Era una oferta que no podíamos rechazar. Y me refiero a oferta como “ganga”, “descuento”, “chollo”, “baratija”. Volvamos por un segundo a hablar en pesetas, solo un momento, que para eso nos trasladamos al año 1999. La oferta consistía en un viaje para dos personas a Portsmouth, Inglaterra, por diez mil pesetas. Un largo fin de semana en barco, en un ferry llamado Pride of Bilbao que salía de Santurce el jueves por la tarde, llegaba a Portsmouth el sábado por la mañana y regresaba ese mismo día a Bilbao. El lunes de buena mañana ya
estabas de vuelta en casa. Te pasabas menos de ocho horas en un pueblecito inglés sin demasiado encanto pero hay que precisar que la diversión no estaba en el destino sino en el propio viaje en barco. La gracia estaba en cargar litros de kalimotxo en el ferryy montar tu propia juerga las tres noches que pasabas en ese enorme hotel flotante, donde cada palmo de suelo estaba extravagantemente enmoquetado.
Para algunos de mis amigos era su segundo viaje en el Pride of Bilbao. Contaban que el primero había sido espectacular. Sobre todo destacaban un detalle extraño pero que sonaba divertido: el barco tenía enchufes por todas partes. No entendí la ventaja de ese dato, pero mi amigo Gontzal me lo aclaró enseguida. Podías ir con el radiocasete por los pasillos del ferry, enchufarlo en cualquier parte y así montar el botellón con hilo musical propio donde quisieras. A Gontzal eso de la música le importa mucho. Solo puede oír determinado tipo de grupos. Si no, se pone de mal humor. Y como le gusta mucho salir, a veces cuando va de bares le da por llevar un walkman. Todo el mundo baila al ritmo de la música del local mientras él se aísla del resto oyendo su propia selección musical. De ahí que a veces sea habitual ver a la gente moverse a un ritmo y a Gontzal, ajeno a todo, bailar a otro. Es la versión trendyde esos señores que ven el fútbol por la tele y escuchan la retransmisión del partido por la radio.
Llamo a Gontzal para que ver si se acuerda de algunas cosas del viaje. Me pregunta si estoy enterado de que el barco ya no hace la ruta, de que se cerró el itinerario hace más de un año. Sí, justo acabo de mirarlo en internet y me da pena. Es un viaje que me habría gustado repetir. Gontzal me recuerda que el viaje lo hicimos en febrero, con un frío del carajo y un mar nada tranquilo. Diego, otro amigo que hizo los dos viajes, las pasó canutas por el mareo, pero nunca le vi rechazar un vaso de kalimotxo. Por cierto, hay un detalle que me revela Gontzal cuando le pregunto cómo subimos al barco litros y litros de vino en brik y refresco de cola. Me responde que con un carro de la compra adquirido para la ocasión. Un carro de toda la vida, de lona y con ruedas. Imagino el aspecto que debíamos tener un grupo de chavales subiendo la pasarela con un carrito estampado cuadros. ¿Daríamos mucho el cante? Gontzal me dice que no, que era lo bueno de ir en un barco lleno de ingleses. Para ellos el comportamiento hooligan (beber, poner un radiocasete a todo volumen en los pasillos, gritar a altas horas de la madrugada) estaba al orden del día, por lo que nuestro salvajismo les parecía poca cosa.
