A primera vista, parecería que nada es tan sencillo como el acto de comer. Los seres vivos necesitan todos el sustento que los mantiene en vida y en buena salud. Pero nada en el ser humano es simple: hasta sus acciones más triviales revisten significados abstrusos, referencias curiosas y símbolos insólitos. Así pasa con el comer: cada grupo social, cada cultura y cada periodo enfatizan diferentes valores. A veces el hedonismo triunfa y proclama que la finalidad más invariable del hombre ha sido siempre la manera de acrecentar los placeres de la ingesta. Otras veces el austero control del cuerpo se erige como el bien supremo, y la templanza, la moderación y el buen orden como los haberes más preciados y trascendentes.
Los antiguos griegos no fueron golosos. Convidaban a sus amigos a compartir algunos higos, quizá un pedazo de liebre o un trozo de ave de corral; pero en el Banquetede Platón, a pesar del título del famoso diálogo, no hay quien chiste una palabra de alimentos. Alcibíades es el único que bebe vino, sin perturbar la conversación de los convidados, y tras de enguirnaldar la venerable testa de Sócrates, participa en el debate con toda civilidad. Otra cosa sucedía en la antigua Roma: ahí los excesos de los poderosos se hicieron proverbiales. Heliogábalo (203-222), “el más repugnante de los tiranos del Bajo Imperio” según Gibbon, se hartaba de talones de camello, crestas de gallo arrancadas a gallos vivos, y lenguas de pavorreal y ruiseñor, que supuestamente protegían contra la peste. Ofrecía a sus invitados enormes platos rebosantes de cerebros de flamencos, cabezas enteras de perdices, pavos y faisanes; mientras que sus “parásitos” (individuos que vivían a su costa en palacio) recibían frutas y otros alimentos figurados en cera, madera, marfil, terracota o mármol.
Según Suetonio, el emperador Vitelio, famoso por su crueldad y extravagancia, “banqueteaba tres a cuatro veces al día, siendo la última una juerga de gran beodez”, y cada festín costaba miles de piezas de oro. El más notorio lo dio su hermano: se sirvieron 2,000 pescados y 7,000 piezas de caza. Pero aun este exceso palidece frente a la magnitud del despilfarro de Vitelio. En una ocasión ofreció un enorme plato al que llamó “Escudo de Minerva, Protectora de la Ciudad”, lleno de una extravagante preparación culinaria hecha con ingredientes traídos a increíble costo desde las regiones más remotas del imperio: incluía cerebros de pavorreal, hígados de lucio (pez semejante a la perca), y lechaza –es decir, líquido seminal– de lampreas.
El descomunal apetito de Vitelio no conocía freno. No dudaba en arrancar un pedazo de carne de animales ofrecidos en sacrificio a los dioses, aun cuando ya estuvieran sobre el altar y en el fuego sagrado. Aplacaba su hambre dondequiera; en sus viajes, devoraba carne humeante en viles comederos a la vera del camino. Pagó caro por sus transgresiones: un busto en el Museo del Louvre lo muestra mofletudo y de cuello grueso, congruente con las crónicas que lo describen barrigón. Pero sus excesos, aun teniendo en cuenta posibles exageraciones inspiradas por animosidad política, van más allá de la humana resistencia. Sus hábitos alimenticios parecen incompatibles con la fisiología. Suetonio explica que Vitelio “sobrevivía a tal ordalía tomando frecuentes eméticos”. ¿Un caso de bulimia?
