Ilustración: Manuel Monroy

Diccionarios recomendables

Gabriel Zaid presta con este ensayo un servicio indispensable para cualquier lector interesado en el difícil arte de escoger un diccionario básico de trabajo, al hacer una suerte de guía práctica de los clásicos de este género.
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El primer diccionario de la lengua española se publicó hace cuatro siglos, y es muy sabroso de leer. Sebastián de Covarrubias, un aficionado a las palabras y sus extravíos, empezó a escribir el Tesoro de la lengua castellana o española a la edad en que muchos se dan por jubilados (66), y lo terminó en seis años, dos antes de morir en 1613. El resultado fue un gran libro, un verdadero tesoro que hace feliz al lector por la animación de su prosa, su rara mezcla de gracia y erudición, sus citas literarias, anécdotas, refranes, locuciones y ocurrencias etimológicas (acertadas o no).

En México, Turner (1984) reprodujo la edición agotada de Martín de Riquer (1943), sabio que rescató la obra. También se agotó. Pero se consigue la edición crítica de Ignacio Arellano y Rafael Zafra publicada por Iberoamericana Vervuert (2006). Algunos ejemplos:

 

Arrullar. Adormecer al niño con cantarle algún sonecito, repitiendo esta palabra: ro, ro; y él mesmo suele con un quejidito en esta forma adormecerse, que llaman arrullarse.

 

Emprestado. Lo que se da para que se vuelva; y dice un proverbio: Lo dado, dado; y lo emprestado, emprestado. Empréstito, el acto de emprestar.
Fanfarrón. El que está echando bravatas y se precia de valiente, hablando con arrogancia y jactancia, siendo un lebrón y gallina; porque los hombres valientes, de ordinario, son muy callados y corteses. Díjose del verbo forfaris, por hablar, y de allí farfarón y corruptamente fanfarrón. Fanfarria, la vanidad y desvanecimiento destos tales. Fanfarronear, hablar desgarros y demasías.

 

Mojigato. Se dice del hombre que está muy disimulado y callado, humilde, esperando la ocasión para hazer su hecho, como hace el gato cuando está esperando a que salga el ratón; de manera que está compuesto de mus, que vale ratón, y de gato, con esta alusión y similitud.

 

Algo de este sabor conserva el Diccionario de la lengua castellana […] “dedicado al rey nuestro señor don Phelipe V (que Dios guarde) a cuyas reales expensas se hace […] compuesto por la Real Academia Española, tomo primero […] 1726”. Y lo conserva porque Covarrubias “ha servido a la Academia de clara luz en la confusa obscuridad de empresa tan insigne”. Los académicos trabajaron en el llamado Diccionario de autoridades desde 1713 hasta 1739, cuando se publicó el sexto tomo (26 años contra seis, 24 personas contra una). Gredos publica una edición facsímil en tres tomos legibles y atractivos.

Su mayor aportación está en que las palabras se documentan en textos de escritores que, por la calidad de su pluma, avalan el uso (lo autorizan). También amplía los registros. Por ejemplo: en vez de limitarse a la voz arrullar, incorpora arrullador, arrullarse y arrullo, citando como autoridades a Lope de Vega, Quevedo, Góngora y Mateo Alemán. Así, de Góngora, toma como ejemplo unos versos con la palabra arrullo, de su romance sobre Píramo y Tisbe: los amantes nacidos en casas contiguas, y separados por una pared que…

 

en los años de su infancia

oyó a las cunas los tumbos,

a los niños los gorjeos

y a las amas los arrullos.

 

Aunque el prólogo habla de ir mejorando el diccionario, las ediciones posteriores ni siquiera lo igualan. El retroceso más importante del drae (Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española) fue suprimir las autoridades. Sin embargo, desde 1993, cuando Víctor García de la Concha fue nombrado secretario y luego director, hay avances reflejados en la edición 22a (2001), que es la más reciente, y especialmente avances para la consulta electrónica.

El portal www.rae.es permite la consulta de cualquier palabra en la edición 22a, con suma facilidad. Incluso con la opción (Búsqueda por aproximación) de escribir mal una palabra. Además, aunque no tan fácilmente, permite consultar la misma palabra en todas las ediciones anteriores, algo muy útil para ver desde cuándo está registrada y cómo ha ido cambiando su definición. Para esto, es más fácil entrar directamente por Google (escribiendo: NTLLE) al Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española, y hacer clic en un botón escondido en la esquina superior izquierda (Realización de consultas). Está en marcha la edición 23a, para celebrar el tricentenario de la Academia en 2013.

La Academia española nació por emulación de la francesa, pero la superó en sus trabajos lexicográficos. Del Dictionnaire de l’Académie Française se han publicado ocho ediciones entre 1694 y 1935; sigue incompleta la novena y, de hecho, es ahora una reliquia oficial, frente a los diccionarios Larousse o Robert. En español, también hay diccionarios de la lengua producidos fuera de la Academia, pero casi todos son versiones manoseadas del DRAE. Mención especial merecen:

El Diccionario general ilustrado de la lengua española, tercera edición, de Samuel Gili Gaya (Vox Bibliograf, 1973), con prólogo de Ramón Menéndez Pidal. Es mejor que el DRAE por la información que añade (nombre científico de la flora y la fauna, dibujos ilustrativos, avisos gramaticales, ordenación de las acepciones, normas de uso, sinonimia) y algunos retoques en la redacción. También por la acertada selección (sabe qué eliminar y qué no). Absurdamente, ya no se consigue, porque la editorial quiso mejorarlo y lo desfiguró con ampliaciones. Lo que vende ahora es un mamotreto monumental y mal encuadernado (el ejemplar que tengo no ha resistido el poco uso que le doy).

