Guerras del metaverso

Los medios de comunicación han influido en la manera en que se perciben los conflictos bélicos. En tiempos de redes digitales, los ciudadanos son absorbidos por un espectáculo manipulador. En contraparte, el periodismo civil y la democracia pueden destruir las mentiras y visibilizar las crueldades de la guerra.
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En los últimos meses decenas de reporteros y comentaristas en los medios de comunicación han expresado su sorpresa por el “regreso” de la guerra y las posibilidades renovadas de una Tercera Guerra Mundial centrada en Ucrania. “El jueves por la mañana Europa despertó con una gran guerra, luego de que el presidente ruso Vladímir Putin lanzara una violenta y múltiple invasión a Ucrania, la democracia que se posa entre los países de la OTAN y Rusia”, escribió Zachary B. Wolf de CNN solo unas horas después de que el ejército ruso atacara por primera vez. Una sorpresa similar manifestó el intelectual más destacado de Alemania, Jürgen Habermas: “77 años después del fin de la Segunda Guerra Mundial y 33 años después del final de una paz frágil sostenida solo a través de un delicado balance de terror”, escribió en el periódico Süddeutsche Zeitung, “las imágenes perturbadoras de la guerra han regresado, justo afuera de nuestra puerta y desatadas arbitrariamente por Rusia”.

Estas declaraciones me han parecido tan sorprendentes como desconcertantes, aunque solo sea porque en mi vida la guerra ha sido una constante compañera. Nací en una era de guerra interminable. Mi tío fue torturado y privado de alimento hasta su muerte en un campo de concentración japonés en la isla de Ambon. En mi adolescencia, imágenes de hambre y muerte en Biafra llegaron a mí a través de los periódicos de finales de la década de 1960. En mi primera semana de universidad, fui reclutado para pelear en Vietnam. Me rehusé. Conocida como la primera guerra televisada, nombrada así por Marshall McLuhan, ese roce con la guerra provocó desacuerdos familiares y me enseñó mis primeras lecciones sobre política. Viví de cerca los tiroteos cuando visité Líbano, justo en el momento en que ese hermoso país se sumergía en un conflicto brutal que demostró que ninguna guerra es civil. Vi con mis propios ojos cómo la guerra genera círculos viciosos de odio y deja a todo un país en la absoluta ruina, con solo víctimas y ningún vencedor.

La guerra ha sido interminable para mí de otras maneras. Las cosas más memorables, los puntos bajos, incluyen dar la espalda públicamente al izamiento de la Union Jack durante la guerra de las Malvinas. A finales de la década de 1970, en un club repleto de Londres (si mi memoria no me falla) vi a The Clash cantar con fuerza la letra “Hate and war! The only thing we got today!”. En diciembre de 1991, golpeé fuertemente la mesa de un presentador durante una entrevista para el canal de televisión Sky News, sobre el bombardeo de Dubrovnik, una ciudad donde había enseñado durante varios años antes del estallido de una guerra vil que marcó de por vida a la mayoría de mis amigos yugoslavos.

Más tarde escribí y presenté un documental de radio de la BBC sobre las pruebas nucleares secretas que tuvieron lugar a mediados de la década de 1950 en mi natal Australia Meridional. Destacan las historias de los supervivientes de los experimentos imprudentes que arrojaron nubes de contaminación a lo largo del desierto y dejaron atrás una vasta zona de basura nuclear que cobró incontables vidas, incluidas las de los indígenas desarraigados y las de lo trabajadores del lugar, entre ellos mi padre. Esto me motivó a escribir y publicar ensayos y libros acerca de la violencia, de la historia de la guerra y la democracia, y de la nueva guerra contra los capos de la droga, terroristas, guerrillas y otros agentes no estatales. A través de la televisión, la radio y los periódicos he sido testigo de lo que se siente como una procesión permanente de guerras en Mozambique, Mali y Somalia, en Palestina, Irak, Afganistán y Siria, y en Myanmar y Cachemira. Y ahora hay una cobertura mediática mundial del horror, la carnicería y la destrucción de día y noche que llueve sobre la población de Ucrania.