Ciertamente no fue el único. Hay un curioso documento que nos permite afirmar que Luis XIV, el famoso “Rey Sol” francés, era un glotón. Se trata del “Diario de la salud del rey” (Journal de la santé du roi) que llenaron sus médicos personales Vallot, d’Aquin y Fagon, de 1647 a 1711. Los galenos apuntaban escrupulosamente hasta los más nimios detalles de la salud del rey: si apenas estornudaba, el suceso era inmediatamente consignado en el diario. Por eso sabemos exactamente lo que comía. Un ejemplo: empezaba su comida con moras, melones e higos (estos, “a veces podridos de tan maduros”); seguían luego cuatro platos de sopas diferentes, un faisán entero, un gran plato de ensalada, una chuleta de cordero en su jugo, dos buenas rebanadas de jamón, y pastelillos y confituras. Un cronista, el duque de Saint-Simon, dice atónito: “Comía tan prodigiosamente mañana, tarde y noche, que no se acostumbraba uno a verlo.”
Pero las indiscreciones gastronómicas no pasaban impunes. El diario médico contiene una pormenorizada descripción de las miserias que seguían a las comilonas, y las no menos molestas medidas con que se pretendía combatirlas. El uso de purgas, eméticos y lavativas era obligado en aquellos años. Y a cada página, a veces a cada línea del curioso documento, el lector se topa con la mención del número y características de las deyecciones de Su Majestad, y las medidas terapéuticas empleadas, doctamente apoyadas en los apotegmas de Galeno.
A la edad de 71 años, Luis XIV, fatigado y débil, se convirtió en un mojigato tragasantos: renunció a las mujeres, que antes habían sido su mayor debilidad; dejó su gusto por los vinos, que tanto lo habían deleitado; y, en general, abandonó la vida de lujos y placeres que hizo célebre a su corte de Versalles. Pero no renunció a los deleites de la mesa: siguió comiendo con la misma avidez de sus mejores años –y sufriendo los enemas, purgas o sangrados que la doctrina galénica tenía por remedio casi universal. Sorprende que semejante desenfreno gastronómico no se haya traducido en aumento de corpulencia: hasta en la edad provecta Luis XIV no fue obeso. Pero hay que tener en cuenta el vigor del ataque purgativo. Gracias al Diario de la salud del rey sabemos que el soberano recibió no menos de 2,000 enemas en el tiempo en que se mantuvo el registro. Recuérdese que el diario se detiene en 1711, cuatro años antes de su muerte, cuando su salud estaba más deteriorada. De seguro los esfuerzos médicos se intensificaron entonces, infligiendo al monarca remedios purgativos que contrarrestaron su tendencia al sobrepeso.
El siglo de Luis XIV podría llamarse la “Era del Clister” con más propiedad que la “Era del Barroco” o cualquier otra apelación: gentes hubo que recibían dos o más lavativas diarias durante años. Don Quijote le recuerda a Sancho, en el capítulo xv de la gran obra de Cervantes, que una de las desventuras acaecidas a un paladín de la caballería andante, el Caballero del Febo, consistió en caer en una trampa subterránea, donde malandrines alevosos “le echaron una destas que llaman melecinas de agua de nieve y arena…”. “Melecina” era, de acuerdo al diccionario de la Real Academia de la lengua española, voz que vulgarmente denotaba el enema o lavativa.
La medicina actual definió apenas en 1979 la bulimia nervosa como un comer desenfrenado y habitual: el paciente siente que no puede controlarse y consume una cantidad de comida muy superior a la de la mayoría de la gente en parecidas circunstancias. El diagnóstico requiere que los hartazgos ocurran al menos dos veces por semana durante tres meses, y que exista una “conducta compensatoria, recurrente, e inadecuada para prevenir el sobrepeso”, tal como el vómito autoinducido o el uso imprudente de laxantes, enemas, diuréticos y ejercicio desmedido. Hasta hace poco, la literatura médica no reconocía casos auténticos de esta enfermedad anteriores al principio del sigloXX. Tal ausencia pudo deberse, por supuesto, a diferente terminología y diferentes conceptos diagnósticos y métodos de observación.