Solo hubo un problema. Y nos hizo tragarnos nuestras actitudes de chicos malotes. Hablaba antes de la importancia que le daba Gontzal a la música. En aquella época estaba obsesionado con Turbonegro, una banda noruega de punk rock formada por tíos heterosexuales que se hacían pasar por gays. La canción favorita de Gontzal se llamaba “Rendezvous With Anus”, lo que puede dar una idea del tipo de grupo de que estamos hablando. Más allá de oír su música casi todo el tiempo en el casete, Gontzal compró en un todo a cien británico maquillaje para emular la caracterización de los integrantes de Turbonegro. Aquella noche, antes de salir del camarote, Gontzal se pintó la cara al estilo Turbonegro: una estrella negra alrededor del ojo. Diego le siguió y se pintó un rombo. La verdad es que para mí las diferencias estéticas entre el grupo noruego y los Kiss de toda la vida eran escasas. Yo también quería pintarme, pero no tenía ni idea de la figura que me pondría, ya que la gracia estaba, claro, en no repetir de las de mis amigos. Al final opté por un círculo y cuando me miré al espejo, una vez acabada la tarea de maquillaje, me di cuenta de que no había sido buena elección. Ni parecía un miembro de Turbonegro ni de Kiss ni de ningún grupo heavy. Parecía un oso panda. O un mapache. Pero claro, con unos cuantos cubatas de vino encima no le dabas mucha importancia al asunto.
El tema es que una vez maquillados quisimos seguir haciendo uso de las pinturas compradas en el chinobritánico. Y la emprendimos con las paredes del camarote. No recuerdo qué garabateábamos pero sí que nos pusimos a pintarrajear a lo loco. En plan malotes, en plan “nos da igual ser unos vándalos”, en plan “estrella del rock que destroza su habitación de hotel pero ni estamos en un hotel ni somos rockeros pero estamos en un camarote de tercera clase de un barco que hace ofertas de viaje en temporada baja, por lo que pintamos las paredes”. El caso es que a la mañana siguiente un señor con uniforme nos esperaba en la puerta del camarote con una cara muy seria. Diego decía que era el capitán, pero yo tengo dudas de que el hombre al mando se ocupara de unos chavales que habían pintado la habitación. Nos cayó una buena bronca que nos quitó de golpe la actitud malota y nos devolvió a la infancia con una reprimenda de colegio de curas. Es importante decir aquí que todos los amigos procedíamos del colegio de jesuitas de San Sebastián y eso de la bronca, el mando y el castigo lo llevábamos anclado en nuestra alma. Durante años nuestros profesores nos habían trabajado muy bien eso del sentimiento de culpa, por lo que éramos el tipo de culpables más dispuestos a confesar del planeta Tierra, los que resisten menos de cinco segundos un interrogatorio. Empezamos a pedir perdón antes incluso de que formularan las acusaciones.
De ahí que cuando una señora de la limpieza nos endosó un spray limpiador y unas bayetas, nos pusimos a fregar como locos. Las imprudencias se pagan, pensábamos, como si fuéramos los protagonistas de un vídeo didáctico sobre adolescentes descarriados. He de decir que nunca me he sentido tan poco europeo en mi vida. Un ciudadano británico, autoridad en un barco con capacidad para 2.500 pasajeros y 580 coches, leía la cartilla a un grupo de adolescentes del sur de Europa que habían cometido un pecado contra el buque Pride of Bilbao. Además, el hecho de que nuestro camarote fuera el más barato, el menos sofisticado de todo el ferry, nos convertía en la basura blanca más indeseable de todo el pasaje. Entre ser un polizón y lo que éramos nosotros había una fina línea. Ni siquiera éramos pasajeros de los buenos, de los que gastaban en las tiendas y consumían en el restaurante. Habíamos cargado en nuestras mochilas decenas de latas de fabada Litoral y atún del Eroski y en eso consistió nuestra dieta durante esos días. Ni siquiera había una hora de comer. Si tenías hambre, te comías una lata fría de fabada y listo, fueran las diez de la mañana o las seis de la tarde. No estábamos para gastos.
