El pueblo de los Kirchner

El Calafate no es solo el lugar que alberga la casa de descanso de la presidenta de Argentina, sino el microcosmos que explica de modo esclarecedor y brutal las zonas oscuras de su mandato. Josefina Licitra conduce esta visita guiada por el “lugar en el mundo” de Cristina Fernández.
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El 29 de junio del año 2009 Cristina Fernández de Kirchner tuvo que dar un discurso difícil: acababa de sufrir su primera derrota electoral. Su partido, el Frente para la Victoria, había perdido la hegemonía en el Congreso Nacional y ese retroceso estaba siendo entendido como el fin de una fiesta; como el cierre de un ciclo optimista que había comenzado en 2003, con la asunción de Néstor Kirchner.

Aquel día, en la Sala de Prensa de la Casa de Gobierno, la presidente lucía como tantas otras veces: vestía un traje entallado, tenía el cabello suelto y cobrizo, llevaba un maquillaje espeso y estaba acompañada por una tropa de funcionarios que aplaudía sus palabras con euforia.

Pero lo curioso no fue eso –que ocurría siempre– sino lo que dijo en el discurso. Cristina Fernández sorprendió. A lo largo de una hora y media, y con los resultados de la elección en la mano (que incluían un fracaso notable en Santa Cruz, la provincia patagónica de la que es oriundo el matrimonio Kirchner), la presidente aseguró que no había sufrido una derrota y que –puntualmente– la elección en Santa Cruz la llenaba de orgullo.

–Lo importante es que en El Calafate, mi lugar en el mundo, sacamos el sesenta por ciento de los votos –dijo.

El Calafate era el pueblo santacruceño de dieciocho mil habitantes donde los Kirchner tenían, entre tantas cosas, su casa de descanso. Y era también el lugar donde un año después moriría sorpresivamente Néstor Kirchner. Pero en ese entonces –29 de junio de 2009– nadie estaba demasiado al tanto del lugar que ocupaba El Calafate dentro del universo personal y simbólico del matrimonio presidencial. Los Kirchner habían crecido políticamente en Río Gallegos, la capital de la provincia de Santa Cruz –plena Patagonia argentina–, y habían empezado a merodear el pueblo hacía menos de una década, desde que Néstor asumiera la presidencia de la Nación.

El Calafate, por lo tanto, era visto como un lugar de recreo eventual. O al menos eso se pensaba hasta junio de 2009, cuando Cristina nombró al pueblo como parte de un ardid político –con la intención de minimizar la derrota en Santa Cruz y en muchas otras provincias– y, quizá sin saberlo, le dio por primera vez a la villa la entidad que verdaderamente tiene: El Calafate es, en efecto, el lugar en el mundo de Cristina. El territorio que, al igual que una caricatura, explica de un modo exagerado y brutal la identidad del kirchnerismo: una fuerza política que despertó en Argentina los mismos fervores y rechazos que el peronismo y que recién ahora –en la segunda mitad del año 2013– empieza a mostrar, luego de diez años de euforia, su ocaso.

Escribo este texto cinco días después de las elecciones primarias del mes de agosto –consideradas un adelanto de lo que vaya a ocurrir en las legislativas de octubre– y luego de que el oficialismo fuera ampliamente derrotado en los principales distritos del país y en los bastiones que históricamente le eran afines. Frente a este escenario, algunos pocos funcionarios admiten haber hecho la peor elección de la década, y otros –la mayoría– sostienen que todo es cuestión de puntos de vista. En este segundo grupo está Cristina Kirchner, quien eligió destacar que el kirchnerismo, a diferencia de otros años, ganó en la Antártida. “Estuve en una reunión con el ministro de Defensa y me dice: ‘Cristina, ganamos en la Antártida’ –dijo la presidente en su primer discurso tras la derrota en las primarias–. ¿Ustedes se acuerdan de que en cada elección el primer resultado que pasaban era el de la Antártida, porque siempre perdíamos nosotros en la Antártida? Ayer me enteré por primera vez que habíamos ganado en la Antártida. No lo habían pasado en ninguna parte, increíble.”

Luego se sabría que en la Antártida votaron solo tres personas, una cifra que despertó infinidad de humoradas y que hizo pensar que todo habría sido más fácil si la presidente hubiera hablado, una vez más, de El Calafate. Ahí, a contrapelo del resto del país –y de la misma provincia de Santa Cruz– el kirchnerismo obtuvo casi el sesenta por ciento de los votos.

–Lo de “lugar en el mundo” debe ser porque lavan toda la plata acá –bromeó unos meses atrás Susana Toledo, segunda generación de pobladores de El Calafate y una de las pocas personas que se atreven a criticar públicamente a los Kirchner.

