La realidad y no el deseo

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Albert O. Hirschman

Las pasiones y los intereses

Prólogo de Amartya Sen

Traducción y edición de Andrés de Francisco

Madrid, Capitán Swing, 228 pp.

Albert O. Hirschman (1915-2012) fue un economista peculiar. La primera parte de su vida fue más la de un aventurero que la de un aburrido estudioso: se exilió de Alemania, donde nació, tras la llegada al poder de Hitler; se formó en París, Londres y Trieste; participó en la Guerra Civil española del lado de los republicanos –fue herido en el frente de Aragón– y, durante la Segunda Guerra Mundial, participó en la lucha antifascista desde Francia ayudando a 2000 perseguidos, la mayoría de ellos judíos a huir del continente. Después seguiría una carrera más ortodoxa como funcionario de la Reserva Federal estadounidense, en varios países latinoamericanos dedicado a analizar las políticas de desarrollo de la región y como académico en Harvard o Princeton. Pero su peculiaridad siguió ahí: su obra es heterodoxa y excéntrica, y aunque recibió reconocimientos y dejó un puñado de discípulos, nunca dejó de ser un bicho raro en la ciencia económica. No deben de ser tantos los economistas que, como él, tuvieron como autores de cabecera a Montaigne y La Rochefoucauld.*

Hirschman escribió numerosos trabajos sobre la economía y la política de América Latina, pero su gran éxito fue su librito de 1970 Salida, voz y lealtad (Fondo de Cultura Económica), un brillante análisis de cómo reaccionamos cuando estamos descontentos con las instituciones –los partidos a los que votamos, las empresas cuyos productos consumimos– a las que en principio hemos favorecido pero han dejado de satisfacernos. Las pasiones y los intereses, un libro de 1977 tan revelador e intrigante como Salida, voz y lealtad, pertenece como este último a esta estirpe de obras breves y raras que nos ayudan a comprender cómo vivimos mediante una mezcla de historia de las ideas, filosofía y pensamiento económico. Hirschman se pregunta aquí por qué entre los siglos XVII y XVIII el capitalismo –una forma de organización social basada en el comercio que limita el poder de los políticos– empezó a parecer una idea atractiva a ojos de un puñado de pensadores como Montesquieu, Smith o Steuart. Desde la Antigüedad clásica hasta los pensadores medievales, afirma Hirschman, los filósofos creyeron que el ser humano, y sobre todo su élite, eran rehenes de pasiones –por el dinero, el poder o el sexo– que era necesario neutralizar si se quería convivir pacíficamente. Sin embargo, en el Renacimiento, varios pensadores decidieron que, para resolver el problema de la gobernanza de los humanos, no se podía pensar siempre en ellos “como deberían ser” –castos, temerosos de Dios, prudentes– sino “como son en realidad”.

La abrumadora insistencia en observar al hombre “como es en realidad” tiene una explicación sencilla. En el Renacimiento surgió la sensación, convertida en firme convicción durante el siglo XVII, de que ya no se podía confiar a la filosofía moralizadora y a los preceptos religiosos la restricción de las pasiones destructivas de los hombres. Había que encontrar nuevas maneras y la búsqueda comenzó, de manera bastante lógica, con una detallada y sincera disección de la naturaleza humana.

Esa disección no era demasiado halagüeña. Los humanos tenemos, efectivamente, pasiones destructivas: no pocas veces somos envidiosos y avaros, queremos asegurar nuestro poder aplastando a los demás, en ocasiones tenemos sed de venganza y en casos extremos hasta de sangre. Visto que la moral y la religión no sirven de demasiado para aplacar estos perniciosos rasgos humanos, una posibilidad era hacer que el Estado fuera quien se encargara de a mantenerlos a raya mediante “la coerción y la represión”. Pero lo que resultaba ya evidente en ese momento es que los gobernantes podían ser igual o más violentos e inmorales que sus súbditos: “¿Qué sucede si el soberano no hace bien su trabajo debido a la indulgencia, la crueldad o alguna otra flaqueza?”