Debe reconocerse que Vox usa su propio nombre (Diccionario Vox), no el de Gili Gaya, en las ediciones posteriores; a diferencia de Gredos, que usa el nombre de María Moliner, como si fuera su marca, en obras derivadas del Diccionario de uso del español (1966) de esta ilustre lexicógrafa.

También se usa el nombre de Noah Webster (1758-1843) para diccionarios que no son suyos. Webster fue una especie de Academia de la Lengua, Secretaría de Educación y editorial de un solo hombre. Vendió casi 400 ediciones y unos 15 millones de ejemplares de un manual de ortografía (The American spelling book) que impuso sus propias normas (hasta hoy vigentes) frente a las británicas (color en vez de colour, defense en vez de defence). Pero se arruinó compilando An American dictionary of the English language (1828) que le costó décadas de trabajo y se vendió mal (cometió el error de fijarle un precio excesivo). Sus herederos vendieron el saldo y  los derechos autorales a los hermanos Merriam, que bajaron el precio a menos de la mitad y continuaron editándolo como Merriam-Webster. Otras editoriales publican diccionarios llamados Webster que nada tienen que ver.

María Moliner confirmó que una sola persona trabajando en su casa puede hacer más y mejor que un equipo institucional. Introdujo mejoras luego adoptadas por el DRAE: no abrir capítulos separados para la che y la elle, sino alfabetizar ch en la ce, ll en la ele; abrir entradas para explicar elementos compositivos de diversas palabras como re- (que no significa lo mismo en rehacer, reflujo, recarga, réplica). Y otras mejoras dignas de considerarse como dar sinónimos y ejemplos abundantes para el uso de casi cada palabra.

La innovación más llamativa desconcertó a los lectores: dentro del orden general alfabético, agrupar racimos de palabras vecinas por su forma y emparentadas por su etimología, un poco a la manera de los diccionarios alemanes. Esto da un contexto informativo por sí mismo, una vez que pasa el desconcierto.

Julio Casares fue un niño prodigio del violín, que se graduó en derecho y además en diplomacia. Hizo carrera en la oficina de lenguas del servicio diplomático español hasta jubilarse. Pero fue más prodigioso en lo que no estudió profesionalmente: la lexicografía y el ensayo. Conocía 18 idiomas, tenía ideas claras sobre el más incomprendido de los géneros literarios: el diccionario; y puso su talento al servicio de los hispanohablantes como secretario y director de la Real Academia Española. Su Diccionario ideológico de la lengua española, segunda edición (1975), todavía se reimprime y sigue siendo muy recomendable. Es más que un diccionario: añade una clasificación utilísima de todas las palabras por sus significados.

El Pequeño Larousse ilustrado (que se publica desde 1912) deriva de Le Petit Larousse illustré (desde 1905); que a su vez deriva del Grand Dictionnaire universel du XIXe siècle (1878). Consta de dos partes: un diccionario de la lengua española y una breve enciclopedia universal. Lamentablemente, ya no incluye las páginas centrales (color rosa) de frases latinas, griegas y extranjeras comunes en el español culto. La edición mexicana está adaptada al español de México y las cosas de México, en ambas secciones. Para el lector que quiera limitarse a un solo diccionario, es una buena opción.

Más ambicioso es el Gran diccionario usual de la lengua española Larousse (1998), que excluye la parte enciclopédica y amplía mucho la parte lingüística con innovaciones notables. La más llamativa es la ordenación de todas las acepciones de una palabra, no en un párrafo, como es normal, sino en una lista en columna. Además, pone en una columna paralela la información gramatical, la clasificación temática y otros datos sobre cada palabra. Esta claridad es atractiva, pero cuesta mucho espacio en blanco y obliga a usar un tipo de letra pequeño.

El Diccionario del español actual (1999) dirigido por Manuel Seco tiene una virtud fundamental: ejemplifica todas las palabras con frases tomadas de textos publicados, sobre todo en la prensa española. Esto lo convierte de hecho en un diccionario del español peninsular de fines del siglo XX, aunque se vende como si fuera un diccionario del español general. Pero esta limitación es útil para el lector hispanoamericano que quiera investigar si una palabra usada en su país también se usa en España, y si tiene los mismos significados; o qué quiere decir tal o cual españolismo como gilipollas.

Luis Fernando Lara encabeza en El Colegio de México el Diccionario del Español de México, que no pretende mejorar el DRAE: parte de su propio corpus del español hablado y escrito en México. Tampoco pretende ser un diccionario de mexicanismos. Incluye todas las palabras del español usual en México, se usen o no se usen en otros países. Otra singularidad es que no retoca las definiciones del drae: parte de cero, con su propia (y buena) redacción. Es muy útil, aunque la última versión (Diccionario del español usual de México) solo cubre unas 15,000 palabras. Cuando llegue a 60,000 será el Webster mexicano. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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