Pero el corazón humano admite un amplísimo registro emocional. Sigue a veces un movimiento ascensional que glorifica los placeres de la mesa, vínculo civil por antonomasia, pues, como bien se ha dicho, “a la hora de la digestión todos los hombres se reconocen como hermanos”. Marie-Antoine Carême (1784-1833), “el Napoleón de la cocina”, decía que las bellas artes son cinco: pintura, escultura, poesía, música y “la arquitectura, una de cuyas principales ramas es la pastelería”. Carême había estudiado arquitectura y usó técnicas arquitectónicas para construir los espectaculares postres que le dieron fama. El cocinero es un poeta que crea emociones a través de las papilas gustativas. Más todavía: un sacerdote vestido de blanco que remueve el limo místico de las almas con sus guisos y sus salsas. Grimod de la Reynière, excéntrico sibarita del Siglo de las Luces, declamaba conmovido en un banquete: “¡Con semejante salsa se comería uno a su propio padre!”
En contraste, un movimiento contrario rechaza los placenteros aromas y sabores. Es el impulso que, llevado a sus extremos, genera una anticocina fundamentalista, una cocina de extremistas. Estos, dice Piero Camporesi, “reafirman una ética diferente (y por ende una cocina diferenciada) respecto a la inmensa mayoría de los mortales”. Se trata del modelo culinario de los padres del desierto, productor de insomnio y alucinaciones en hombres que “reputaban los alimentos cocidos como cosa lujuriosa”. Porque, aun sin declararlo abiertamente, los ascetas equiparaban la abstinencia gastronómica con la continencia sexual: la oralidad, es decir el placer oral, era inseparable de la sensualidad. De ahí, según Camporesi, el carácter bifronte de las tentaciones anacoréticas: o bien bajo el aspecto de mujeres desnudas, o bien de suculentos manjares.
La motivación religiosa ha desaparecido casi enteramente, pero la conducta, aunque secularizada, persiste. Extraño proceder: rehusar la comida, autoinfligirse la privación de todo alimento. La medicina contemporánea reconoce la anorexia nervosa como un padecimiento específico, de fuerte tinte psicológico. A pesar de tener peso normal, las pacientes (son en su mayoría mujeres jóvenes o adolescentes) sienten un miedo pánico a engordar. La imagen corporal está profundamente perturbada: la autovaloración depende en grado exagerado de cómo la doliente percibe su cuerpo. El peso es inferior al 85% del esperado para la edad y estatura (es este un requerimiento diagnóstico), pero las afectadas rehúsan aumentarlo y niegan tercamente la seriedad de su pérdida ponderal, aduciendo especiosos razonamientos. Los clínicos aseguran poder distinguir fácilmente el adelgazamiento en estos casos del producido por enfermedad física (cáncer, diabetes, etc.) o por psicosis.
En los casos avanzados, el aspecto físico es verdaderamente patético: la piel se pega a los huesos; el esqueleto –símbolo de aniquilamiento– protruye ostentoso, anunciando su inminente victoria; diríase el cuerpo de santas medievales en la fase terminal de un fervoroso ayuno. La muerte, en efecto, puede llegar. Los medios han dado cuenta del fallecimiento por anorexia de varias bellas modelos: Ana Carolina Reston, joven brasileña, fallece en 2006 pesando apenas 40 kilos; Luisel Ramos, de Uruguay, se colapsa en la pasarela y muere de insuficiencia cardíaca; Isabelle Caro, francesa, sucumbe en noviembre de 2010, a los 28 años de edad, habiendo padecido anorexia desde los 13. Su peso era de 55 libras, casi 25 kilos. A raíz de estas desgracias se prohibió en Madrid contratar a modelos severamente adelgazadas; Giorgio Armani, la firma italiana de alta costura, hizo lo mismo.
Los desórdenes alimentarios son muy antiguos, pero su forma y motivación han cambiado con las épocas. Es motivo de maravilla constatar la profunda influencia de factores socioculturales en su origen y desarrollo. La antigüedad grecorromana no conoció la anorexia nervosa. De haber existido, no hay duda de que los grandes médicos –Hipócrates, Galeno– la habrían descrito. Pero ni ellos ni la multitud de autores, poetas o dramaturgos –cuyos escritos han permitido reconstruir la vida cotidiana de los antiguos hasta en sus más nimios detalles– dicen nada sobre jóvenes emaciadas por ayuno autoimpuesto.
