Todas las fiestas de ayer

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Guillermo Osorno

Tengo que morir todas las noches

México, Debate, 2014, 264 pp.

En Edie: American Girl (1982), George Plimpton y Jean Stein presentaron mediante el (entonces) innovador formato de la biografía oral, una detallada radiografía de la escena cultural underground que floreció en Nueva York a mediados de los sesenta –el auge del pop art y Andy Warhol, junto con vasos comunicantes como la revolución sexual y musical, o la cultura de las drogas– tomando como hilo conductor a Edith “Edie” Minturn Sedgwick (1943-1971), refinada y de la más alta alcurnia, que de manera casi fortuita se convirtió en la primera (y a la postre, más perdurable) de las Warhol superstars. Edie, icono de la moda, musa/querida de Bob Dylan (es la inspiración detrás de “Just like a woman”) y politoxicómana sin remedio, oscilaba entre las esferas de la alta sociedad neoyorquina y el subversivo mundo de los artistas, convirtiéndose por mérito propio en objeto de culto y figura trágica. El efecto de esta obra es a la par entrañable y despiadado: captura un momento específico en la historia sin maquillaje ni adornos, con un rutilante personaje central no exento de humanidad y fallas, cuyo destino encapsula su entorno.

Algo similar en su tema y efecto, pero con recursos diferentes, es lo que consigue Guillermo Osorno (1963) en Tengo que morir todas las noches. Para retratar un capítulo poco abordado del México de fines de siglo –la vida nocturna en la capital durante la década de los ochenta–, el editor y periodista toma como eje a un peculiar personaje –Henri Donnadieu–, quien, como Miss Sedgwick, se convirtió en protagonista de una era, aunque, a diferencia de la musa de Dylan, supo (y pudo) vivir para contarlo.

Donnadieu –raconteur, empresario teatral y gastronómico, anfitrión y fundador de El Nueve, uno de los sitios más emblemáticos de la (hoy ruinosa) Zona Rosa y punto de inflexión del presente volumen, amigo y confidente del tout Mexique de la época, impulsor de la cultura gay que en ese momento era algo subrepticio, superviviente– es un Virgilio poco común: su propia historia, plena de anécdotas sorprendentes, sirve de eje para un fresco que abarca un auténtico quién-es-quién y quién-es-qué del Distrito Federal entre 1974 y 1989. Donnadieu lo mismo podía alternar con damas de la mejor sociedad (la Corcuera, la Barrios Gómez), intelectuales (Monsiváis era habitual de El Nueve) o figuras de la política y la farándula, que impulsar a artistas consagrados (David Hockney realizó un mural efímero en el lugar), descollantes (el arquitecto Diego Matthai, el diseñador gráfico Mongo o la mezzosoprano Ulalume Zavala, diva de la mítica banda Casino Shanghai) y a algunos más bien ajenos al reflector (el pintor Javier Esqueda). Entre sus amigos también se encontraban figuras alternativas y formidables como Xóchitl –la reina travesti de la escena gay, proxeneta deluxe con gran colmillo, que tras irrumpir a lo Cleopatra en sociedad se convirtió en protectora de la causa homosexual– o el versátil transformista Jaime Vite que, lo mismo ataviado como Evita Perón o Lady Diana Spencer, era una de las fuerzas vivas del lugar.