Conocí a Toledo en noviembre de 2012, cuando viajé al pueblo. El avión que me llevó hasta allí estaba lleno porque El Calafate, aunque es una localidad muy chica, es uno de los centros turísticos más importantes de la Patagonia. La cercanía al glaciar Perito Moreno, sumada a una sobreoferta de hoteles –muchos de ellos vinculados con la actividad privada del matrimonio Kirchner primero y de Cristina después–, hace de El Calafate una villa ambiciosa. En la comarca hay dinero, aun cuando esa solvencia –cuando estuve allí– no se hacía evidente desde la distancia. En el avión, y en la combi que me trasladó del aeropuerto al hotel, solo se veía el signo estéril de la Patagonia: una geografía esteparia y ventosa, matizada por las cumbres nevadas de la precordillera de los Andes y por el brillo turquesa del lago Argentino, un descomunal espejo de agua que conecta con el Parque Nacional Los Glaciares, donde está el Perito Moreno.

El paisaje no es el único factor que transformó a El Calafate en un pueblo próspero. Para muchos el mayor incentivo en la zona no lo dio la geografía sino la decisión política. En el año 2000, cuando Néstor Kirchner aún era gobernador de Santa Cruz, se inauguró un aeropuerto local. Y de ahí en adelante la villa estalló. En solo diez años trepó la cantidad de habitantes (eran tres mil y ahora son dieciocho mil), se disparó el turismo (pasaron de setenta mil a trescientos mil visitantes anuales), y hubo un boom inmobiliario que trajo dinero y preguntas al pueblo. Hoy El Calafate es un caserío chico sometido a un crecimiento imperfecto: no hay escuelas suficientes, no hay planificación urbana y no hay una red de gas y drenaje que abastezca a todos los habitantes. Pero sí hay una serie de terrenos, negocios y hoteles de lujo que –de forma directa o indirecta– están relacionados con el poder presidencial.

–Todos los hoteles tienen, como mucho, un treinta por ciento de ocupación anual –me había dicho antes de viajar Álvaro de Lamadrid, un abogado y excandidato a intendente en El Calafate que vivió casi veinte años en la villa y que les abrió una causa penal a cincuenta funcionarios oficialistas, entre ellos Néstor Kirchner. La hotelería es un negocio perfecto para lavar dinero. Andá a cualquier hotel y vas a ver que está vacío.

Ya había estado yo en Los Sauces en septiembre de 2011. Domingo, la revista de viajes del diario chileno El Mercurio, me había pedido que contara cómo era “el hotel de los Kirchner” –el único negocio privado que, en ese entonces, era reconocido públicamente como parte del patrimonio presidencial– y fui a pasar allí un fin de semana. El hotel, que lindaba con la casa de descanso de Cristina, tenía una ambientación propia de las estancias de principios de siglo y tenía también un historial polémico: se sabía que todos los muebles de Los Sauces habían sido llevados desde Buenos Aires en el Tango 01, el avión oficial, mantenido con dineros públicos.

Sin embargo no es eso –la infinidad de rumores que circulaban y circulan en torno al hotel– lo que más recuerdo de Los Sauces. De aquel viaje prevalece una sensación que a la vez era una certeza: en todo el hotel –emplazado en un terreno de cuatro hectáreas– yo estaba sola.

Pensé en ese dato después de aquel viaje –y antes de encontrarme con De Lamadrid–, cuando fue divulgada la entonces última declaración jurada de Cristina, que incluyó todos los bienes del matrimonio Kirchner (después, por la muerte de Néstor, esto sería repartido con los hijos). En esa fecha, agosto de 2011, ella justificó la multiplicación de sus ingresos (que se incrementaron más de diez veces en ocho años y llegaron a 70.5 millones de pesos, cerca de 23.5 millones de dólares al cambio de entonces) alegando los abundantes beneficios económicos que obtenía con Los Sauces.

Pero eso no tranquilizó a buena parte de la opinión pública. Tanto es así que un año y medio después –en enero de 2013– el actor Ricardo Darín cuestionaría el patrimonio K durante una entrevista y obtendría lo que ningún periodista había logrado en los últimos tiempos: un pronunciamiento de Cristina acerca de su patrimonio. “No ha habido funcionarios públicos más denunciados penalmente e investigados por la justicia argentina en materia de enriquecimiento que quien fuera mi esposo y compañero de toda la vida (Néstor Kirchner) y quien le escribe –dijo la presidente en una carta difundida a través de su perfil en Facebook–. No solo se investigó a fondo [el patrimonio] sino que también se designó al cuerpo de peritos de la Corte Suprema de la Nación para que realizara pericias contables, que duraron meses, y concluyeron que no se había cometido ningún acto ilícito, lo que obligó al juez a desestimar las denuncias.”