El despiadado control de la ingesta pudo servir como vehículo de expresión de los anhelos y conflictos psicológicos femeninos. En la Edad Media, cuando la salvación eterna y el desprecio del mundo eran altamente loados, algunas jóvenes fueron inducidas a emular la vida de los santos y adoptar la “santa anorexia” como práctica conducente al ideal de beatitud. Hoy, el ideal es la esbeltez; la virtud cede a la corporeidad. La sociedad pregona que ser delgada es poseer un cuerpo femenino elegante. Pero el deseo de un cuerpo juncal es algo nuevo: no se menciona como móvil de la inedia en el pasado.
La anorexia nervosa no es un padecimiento exclusivamente biológico, sino sujeto a fuerzas psicosociales que lo moldean. Se antoja pensar que una ignota energía vital común a todos los seres vivos nos impele al hedonismo y al goce de la comida: es el movimiento ascensional que sostiene y robustece la vida. Solo que esa energía se transforma al incidir en el hombre, quien es por naturaleza “animal variable, multiforme, cambiante” –homo variae ac multiformis et desultoriae naturae animal– que dijera Pico della Mirandola. La energía vital que lo atraviesa se refracta, pudiendo cambiar de dirección y así causar múltiples aberraciones del comer. De ahí la confusión que reina en la literatura médica. La clasificación de estos padecimientos está en perpetua mutación y los conceptos básicos son objeto de interminables debates.
Los ayunos autodestructivos expresan una negación del cuerpo. Que se niegue en nombre de un ideal religioso, o de esbeltez, o a fuer de oscuros conflictos psicológicos (alienación, sensación de impotencia, temor a la sexualidad, etc.), es indiferente: en el fondo, se trata de un rechazo o repulsa del cuerpo y de los sentidos. Ello nos remite al viejo problema de la dualidad cuerpo-alma o carne-espíritu. Es aquí donde se inscriben las aberraciones de la conducta alimentaria. Sentenció Feuerbach: “Los intelectuales sienten por la cabeza, son hombres de cabeza; los sensuales sienten por el vientre, son hombres de vientre. El intelectual hace del vientre un medio de la cabeza; el sensual hace de la cabeza un medio del vientre. Yo como para vivir, dice el hombre de cabeza; yo vivo para comer, dice el hombre de vientre.”
Tarde o temprano hay que tomar partido. Pero adviértase que preferir la cabeza no implica cerrarse a los deleites del vientre. Si Feuerbach hubiese leído a Confucio, de seguro habría suavizado su sentencia. Todo un capítulo de los Analectos (x, viii) del sabio chino se dedica a detallar sus preferencias gastronómicas: que comía su arroz limpio y bien cocido, que ingería la carne en trozos pequeños, que nunca faltaba el jengibre en su mesa, etcétera. ¿Es concebible semejante capítulo en la obra de Kant o de Hegel? El pensador occidental es todo abstracción. Teme al cuerpo y sus sensaciones: una añeja tradición de desconfianza en los sentidos lo encierra en un dominio privado, su “mundo de ideas” que excluye la corporeidad. Confucio, en cambio, vive en paz con su propia carne. Es hombre práctico; no lucha con su cuerpo ni lo desdeña; sabe que es el digno campo de las operaciones de la conciencia.
Quizá no es coincidencia que la anorexia nervosa sea casi desconocida en el lejano oriente. ~
(Ciudad de México, 1936) es médico y escritor. Profesor emérito de la Northwestern University. Su libro más reciente es Más allá del cuerpo. Ensayos en torno a la corporalidad (Grano de Sal/uv, 2021).