Osorno –quien, con modestia, únicamente se permite aparecer como personaje en su prólogo y epílogo– realizó una labor ardua de investigación y memoria. Así, su libro funge como un expediente con dos vertientes: por un lado, el relato de la ciudad de México ante las primeras tentativas de “normalizar” la cultura homosexual –con su clara estructura de clases y castas– y, por otro, un documento sobre los elementos y artífices de la contracultura mexicana de ese periodo. El resultado es una mirada escrutadora y a veces algo sentimental de la década de los ochenta: ahí están presentes, más allá de las figuras que bailan bajo luz estroboscópica y música de sintetizadores, los espectros de los sismos de septiembre de 1985 y la debacle económica que cerró el sexenio de José López Portillo, la aparición del sida como golpe devastador y los dedos largos y avarientos de la corrupción política y social. La desconfianza y el temor se recuerdan con el mismo detalle que se pone en rememorar las emblemáticas fiestas y los eventos más disímbolos: una serie de celebraciones y acontecimientos cuyo cenit fue la inauguración de la mítica discoteca Metal, suerte de Xanadú concebido por Donnadieu y sus socios. Metal abrió sus puertas en septiembre de 1989 –ostentando, por un lado, arte original de Warhol en sus muros y, por el otro, un derroche de lujo en el diseño de su ambientación, cual fastuoso escenario de Hollywood– solo para ser clausurada a los pocos días de su apertura, como un claro mensaje de que el poder establecido en la ciudad era tolerante con los “maricones y desviados” de postín (un punto que deja claro Osorno: el homosexual pobre tenía que recurrir a la calle, mientras que el pudiente tenía acceso a sitios “socialmente aceptables” como El Nueve), pero únicamente hasta cierto punto.

Este incidente marca el cierre de la década y la época que Osorno describe. El Nueve moriría poco después, en la progresión lógica de los hechos represivos de fines de los sesenta y principios de los setenta, como la masacre de Tlatelolco y la satanización mediática del concierto de Avándaro. Quienes fueron jóvenes en esa extraña época dorada de la vida nocturna defeña encontrarán en la narración de Osorno una plétora de alusiones al mundo que habitaron y que hoy no existe más que en las memorias de sus protagonistas y ahora, parcialmente, en estas páginas. No faltarán quienes acusen al autor de no haber sido exhaustivo con su reconstrucción de la escena gay ochentera, de incurrir en ciertos errores triviales y omisiones o de tratar con menor contundencia algunos sucesos centrales de ese momento, como el brote del sida –cuyo surgimiento, si bien ocupa un capítulo importante, no es un eje conductor de esta crónica–. Habrá que tener en cuenta que, más que una historia definitiva, Tengo que morir todas las noches es un mural que retrata aspectos de un lugar y un momento específicos. Su materia prima son los sucesos tal y como los recuerdan los protagonistas y lo que cada uno de ellos entiende como la verdad.

La escena homosexual de los años noventa debe gran parte de su aire “liberador” a lo gestado en este microcosmos en la calle de Londres. Lo mismo a las situaciones descritas en este libro que a personajes como el propio Donnadieu, cuya historia de rags-to-riches-to-rags-again no deja deser extraña y fascinante: ¡cuántas anécdotas y personajes están ahí presentes al oído de Osorno! Por sus variadas vertientes, el libro puede ser leído de muchas maneras. Lo mismo puede ser un irresistible chisme sobre los personajes que pulularon por El Nueve (muchos hoy aún presentes en la vida social y política del país) o una catártica descripción de hechos y fechas, que componen la memoria sentimental e histórica de un sector importante de la población, que lo vivió y lo recuerda, no sin añoranza.

No obstante, el libro no se limita al interés de un nicho de lectores; Osorno consigue conjurar una polifonía que retrata el periodo con detalle y confecciona una aventura tentadora y satisfactoria para cualquiera: la ciudad que aparece en Tengo que morir todas las noches es una naturaleza viva, un escenario donde Donnadieu es al mismo tiempo el rey Lear y el bufón, conciencia y recuerdo, y su compañía durante la lectura es vívida, si bien a la larga su historia deja de ser solo suya. Al final del periplo, queda señalar algo importante: si bien pareciera que el libro se inclina por la noción de que “todo tiempo pasado fue mejor”, no hay que ser tan ingenuos. Esta es una mirada nostálgica por los tiempos perdidos, sí, pero también es una puerta a otros días por venir; los de ahora. Atrás han quedado la sordidez y la penumbra de la clandestinidad para que los estilos de vida alternativos se vean hoy en día con una mayor naturalidad (si bien está lejana la aceptación total) a plena luz. Lo que se vivió en El Nueve es, como las galas de todas las fiestas de ayer, una instantánea que se preserva en remembranzas. La sensación de lo prohibido y el temor que conlleva acaban por disolverse, mas la memoria permanece y habla. ~

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Miguel Cane (México DF, 1974) Es novelista y periodista cinematográfico. Su más reciente publicación es el inclasificable "Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs".


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