La economía de Los Sauces, de acuerdo con los peritajes contables que ordenó realizar la Corte Suprema de la Nación en 2009, está dentro de la ley. Según la declaración jurada, el hotel entero había sido alquilado a una familia de apellido Relats –dueña de hoteles en Buenos Aires y Bariloche–, que le pagaba a la presidente un promedio de 157 mil dólares mensuales en 2006 y 2007 por explotar el lugar. A juzgar por la ocupación del hotel había solo dos opciones: o los Relats estaban empecinados en fundirse o estaban ganando dinero de otro modo. La Justicia se quedó con la primera opción y las tres causas por enriquecimiento ilícito fueron cerradas en tiempo récord.

–Los hoteles son el símbolo del modo de construcción de poder kirchnerista –diría, días después de mi llegada al pueblo en 2012, Roberto Novelle, comerciante y expresidente de la Cámara de Comercio de El Calafate–. Fijate solo en Los Sauces. Los Relats no son una familia cualquiera: además de los hoteles tienen una constructora que desde hace años viene ganando buena parte de las licitaciones de obras públicas en el norte argentino, bajo rumores de sobreprecios y licitaciones arregladas. En paralelo, ellos les ponen doscientos mil dólares por mes a los Kirchner porque esa es una forma de lavar dinero dentro de la ley.

Así me lo explicaría Novelle en ese viaje. Y diría también otras cosas. Y muchas otras personas dirían también otras cosas, y lo que quedaría claro, en algún momento, sería lo siguiente: estar en El Calafate implicaba someterse a un nivel de radiación informativa que –si no se filtraba a tiempo– podía ser desquiciante. El pueblo era una fábrica de apellidos, denuncias y datos que eran arrojados sin el respaldo de un nombre. Pocos querían hablar del kirchnerismo en voz alta; pocos querían poner la firma sobre las palabras dichas. En el lugar, y esto lo sabría pronto, solo se manifestaban dando nombre y apellido las personas que tenían un partido político que les cubriera la espalda. En síntesis, únicamente hablaban los afiliados de la Unión Cívica Radical (UCR): un partido que históricamente disputó el poder al peronismo, pero que en los últimos años se encuentra debilitado y sin líderes.

La UCR de El Calafate tiene ciento cuarenta miembros, de los cuales asisten a las reuniones militantes menos de diez. Un lunes por la tarde, durante mi estadía, ese pequeño grupo se reunió en una estancia modesta. Había algunos retratos de dirigentes del radicalismo histórico (Ricardo Balbín, Arturo Illia, Raúl Alfonsín), una bandera argentina arrumbada en un rincón, un calentador de agua, un anaquel con estantes vacíos y cuatro personas en torno de una mesa en la que se apoyaban un mate y una bolsa con galletas. Eran Susana Toledo, excandidata a concejal por El Calafate; Pilar Duhalde, estudiante e hija de Susana; Gustavo Badano, docente; y Daniel, comerciante. Daniel no quería decir su apellido.

–Con todo respeto, ¿vos quién sos? –preguntó.

Le expliqué.

Daniel era gordo, llevaba lentes pequeños y tenía una barba larga y desteñida como un cabello de anciano. Se la tocaba con fruición, como si en los pelos estuviera el hilo de algún pensamiento.

–No puedo dar mi apellido porque estoy haciendo una investigación secreta –dijo y mordió un bizcocho. La palabra “secreta” estaba llena de migas de pan.

Todos rieron, pero luego dijeron que Daniel hablaba en serio.

Ser militante radical en El Calafate –advirtieron– era complicado: se vivía bajo la obligación moral de denunciar las irregularidades del pueblo, pero se carecía del soporte de un partido con poder real. La UCR no tenía peso político en la villa porque no había logrado meter un solo concejal en la última elección. Todos los concejales eran kirchneristas, entre otras cosas porque en Santa Cruz –por lo tanto, también en El Calafate– existe la Ley de Lemas: un mecanismo electoral que admite que cada partido presente más de un candidato, con la tranquilidad de que, terminado el sufragio, ganará el partido que, sumando los votos de todos los postulantes, haya sacado más puntos. Este sistema permitió al oficialismo –con más estructura para promover a sus figuras– arrasar en todas las elecciones. Y logró que hacer política por afuera del paraguas del kirchnerismo sea difícil.

–Ellos tienen todo el poder político, económico y de la justicia, o sea que si querés hacer una denuncia no conseguís los papeles, si querés hacer una investigación no tenés información pública en toda la provincia… Entonces hay que ser muy cauto. Cualquier cosa que digas te puede complicar la vida –dijo Daniel.

¿Complicar en qué sentido?

–Si tenés que hacer un trámite personal en la municipalidad, no sale. Son cositas. Pero esas cositas te van volviendo loco.