Pasando de san Agustín y Calvino a Hobbes, y de este a Vico, Hegel o Smith, Hirschman explica cómo, en este momento de tránsito, las pasiones pasaron a ser vistas de otro modo. Ciertamente, estas existían y no podían ser reprimidas efectivamente ni por la religión, ni por la razón ni por el Estado. ¿Por qué no, pues, en lugar de intentar eliminarlas, encauzar estas pasiones negativas hacia el bien? Pero aún más allá: ¿no podían en realidad las pasiones negativas ser compensadas por pasiones positivas? Uno puede tener una enorme pasión por el poder, pero puede utilizar el poder para hacer el bien apasionadamente. Uno puede desear riquezas de una manera desaforada, pero también puede valerse de esas riquezas para invertir y generar riqueza en otros. Como decía D’Holbach, “Las pasiones son los auténticos contrapesos de las pasiones; no debemos en absoluto tratar de destruirlas, sino más bien tratar de dirigirlas: compensemos las que son dañinas con las que son útiles para la sociedad. La razón […] no es sino el acto de escoger aquellas pasiones que debemos seguir en beneficio de nuestra felicidad.”

De este cambio de perspectiva surgió un cambio de léxico: a partir de entonces se hablaría menos de “pasiones” y más de “intereses”. Si las pasiones habían sido juzgadas como apenas controlables y la razón co- mo una herramienta muy precaria para contenerlas, “se entendía que el interés participaba, en efecto, de la mejor naturaleza de cada una, como la pasión del amor propio enaltecida y limitada por la razón, y como la razón dirigida y vivificada por la pasión”. Todo esto, por supuesto, presagiaba la aparición de las ideas que llevaron a la creación del capitalismo, un sistema, se creía, en el que la búsqueda de los legítimos intereses por parte de los ciudadanos y sus gobernantes haría que estos estuvieran menos predispuestos a la violencia, la crueldad o la indolencia. Para Montesquieu, allí donde hubiera comercio apenas habría posibilidades de guerra. Para Hume, allí donde hubiera amor por la ganancia este sería superior al amor por el placer hedonista y la irresponsabilidad. Como diría mucho más tarde Keynes, “es mejor que un ciudadano tiranice su cuenta bancaria que a sus conciudadanos”.

Como señala Hirschman y es evidente hoy, estas visiones del capitalismo eran exageradas y hasta idílicas. Pero también lo era la de Max Weber. Este, señala Hirschman, creía que “el comportamiento y las actividades capitalistas fueron el resultado indirecto […] de una desesperada búsqueda de la salvación individual” mediante la virtud, el trabajo y el ahorro, rasgos con los que caracterizó el inicio de nuestro sistema político y económico. Pero es más probable que el capitalismo surgiera solamente como fruto de una “desesperada búsqueda de una manera de evitar la ruina de la sociedad”; es decir, no como un sistema que nos permitiera y obligara al mismo tiempo a ser buenos, sino simplemente como un sistema que nos diera incentivos para no matarnos, no robarnos, no aplastarnos los unos a los otros. La explicación de Hirschman resulta mucho más convincente que la de Weber y los demás optimistas con respecto al capitalismo. Y si no está claro que el capitalismo haya conseguido ni siquiera eso –no es un sistema, por decirlo amablemente, que haya aplacado nuestras peores pasiones–, sin duda lo ha conseguido en mucha mayor medida que los demás sistemas de organización política que conocemos.

Hirschman fue un progresista pragmático, detestó todas las dictaduras por igual y su obra es en buena medida la recomendación de que podemos mejorar, pero también una advertencia de que no debemos hacernos demasiadas ilusiones con respecto a nuestra capacidad para alcanzar sistemas perfectos y felices. Las pasiones y los intereses es un gran libro que nos lo recuerda admirablemente. Y, de una manera singular, hoy: el capitalismo está en crisis, y parece que las propuestas para su reformulación radical no están triunfando. Sin embargo, tal vez deberíamos tenerlas en cuenta. Eso sí: siempre que se tomen en serio cómo somos en realidad y no cómo deberíamos ser en un mundo ideal. ~

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*Para un relato más detenido de su vida y su obra, pueden ver el obituario que publicó Enrique Krauze en esta revista: http://www.letraslibres.com/blogs/blog-de-la-redaccion/saber-escuchar

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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