes del “Nuevo-nuevo periodismo”, como lo llama Jorge Carrión, responsable de la antología Mejor que ficción (Alfaguara, 2012). “Soy poeta –dijo Hugo von Hofmannsthal, en 1891– porque mi experiencia es pictórica.” ¿Melchor es cronista porque su experiencia es literaria? En De lo bello en la música, el checo Eduard Hanslick escandalizó un poco, en 1854, cuando sostuvo que la música no es un lenguaje de sentimientos, como creían los románticos, sino una lógica del sonido en movimiento. Para mí, la crónica podría ser una lógica de la palabra en movimiento. O como afirma Melchor: “La única ficción que estoy dispuesta a reconocer en estos relatos es aquella que permea toda construcción del lenguaje humano.”

II. En Aquí no es Miami hay un Veracruz tan realista como explícitamente personal. La autora, oriunda del puerto, entrega no solo relatos-crónicas-cuentos, por llamarlos de alguna forma, sobre los ovnis de su infancia: los aparatos voladores usados por los traficantes para descargar droga:

Yo tenía nueve años cuando vi las luces, brillantes como cocuyos contra el lienzo negro de la playa. El otro testigo fue Julio, mi hermano, a quien faltaban seis meses para cumplir los siete. Destruíamos el hogar de una jaiba celeste, hurgando en la arena con un palo, cuando un breve resplandor nos hizo mirar hacia el cielo: cinco luces brillantes parecieron salir del mar, flotaron unos segundos sobre nuestras cabezas y después huyeron tierra adentro, hacia el estuario.

Asimismo, escribe en “El cinturón del vicio” sobre el Veracruz de los setenta, habitado desde la Colonia por “libertos de origen africano” instalados a las orillas del río Tenoya. O bien, narra exorcismos, cuenta la historia trágica de una exreina de belleza, y la vida ruda de traficantes como el bien conocido Lázaro Llinas Castro y “el terrible vicio que […] introdujo comercialmente: la piedra de cocaína”. El relato sobre los polizontes, cuya embarcación nunca abandona la tierra jarocha, da título al volumen y nos va encerrando en la atmósfera húmeda y claustrofóbica que permea todo el libro. Menos logrado, pero muy interesante por el tema, resulta “Una cárcel de película”, texto sobre el actor estadunidense Mel Gibson y la película que filmó en un penal cerrado especialmente para él (en apariencia por órdenes del exgobernador Fidel Herrera, quien arguyó necesidades sanitarias):

La filmación comenzó. El equipo de la producción reunió a todos en el patio; las instrucciones eran escenificar un motín. Debían actuar como en un “día de visita normal” y tirarse al piso en cuanto escucharan disparos. Estuvieron haciendo eso hasta las tres de la mañana; Lalo tenía ya la panza colorada de tanto rodar por el suelo de cemento.

III. Es útil señalar que, en algunas ocasiones, surgen dudas sobre los hechos. Por ejemplo, cuando la autora atribuye ciertos pensamientos a un personaje reflexivo. Las entrevistas periodísticas, o las charlas con los informantes como los llama ella, no suelen arrojar detalles tan concretos. En la página 73, El Fito –un exagente aduanal metido de narco– ingresa a La Compañía de manera poco creíble y los jefes de la plaza son llamados “patrones” o “gerentes”, dos formas inusuales en el argot del narco. No afirmo que no ocurra así, solo manifiesto una duda (sobre todo en un momento histórico en que la fascinación por la violencia está llevando a muchos jóvenes, por hablar de algunos que leo en Facebook, a expresarse en términos de “morros”, “compas” y otros giros norteños ajenos al habla del DF). Otro dato: en la pág. 79 se mencionan las armas g3a3, solo usadas por las Fuerzas Especiales, o aparecen soldados en áreas de operativos (¿no está prohibido?). Hay alguna bala expansiva que permite sobrevivir varios días al encamillado, y causas penales como la número 201-96 (sin siglas, año y foliado). En el periodismo narrativo de la generación nacida en los 70 y 80, los datos duros son tan importantes como las técnicas narrativas y la buena escritura. Por ello, hace bien la autora en diferenciar entre crónica y relato. Finalmente, una afirmación llama la atención: “[a El Fito] le quedó solo el vicio de la mariguana, después de haberse pasado la adolescencia fumando piedra”. No debe de ser fácil abandonar la piedra, una droga muy dura, pero tampoco debe de ser cualquier cosa contar historias tan importantes como las de este libro, con la escritura elegante y contenida de Fernanda Melchor. Enhorabuena. ~

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