Todos asentían con la cabeza, fumaban y suspiraban como si eso fuera un grupo de apoyo a los sobrevivientes de algo. De todas las formas de disciplinamiento, explicaron que la más usual –y más efectiva– se relacionaba con la entrega, o no, de terrenos fiscales. En El Calafate la única manera de tener una casa propia a un precio razonable consiste en comprarle una parcela al Estado. Para eso es necesario hacer varios trámites y, como último paso, terminar hablando en persona con el intendente, que es quien decide de modo personalizado si entrega o no el lote.

Desde diciembre de 2007 el intendente de El Calafate se llama Javier Belloni. El hombre llegó a su cargo envuelto en una polémica –tiene una causa abierta por asesinato–, pero en lo que se refiere a “tierras” es bastante prolijo y, según dicen, entrega parcelas de un modo más reflexivo que el intendente anterior, Néstor Méndez –un funcionario que se hizo célebre por la frase “yo te voy a dar un terrenito” y que llegó a las primeras planas nacionales cuando firmó un decreto de traspaso de tierras fiscales a funcionarios kirchneristas a un precio vil.

Méndez está acusado ante la justicia de los delitos de abuso de autoridad, violación de los deberes de funcionario público, tráfico de influencias, defraudación agravada y negocios incompatibles con el ejercicio de función pública. Pero nada hasta el momento le ha hecho mella. Hoy percibe una jubilación como legislador (fue diputado provincial por el kirchnerismo hasta 2011) y camina alegremente por el pueblo, aun cuando su nombre subyace abiertamente detrás de varios escándalos, entre ellos el de Cencosud: una de las más notorias maniobras irregulares que se le encontraron a Néstor Kirchner.

El “escándalo de Cencosud” consiste en la entrega a Néstor –por decreto del entonces intendente Méndez– de dos hectáreas fiscales en el codiciado barrio de Aeropuerto Viejo. Néstor compró ese terreno mientras era presidente, a un valor que entonces equivalía a cincuenta mil dólares. Y después se lo vendió al grupo chileno Cencosud a un monto que multiplicaba por cincuenta el precio original: 2 millones 400 mil dólares.

Esta maniobra fue denunciada por el periodista Héctor Barabino y retomada por Álvaro de Lamadrid, quien reunió información suficiente para abrir una causa penal a Néstor Kirchner por “tráfico de influencias”. Por esto, y por otras cosas, De Lamadrid tuvo que abandonar el pueblo.

Me reuní con Álvaro de Lamadrid antes de viajar a El Calafate. De Lamadrid era un hombre alto, enérgico y de rostro fresco, que vestía un sobrio traje azul marino y hablaba de un modo incontinente. El encuentro fue en la ciudad de Buenos Aires. Apenas nos cruzamos, De Lamadrid me entregó un libro escrito por él. Se llamaba El pingüino emperador. 20 años de poder bruto y tenía en la tapa una serigrafía de Néstor, a quien todos daban el apodo de “pingüino”. No me sorprendió tanto el gesto como mi reacción: me preocupó ser vista con el libro en la mano.

Una vez sentados en un bar, De Lamadrid se pasó las dos horas de charla citando su libro: doscientas cincuenta páginas que luego tendría que leer de a poco para no colapsar psíquicamente. De Lamadrid llevó a la justicia, y presenta también en el libro, datos que permitirían revisar parcialmente el origen y los alcances de la fortuna presidencial. A grandes rasgos la historia sería así: el matrimonio Kirchner empezó a frecuentar El Calafate los fines de semana a principios de 2003, y –al ver las posibilidades económicas del pueblo– pronto comenzó a incurrir en lo que De Lamadrid llama “el apoderamiento de lo público”. Es decir: de la mano del intendente Méndez y su célebre frase “te regalo un terrenito”, se pusieron a comprar tierras sin filtro.

De todos esos episodios, el que tuvo más resonancia fue el de la venta del llamado “terreno de Cencosud”, que le permitió a Néstor ganar dos millones de dólares con apenas un pase de manos. Enterado de esta maniobra, De Lamadrid juntó pruebas e hizo una denuncia con la que se abrió una causa penal por “tráfico de influencias” contra cincuenta personas, entre ellas el matrimonio Kirchner. La sorpresa fue que la causa, al ser por tierras municipales, cayó en la fiscalía de El Calafate y desde entonces es investigada por la fiscal Natalia Mercado: sobrina de Néstor Kirchner, hija de Alicia Kirchner –ministra de Desarrollo Social de Argentina– y uno de los nombres incluidos en la denuncia penal.

Es decir que Mercado tiene que investigarse a sí misma. Hasta ahora no ha encontrado nada sospechoso.