No sé si la tripulación del Pride of Bilbaopensaba que éramos el lumpen del pasaje, pero desde luego es lo que a nosotros se nos pasaba por su cabeza. Tras horas de rasca y gana sobre las paredes del camarote, dejamos la estancia medianamente decente. No puedo decir que estuviese impoluta pero sí se veía una intención, se veía una insistente tentativa de limpiarlo que esperábamos fuera suficiente para nuestros europeos inquisidores. Nuestro gran miedo es que nos hicieran pagar una multa para hacer frente a un arreglo más serio. No teníamos un duro, nos lo habíamos gastado todo en los billetes y el kalimotxo, así que ya nos veíamos fregando platos en la cocina del barco si se consideraba insuficiente nuestra labor de limpieza. Fantaseábamos con que, si no pagábamos, no nos dejarían bajar del barco y volveríamos a ir a Portsmouth, cosa que no nos parecía tan mal.
Años atrás, con los mismos amigos, en un viaje a las Landas, en Francia, creímos habernos equivocado de tren al volver a San Sebastián, algo que nos pareció la mar de emocionante. El tren que habíamos cogido en Bayona no parecía ir en dirección a Irún sino en sentido opuesto. Durante dos minutos celebramos la idea de aparecer en París pero pronto las vías del tren trazaron una curva de 180 grados para devolvernos a nuestras casas. El recuerdo de aquel posible viaje se apoderó de nosotros cuando limpiábamos nuestros rudimentarios grafitis. Habíamos ido a pasar una semana en la casa de veraneo de un amigo en Capbreton. El sumario de aquellas vacaciones incluye un cacheo por parte de la policía francesa y un merodeador que intentaba acceder a la casa donde estábamos a las cinco de la mañana como hechos más emocionantes. El cacheo fue gracioso. Caminábamos por las calles del pueblo a eso de las doce de la noche cuando dos coches frenaron bruscamente detrás de nosotros. Nos giramos y vimos a unos policías que bajaban de los coches y corrían hacia nosotros apuntándonos con unas linternas. Gritaban en francés. No entendíamos nada. Solo acertamos a oír una orden clara: “Le vitrine, le vitrine!” Tardamos cinco segundos en entender que se referían a que nos apoyáramos en el escaparate de la tienda frente a la cual estábamos petrificados. Nos pusimos todos en fila con las manos apoyadas en el cristal y las piernas abiertas, como en esas redadas a traficantes de crack. He de decir que me acojonó bastante notar que el policía me cacheaba con la pistola en la mano. Sentir el revólver en la pierna izquierda es una experiencia que nunca olvidaré. El que seguro que no olvidará detalle de aquel cacheo fue un amigo que se meó en los pantalones de puro terror. Nos pidieron el carnet y nos dejaron ir. Obviamente no éramos los narcotraficantes que buscaban. Ese suceso pasó a conocerse a nivel de grupo como “Le vitrine”, como si el vocablo francés hubiese pasado a significar policía, kalimotxo e incontinencia urinaria en la misma palabra.
Hablábamos de “Le vitrine” mientras limpiábamos las paredes del camarote de tercera. Aquella limpieza chapucera bastó para que no nos metieran en el calabozo del Pride of Bilbao. A los supervisores les pareció suficiente nuestro esfuerzo.
En la bandeja de entrada de mi correo me entra un e-mailde Gontzal cuyo asunto es “Datos significativos” y que me recuerda varias cosas del viaje que yo había olvidado. Paso a transcribirlo ya que no tiene desperdicio:
Cosas que hicimos en Portsmouth (en los dos años que fuimos):
–Comprar un vómito de imitación en un todo a cien (era como el blandiblú pero en marrón y con tropezones). De hecho, los dos años fuimos al mismo todo a cien, porque tenían cd, tebeos de dc… era un sitio ultraversátil.
–Meternos en un supermercado de esos en los que venden (a precio bajísimo) comida que está a punto de caducar. Pillamos bollería industrial.
–Ver (desde fuera) la casa natal de Charles Dickens (apostando por la cultura).
–Tomar un English breakfast en un chiringuito. Pregunté a ver si servían Mars rebozados y fritos en freidora pero no los tenían. Es un alimento muy popular por allí.
