para Guillermo Sheridan
Ecos, reverberaciones.
En la casona en que muriera Paz,
aรบn el imperio de su apellido.
En esta fonoteca,
su voz con la de otros,
como, pasado el patio,
el canto de los pรกjaros, indemne,
vario como los รกrboles y flores.
En esta calle de Coyoacรกn,
puestos los cascos,
estoy en Sevilla oyรฉndolo aquel aรฑo
en que vino a hablarnos de Cernuda.
A diez manzanas
(o aquรญ cuadras),
el jardรญn de Tres Cruces.
La temperatura, la luz,
son tambiรฉn intramuros del Alcรกzar.
Reminiscencias รกrabes en las ajaracas
(igual que en su etimologรญa),
y un aire de aroma andaluz
dorando la cabeza.
D. H. Lawrence visitรณ esta casa
cuando escribรญa La serpiente emplumada.
Todavรญa los aguiluchos
aguardan su pitanza en el follaje.
Sones, sanaciones.
Dejo atrรกs los auriculares
y me salgo al huerto medicinal.
Platican rosas amarillas
y en un banco de hierro, que conduce
la electricidad del hechizo,
me siento a escuchar el pasado
y, sobre otra cualquier voz, el silencio.
En lucha interminable,
a ver cuรกl derriba a cuรกl,
amรกndose, enzarzadas,
buganvillas magentas y araucarias;
y, lila, la glicina en su emparrado
extiende el virreinato de la luz.
Vencidas por su peso y su belleza,
leves, punzantes,
en el suelo las sรญlabas. ~