Hace poco más de dos años tuve el gusto de moderar un debate entre los candidatos a la alcaldía de Los Ángeles, Eric Garcetti y Wendy Greuel, ambos del Partido Demócrata. Por increíble que parezca en una ciudad de mayoría latina, el debate fue el primero de su tipo. Garcetti, joven promesa del Partido Demócrata y político de enorme futuro incluso en el escenario nacional, aprovechó el encuentro para darle la puntilla a su rival, una mujer seria y de larga carrera, pero sin el carisma necesario para enfrentar, en campaña, a un hombre de las herramientas de Garcetti. En esa lista de recursos destacaba su manejo del idioma español. La familia paterna de Garcetti pasó por México a principios del siglo XX y el candidato tuvo el buen tino de aprender castellano y hablarlo con notable fluidez. Durante las semanas que antecedieron al debate, Garcetti aprovechaba cualquier pretexto, el tema más nimio, para empezar a hablar en español. La apuesta era clarísima: esperaba que su comodidad con la lengua de la mayoría de los votantes fuera suficiente como para ganar su voto. El asunto llegó a tal grado que la campaña de Greuel exigió que durante el debate en Univision los candidatos sólo pudieran responder en inglés. Garcetti aceptó las reglas, aunque no le convinieran. Y lo hizo porque planeaba ignorarlas. En un momento del debate le pregunté a Wendy Greuel si hablar español le parecía un argumento suficiente como para pretender el voto de la comunidad hispana. La candidata contestó alguna vaguedad, dejando pasar la oportunidad de marcar distancia con su rival. Al darle derecho de réplica, Garcetti demostró por qué terminaría siendo alcalde de Los Ángeles. En español y con una sonrisa le dijo a los televidentes que no, que no votaran por él porque sabía hablar como ellos, que lo hicieran sólo tras evaluar su proyecto. Unos meses después superó a Greuel por diez puntos porcentuales.
En la elección presidencial de 2016, el Partido Republicano pretende poner en práctica algo parecido a la estrategia de Garcetti. En Estados Unidos se ha puesto de moda encumbrar las ambiciones de Marco Rubio, el joven senador de la Florida que aspira a la candidatura republicana. El contraste de un político como Rubio —joven, con un mensaje de supuesta renovación, etc.— podría ser kriptonita para Hillary Clinton. No sería, por supuesto, la primera vez: ya en 2008, otro político de poquísima experiencia, pero notable carisma y conmovedora historia personal le robó de las manos a Clinton su sueño presidencial. Además, a diferencia de Barack Obama, Rubio cuenta con una ventaja innegable: habla español perfectamente. Se antoja muy probable que, en un hipotético debate entre ambos, televisado frente a millones, Rubio abandone por primera vez en la historia el inglés para hacer algunos comentarios directamente en español. Sería un momento potencialmente devastador: dado que Clinton no logra ni un balbuceo, el contraste sería inmediato y eficaz. Como con Garcetti, la forma sería el fondo. De ahí que los demócratas estén tan preocupados por el arribo a escena de Rubio, quien además, al ser hijo de inmigrantes cubanos, tiene una biografía electoralmente redituable (debo decir, además, que Rubio es un orador notable. En casi dos décadas que he dedicado a cubrir elecciones en Estados Unidos, sólo he visto a otros dos políticos hipnotizar auditorios de la misma manera: Bill Clinton y Obama).
La preocupación del Partido Demócrata ante la posible candidatura de Rubio seguramente crece cuando se suman a la ecuación otros esfuerzos inéditos de los republicanos por acercarse a los votantes hispanos. Los hermanos Koch —millonarios conservadores de enorme influencia— y otros donantes de gran perfil han comenzado a abrir los ojos a la urgencia de seducir al demográfico latino. Para ello han puesto en práctica una serie de campañas que buscan dos cosas: conectar con los hispanos a través de valores socialmente conservadores y ayudar a la comunidad indocumentada a superar ciertos obstáculos cotidianos. El ejemplo perfecto es una campaña reciente en la que la llamada “Iniciativa Libre”, una organización impulsada por los Koch y otros, organizó talleres gratuitos en Nevada para ayudar a los hispanos a tramitar licencias de conducir. También planean fiestas, limpieza de comunidades y sesiones para ayudar a veteranos de guerra. Son gestos de buena fe que esconden una notable astucia política. Los demócratas hacen bien en preocuparse y harían mejor en ponerse a trabajar: en estas circunstancias y con estos rivales, dar por sentado el voto hispano sería un suicidio.
(Publicado previamente en el periódico El Universal)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.