–La corrupción del kirchnerismo en El Calafate es casi pornográfica. Compran las tierras ahí porque así se aseguran de que, por un tema de jurisdicción, cualquier denuncia va a caer en la fiscalía de la familia. Hoy hay toda una industria de tierras y hotelera que está en manos de testaferros. No se trata de gente que creció al calor de un gobierno afín: se trata de empleados prestanombres puestos a ejecutar negocios en beneficio de la corona. En El Calafate es sabido que esos hoteles están mayormente vacíos. Son usados para dar veracidad a la declaración jurada que no pueden explicar.

De Lamadrid hablaba a los gritos y yo tenía pánico. Tomé mi gaseosa mirando la mesa mientras el hombre soltaba sus datos de un modo exaltado y extrañamente jovial. De Lamadrid parecía contento, o mejor dicho: libre de todo temor. La situación era incómoda. Por decir este tipo de cosas –y hacerlo durante y después de su campaña a intendente– De Lamadrid la había pasado mal. Le habían roto los vidrios de su casa, le habían pintado las paredes con leyendas como “viva Perón” y “vivan los K”, y le habían hecho varias amenazas por teléfono.

Por eso en abril de 2009 De Lamadrid abandonó El Calafate. Lo hizo por temor, pero también porque ya no tenía trabajo: a nadie se le ocurría solucionar un problema en los tribunales de Santa Cruz teniendo a De Lamadrid como patrocinante.

El Calafate es chico; es posible verlo por completo desde la cima de un cerro. El pueblo es un derrame de casas de colores distribuidas de un modo anárquico y flanqueadas, cada tanto, por sauces y álamos que se sacuden con los espasmos del viento. Al atardecer, en el centro, los turistas suelen pasear por la avenida Libertador –la calle principal– luego de haber hecho la excursión del día. Las opciones en El Calafate son tres: caminar por el glaciar, viajar en lancha entre los glaciares o ir a alguna estancia a comer un cordero patagónico y ver la esquila de una oveja.

Comparado con Buenos Aires, sin embargo, El Calafate es un lugar de inmensa placidez. La gente camina despreocupada y leve, y mira todo –los negocios, los árboles, las mesas de los bares– como si fueran códigos escritos en un idioma sin importancia. Observé parte del pueblo desde la mesa de un bar cuando estuve de viaje. El bar se llamaba Casablanca; era uno de los cafés tradicionales de la villa y un espacio que –a diferencia de la mayoría de los negocios del centro– existía desde los tiempos en los que El Calafate era un reducto de calles de tierra. El dueño del lugar –por el que ha pasado todo el núcleo kirchnerista– se llamaba Rodolfo Novelle y un día de noviembre tomó asiento frente a mí.

Novelle era alto, vestía de negro absoluto y tenía un cabello blanco y peinado hacia atrás que le daba al rostro un aire cinematográfico. Se reclinó, bajó la voz, miró por la ventana.

–¿Viste el auto que está afuera? El Audi, digo: es de Gutiérrez. Tiene dos Audi y un Porsche que valdrá trescientos mil dólares.

Fabián Gutiérrez es el ex secretario privado de Cristina Fernández, procesado por enriquecimiento ilícito y absuelto en tiempo récord. El caso de Gutiérrez es paradigmático. Llegó a Buenos Aires acompañando a Néstor Kirchner en el año 2003 con un patrimonio declarado de 58,636 pesos argentinos (hoy, unos once mil dólares) y un Chevrolet Tigra. Pero, en su caso, parece que la utopía provinciana de triunfar en Buenos Aires se cumplió. Para 2010 Gutiérrez tenía reconocidos cuatro terrenos en Santa Cruz, dos departamentos en Capital Federal, una casa en El Chaltén (un pueblo turístico de la Patagonia), una chacra y ahorros en efectivo por 204,276 pesos (51 mil dólares según el cambio de ese año). Sobre uno de esos lotes construyó la casa que inauguró en 2010 y que las inmobiliarias locales hoy tasan en tres millones de dólares. El lugar –ubicado en las afueras de El Calafate– es una mansión con vista al lago y con cámaras de seguridad por todas partes.

En cualquier caso, Gutiérrez fue sobreseído de todo. Un trabajo realizado por el cuerpo de peritos contadores de la Corte Suprema de Justicia dijo que no hubo irregularidades en el notable incremento patrimonial, por lo que Gutiérrez –desde entonces– anda tranquilo por la calle.

Kirchner también paseaba, pero a pie. Y, a diferencia de Cristina, él lo hacía casi siempre sin séquito, una costumbre que en el pueblo le valió la fama de líder prosaico, casi horizontal. En la villa todos tienen su “momento con Néstor”: el día en que se lo cruzaron caminando a la vera del lago, la vez que lo vieron en el centro o en la costanera, la mañana en que se escapó de un acto y se metió en un negocio a pedir un vaso de agua. Lo curioso es que, a pesar de ese carisma, el día de su muerte –ocurrida el 27 de octubre de 2010 en El Calafate– no hubo en el pueblo una conmoción vecinal.