–Lo mejor: sentarnos en un banco en la calle principal para ver pasar inglesas guarras. En 1998 se había puesto de moda la piel de leopardo y era una auténtica
fiebre. Todas las chicas llevaban algo con imitación de piel de leopardo: botas, chaquetas, camisetas, gorros…
Lo más chungo que vimos fueron ¡unas muletas forradas!
Quizás la referencia al género femenino puede hacer saltar la siguiente pregunta: ¿alguno de nosotros ligó en el viaje? Ese es un tema que puedo liquidar con rapidez. La respuesta es no. Pero lo pasamos muy bien y se puede decir que adquirimos cierta popularidad entre el pasaje del Pride. Nuestro momento de gloria consistió en un extraño baile que inventamos en la discoteca del barco. Si nunca han hecho un crucero pero tienen cierta imaginación para adivinar el nivel de horterada existente en una boite flotante, supondrán que la discoteca del Pride of Bilbaoera un monumento al espejo-en-techo, a la iluminación de fantasía y al mobiliario de escay. En ese contexto, de ancianos bailando la conga y matrimonios de mediana edad dándolo todo en la pista de baile al ritmo de Ace of Base, mis amigos y yo improvisamos una coreografía con caretas de marciano excedentes del Carnaval de aquel año y una enorme caja de cartón que me había agenciado. Me puse la caja de cartón en la cabeza y empecé a moverme como un robot al tiempo que los marcianos se arremolinaban a mi alrededor. Este ritual llamó la atención de los ancianos y los matrimonios de mediana edad, que dejaron su compulsivo baile para hacernos un corrillo. Sé que ahora mismo y así descrito, esta performanceprovoca bastante vergüenza ajena, pero para una panda de chavales borrachos ser el centro de atención de una masa de ingleses sonrosados fue un gran acontecimiento. La actuación terminó con grandes aplausos y el robo de una pandereta. Este detalle puede parecer banal, pero creo que esa pandereta sigue en casa de algún amigo como trofeo de aquella noche. La cogimos del escenario de la disco, donde horas antes había actuado la banda que amenizaba las tardes del barco. Ahora que lo pienso, pobrecillos los del grupo, se pasarían horas buscando la pandereta. Como diría Miguel Noguera, “pobres diablos”.
Aparte de la pandereta, nos trajimos unas cuantas cosas del viaje, pero ya conseguidas de forma legal, comprándolas y eso. En un viaje tan corto y con una estancia tan breve en el destino te preguntas si es necesario mandar una postal a tu familia y comprar un souvenir. Ese fue motivo de debate entre nosotros. ¿Compras un recuerdo de Portsmouth a tu familia si has pasado en la ciudad menos de ocho horas? ¿Tiene sentido la postal narrando el viaje si el mismo hecho de escribirla, sellarla y depositarla en un buzón te quita gran parte del tiempo de estadía? Yo compré a mi madre una edición inglesa de Vértigo,de Hitchcock, su película favorita, que ha visto más de sesenta veces. Creo que aún la conserva. Le hizo ilusión, que eso es lo que importa de los regalos de viaje.
Les he dicho a mis amigos que les enseñaré estas líneas cuando las termine, ya que me han ayudado mucho a reconstruir nuestra travesía. Seguro que nos hemos dejado un montón de detalles pero si de repente Diego o Gontzal se acuerdan de algo será una excusa para llamarnos y reírnos un rato. Ha sido divertido rememorarlo con ellos. La verdad es que lo pasamos muy bien en ese barco que ya no existe. A veces vuelvo a pensar en el círculo que me dibujé en el ojo en la noche de Turbonegro y que me hizo parecer un oso panda. Con más calma, pienso qué podría haberme dibujado para no hacer el ridículo. Es un juego que hago conmigo mismo y lo cierto es que nunca se me ocurre una alternativa. ¿Un cuadrado? ¿Un triángulo? ¿Una equis? No parecen muy buenas ideas. ~