–Fue traumático –recordó Novelle–. Pero, digamos, no hubo una manifestación espontánea como cuando murió Lady Di… Acá, en Santa Cruz, a pesar de todo lo que ellos están poniendo empieza a haber una insinuación de resistencia.

La resistencia tiene dos explicaciones. Por un lado, el sector hotelero tradicional de El Calafate está sintiendo cierta asfixia: la sobreoferta de hoteles –alentada por los negocios del kirchnerismo– bajó los precios de las camas y sumió al rubro en una deflación que ya provocó el cierre de dos hoteles chicos. Por otro lado está la sorpresiva resistencia que está dando el propio gobernador de Santa Cruz, Daniel Peralta, un funcionario ultrakirchnerista que a fines de 2012 se dio vuelta y empezó a enfrentarse a Cristina por primera vez en veinte años. Desde entonces el gobierno nacional no solo retiró el apoyo a Santa Cruz, sino que la está ahogando. No le envía dinero y esa escasez produce un malestar que la población ya no identifica tanto con Peralta como con la presidente.

Eso está teniendo consecuencias. El pasado 16 de noviembre Cristina viajó al pueblo para inaugurar un Museo del Juguete y también un centro cultural, pero fue muy poca gente a verla. Para asegurar la concurrencia al acto el municipio había decretado asueto en todas las dependencias públicas –incluidas las escuelas–, pero a pesar de eso solo fueron al evento unas doscientas cincuenta personas. De ellas, además, se estimó que doscientas eran funcionarios públicos traídos de otras localidades.

Algunos días antes de ver a Novelle, en el comité radical todos habían dicho que la falta de gente había enfurecido de tal modo a Cristina que una vez terminado el acto habían “rodado cabezas”. Daniel –el gordo, el incógnito– había ampliado el concepto:

–Cristina tiene ataques de furia: no disimula y echa al que haga falta; así que habrán volado dos punteros políticos. En cambio Néstor era distinto. Él no confrontaba: él te daba el beso de la muerte.

Daniel hizo un silencio teatral. Y prosiguió.

–Si vos discutías con él, Néstor te decía “me parece bien que hayamos podido discutir en democracia con un compañero como vos” y entonces te daba el abrazo y te besaba. A partir de ahí quedabas defenestrado porque ya todos sabían que tenían que cortarte las manos. Yo lo vi en un acto, con mis propios ojos: Néstor discutía con un intendente hasta que le dio un abrazo, lo besó y subió al palco. Al rato empezaron a subir todos los intendentes, pero a este no lo dejaron subir. Lo vi a ese intendente: lloraba. El padrino le había sacado la bendición.

La lealtad es la piedra fundamental del peronismo. Tanto es así que el día militante por excelencia –el 17 de octubre– se llama “Día de la Lealtad”. La fecha conmemora una gran movilización obrera y sindical que se hizo en 1945 y que exigía la liberación del entonces coronel Juan Domingo Perón. El apoyo popular tenía sus razones: desde la Secretaría de Trabajo y Previsión Social –creada y dirigida por él durante un gobierno militar–, Perón había promovido los derechos de los trabajadores, y eso había generado una gratitud sin precedentes. Por eso, cuando Perón fue apresado –como resultado de una puja entre sectores conservadores y tendencias más populares– una gran cantidad de trabajadores sindicalizados ocupó el centro de la ciudad, especialmente la Plaza de Mayo, logrando finalmente la libertad de Perón. Al año siguiente Perón sería elegido presidente de la nación.

Desde entonces, el Día de la Lealtad es entendido como el día del nacimiento del peronismo. Y es también el momento en el que se planta un vértice, un modo de entender el ejercicio político: la lealtad debe tener una compensación. Y la traición tiene sus consecuencias.

Un día, en la recepción del hotel donde me alojaba, un empleado del área de turismo actualizó el dogma peronista, y dijo:

–Yo vivo acá y ahora me salió un crédito del Anses (Administración Nacional de la Seguridad Social) y no puedo exponerme a que me lea alguien y diga “este tipo qué onda”. Si hablo mal entro en riesgo. Es difícil que encuentres gente que quiere hablar dando su nombre.

Era miércoles 28 de noviembre y ese día solo se hablaba de Daniel Peralta, el gobernador de Santa Cruz, quien acababa de decir cosas impensadas hasta hace un tiempo. Había hablado contra la Ley de Lemas (que permite a los kirchneristas mantenerse en el poder en Santa Cruz), había dicho que no participaría en ningún acto oficial donde Cristina estuviera presente, había dicho que la nación estaba ahogando a la provincia de Santa Cruz, había dicho que La Cámpora –la juventud kirchnerista– estaba “jugando con la paz social” y había acusado al gobierno nacional de trabar dos leyes de impuesto a la renta petrolera que, de haber sido aprobadas, le habrían permitido a Santa Cruz ganar cuarenta millones de pesos y oxigenar sus cuentas.

Todo eso era cierto, de no ser por lo otro: Peralta había sido invariablemente kirchnerista durante muchos años.

–Llegaste al Calafate en un momento novedoso e imprevisible; estamos teniendo un poskirchnerismo súbito –dijo Héctor Barabino luego de ponerme al tanto de las últimas noticias, y sorbió un café. Barabino era un periodista de Río Gallegos reconocido por sus pares, e incluso por el gobierno, por ser el que hizo las mayores denuncias contra el accionar corrupto en la provincia. Había sido corresponsal del diario Crítica de la Argentina, trabajaba en un canal de televisión de Río Gallegos y era el responsable de la investigación que luego había sido retomada por Álvaro de Lamadrid.

Barabino me explicó quién era –y es– el gobernador Peralta y por qué su resistencia tenía semejante valor simbólico. Peralta, dijo, había sido un hombre fiel al kirchnerismo que durante décadas había hecho con eficacia lo que sus jefes pedían. En 1992, Peralta había ayudado a Néstor Kirchner –entonces gobernador de Santa Cruz– a privatizar el Banco de Santa Cruz sin que hubiera problemas gremiales severos (Peralta en ese entonces era presidente de la comisión de gremiales del banco). En 2004 Peralta había apoyado a Kirchner –ya presidente– cuando se incendió una mina de carbón en Río Turbio (Santa Cruz) y murieron catorce mineros (Peralta había aceptado ser el interventor de la mina). En 2007 Peralta había vuelto a prestar sus servicios cuando Santa Cruz entró en llamas por problemas con el gremio docente y con los empleados estatales. Y en 2010, de cara a las elecciones provinciales de 2011, Kirchner había querido poner de candidato otra vez a Peralta y el hombre había obedecido sin prever lo que vendría después: si bien la lista electoral estaba encabezada por Peralta, tanto Kirchner como La Cámpora habían puesto al resto de los candidatos y no habían dejado que Peralta metiera a nadie de su círculo cercano.

Como –contra todo pronóstico– el servilismo de Peralta no era infinito, ahí empezó a erosionarse la relación entre el hombre y el gobierno nacional. Fue en ese contexto que Peralta, a fines de 2012, se proclamó completamente en contra de Cristina Fernández y protagonizó un hecho histórico dentro del kirchnerismo: el de la deslealtad.

–¿Fue dignidad?

–No sé si fue dignidad –dijo Barabino–. El tipo se dio cuenta de esto: La Cámpora fuera de la ciudad de Buenos Aires no existe, Néstor está muerto y Cristina está mal. Entonces habrá dicho “¿sabés qué? Hago lo que quiero”. Ahora vos lo ves oponiéndose a la Ley de Lemas, a la reelección indefinida… parece que le hubieran hecho una lobotomía.

Aunque Barabino vivía en Río Gallegos, había tenido la gentileza de viajar a El Calafate con el fin de hacerme lo que él llamaba “el corruptour”: un paseo por los mayores hitos de corrupción del pueblo. Lo empezamos luego de terminar el café.

El primer lugar al que nos dirigimos fue la costanera Néstor Kirchner: una obra pública que se había hecho bordeando la Bahía Redonda –de cara al lago Argentino– y que pasaba a pocos metros del hotel Los Sauces. La obra –que le había costado al Estado 36 millones de dólares y había sido llevada a cabo por Austral Construcciones, la empresa de Lázaro Báez, una compañía encargada de buena parte de la obra pública en Santa Cruz, y famosa por ganar buena parte de las licitaciones de la provincia (Austral Construcciones hizo caminos, escuelas, barrios y hasta el Mausoleo de Néstor Kirchner, aunque sus obras cumbre no son provinciales: en mayo de 2010 ganó una licitación para construir un hospital en Venezuela por 82 millones de dólares y en septiembre de 2012 –junto a la compañía china Sinohydro, la mayor hidroeléctrica del mundo– se presentó a una licitación para la construcción de dos represas en Santa Cruz por un valor de 21,600 millones de dólares).

Fue Austral Construcciones, en cualquier caso, la empresa que trazó la costanera que permitía llegar desde Los Sauces hasta Punta Soberana: un terreno donde no había nada, salvo por algunos lotes atribuidos a funcionarios kirchneristas.

–Esta obra multimillonaria es apenas un vaso comunicante entre las propiedades que los Kirchner tienen lejos del centro –dijo Barabino y siguió conduciendo. La costanera estaba vacía; suele estarlo. La gente no camina por el lugar porque en invierno hace frío y en verano hay demasiado viento.

Luego fuimos al barrio Aeropuerto Viejo y a lo que Barabino llamaba “el mayor emblema de corrupción de El Calafate”. Se trataba del terreno vendido a Cencosud: un parche de tierra infértil donde podía verse un cartel con la leyenda “Próximamente Easy”.

Barabino bajó del auto y tomó fotos del cartel: hasta hacía pocos días se había creído que Cencosud (la empresa chilena) finalmente no haría su hipermercado Easy en el terreno de Aeropuerto Viejo para no quedar asociada a un escándalo político. Pero, a juzgar por el cartel, habían cambiado de opinión. Héctor tomó fotos como quien juntaba evidencia. Alrededor nuestro no había nada, o casi nada: solo unas casas a la distancia y una hostería de cara a una avenida desierta. Esa calle muy ancha era la vía de entrada a El Calafate. Y era también algo más.

En la década de 1990 el intendente Méndez, avalado por Kirchner desde Río Gallegos, había decidido hacer allí un aeropuerto. Construyeron, pues, una pista de aterrizaje que costó siete millones de dólares, con el detalle de que la hicieron mal. Una vez que se terminó la obra los ingenieros vieron que la pista estaba demasiado cerca de los cerros y que un avión tendría que hacer milagros para no estrellarse. Abortaron entonces el proyecto, el aeropuerto fue llevado a otra parte –a veinte kilómetros del pueblo– y lo que quedó es el terreno de Kirchner y esa descomunal avenida.

–La pista –dijo Barabino–. Estás parada en la pista.

Miré bajo mis pies con estupor. Después levanté la vista. A lo lejos podía verse una construcción grande y escalonada, conocida como “el shopping de Lázaro Báez”. Fuimos hacia allá. Se trataba de un edificio de seis pisos que nunca había abierto sus puertas y que visto de cerca –con tanto vidrio ahumado– parecía una casa de servicios fúnebres o un casino. Frente al shopping había una avenida amplia, de doble sentido y –a diferencia del resto de las calles del barrio– perfectamente asfaltada.

Cuando el diario La Nación le preguntó a Néstor Méndez en 2008 cómo explicaba ese tendido selectivo del asfalto, Méndez respondió lo siguiente: “Obviamente que Lázaro Báez se asfaltó las calles, si la empresa constructora es suya. Yo, si quiero y tengo la plata, me hago la vereda de mi casa, la pago yo y se terminó.” Pero años después, cuando el periodista Jorge Lanata amplió la pregunta y lo interrogó sobre la entrega de terrenos valiosos por decreto, Méndez cambió el tono y dio una respuesta inaudita, en el contexto de una entrevista antológica: “Yo te aclaro esto, Jorge, porque vos no podés opinar de mí, yo no puedo opinar de vos… te aclaro que yo escuché muchas veces decir a gente que sos homosexual y no puedo decir que sos homosexual porque no te conozco.”

Barabino –quien también había estado en esa entrevista– recordó la charla entre risas ahogadas. Méndez, dijo Barabino mientras conducía, siempre había sido un hombre sin formación política: había empezado en El Calafate manejando una ambulancia y las vueltas de la vida lo habían llevado a la función pública. Lo mismo había sucedido con otros personajes del kirchnerismo: gente sin tradición partidaria, pero leal, ambiciosa y fácil de controlar.

–Bueno, te cansaste –dijo finalmente Barabino; llevábamos casi una hora de recorrido y habíamos pasado por hoteles, casas particulares, campos–. Entonces te llevo al lugar donde va a estar mi mansión.

Barabino sonrió: tenía ansiedad en los ojos. Algunos años atrás, él y su mujer habían hecho cuentas y habían visto que no les alcanzaba el dinero para comprar una casa en Río Gallegos, pero sí acá. Entonces buscaron y consiguieron un terreno, lo compraron a un vendedor particular por diecisiete mil dólares –a devolver en cuotas– y desde entonces proyectaban hacer ahí, en algún futuro, una casa prefabricada de fibra de vidrio, chapa y madera.

–Es acá –dijo Barabino con el pecho inflado mientras descendía del auto. El lugar llevaba el signo de la Patagonia esforzada: todo alrededor era piedra, viento y promesas: algún día llegaría la red de gas; algún día habría cloacas.

–Compramos el lote porque teníamos amigos en el terreno de al lado y porque al no ser tierra fiscal no teníamos que esperar eternamente a que nos haga el favor el municipio –dijo y miró la bahía: se veía el lago azul, las montañas, los hilos finos del deshielo. A Barabino, como a todos en El Calafate, se le volaban los pelos.

–Qué bonito está esto –dijo en el medio del aire.

Esa vez era cierto. ~

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(Buenos Aires, 1976) es editora de la revista Orsai. Ha publicado los libros de no ficción, Los imprudentes y Los otros, y sus crónicas aparecen en varias antologías del género.


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