La historia importa

Cuando se trata de dar sentido a todas las guerras de nuestra época y cómo el periodismo narra sus efectos a públicos lejanos, la historia de verdad importa. Cuando somos ignorantes del pasado, invariablemente malinterpretamos el presente; la conciencia del pasado nos ayuda a comprender la medida de las cosas. Llegamos a darnos cuenta, por ejemplo, de la gran importancia militar y política de las armas recién diseñadas (la espada, el fuego griego, la ballesta, la ametralladora y las armas químicas) y los modos cambiantes de combatir en la guerra. Llegamos al entendimiento de cómo, durante la segunda mitad del siglo XIX, la guerra disputada por la caballería y las formaciones cerradas de infantería se volvió obsoleta debido a los rifles, los cañones de acero y los proyectiles explosivos; y nos vemos obligados a preguntarnos si las armas nucleares y el llamado “equilibrio del terror” protegerán para siempre nuestro planeta de la autodestrucción humana. Somos dirigidos también a ver que esos pequeños desarrollos pueden tener consecuencias históricas mucho más graves.

Pensemos en la invención, a mitad del siglo XIX, de la profesión del reportero de guerra y el papel de figuras como William Russell, un colega irlandés, a quien, al parecer, le gustaba mucho beber para calmar sus nervios cuando estaba en misiones y así poder entregar valiosos despachos noticiosos para The Times en Londres desde Crimea y los campos ensangrentados de la rebelión de la India, la guerra civil estadounidense y la guerra franco-prusiana a principios de la década de 1870.

La historia importa de otra manera. Nos ayuda traer a la memoria lo que nos han enseñado Harold Innis y Marshall McLuhan de la escuela de periodismo y medios de Toronto: diferentes modos históricos de comunicación estructuran de manera diferente los sentidos corporales de las personas, los patrones de cognición, los horizontes mentales y las experiencias diarias del mundo. Los medios de comunicación no deben entenderse como canales “neutrales” que transmiten “información”.

Pensemos las cosas de otra manera. En tiempos definidos por la oralidad, la escritura y los mensajes difundidos por caballos, burros y corredores a pie, las batallas, los asedios, las victorias y las pérdidas se informaban solo después del hecho. La guerra no conoció la cobertura mediática. Las noticias de los frentes de batalla se transmitían en cámara lenta, se relataba ex post en poemas, obras de teatro, discursos y libros, algunos de los cuales más tarde ‘se convirtieron en clásicos. Un ejemplo de esto es la Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides, de finales del siglo V a. C., recordada por su observación de que en la guerra “los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben”. El arte de la guerra, el famoso libro de Sun Tzu, escrito casi un siglo antes, es recordado de manera similar por su comparación de la guerra con el agua que fluye y proverbios como “La excelencia suprema consiste en romper la resistencia del enemigo sin luchar”. De la guerra, del general prusiano Carl von Clausewitz, publicado póstumamente en 1832, encaja en este patrón, pues hace hincapié en que, en una era de movilización popular, la guerra es una continuación de la política usando otros métodos; es un clásico que pertenece a la época marcada por la ausencia de reportajes de guerra y por la entrega de noticias en cámara lenta.

En el momento de la batalla de Waterloo, en 1815, por ejemplo, había 56 periódicos publicados en Londres, pero ninguno de ellos planeó narrar las noticias desde el frente de batalla. Llevada por caballos y por un bote de remos, la noticia de la histórica derrota de Bonaparte por el ejército de Wellington, a menos de 350 kilómetros de Londres, tardó tres días en conocerse en la ciudad y siete meses en llegar a Sídney en velero.

Cuando las imprentas publicaban periódicos con las noticias diarias y las historias se difundían con la ayuda de los barcos de vapor alimentados con carbón, el telégrafo y las primeras transmisiones de radio, las noticias de la guerra se electrificaron. Las barreras espacio-temporales se redujeron rápidamente, pero nunca alcanzaron el punto cero. A menudo se dice que la Primera Guerra Mundial fue el primer conflicto militar delineado por las comunicaciones masivas electrificadas. Una nueva investigación, sin embargo, arroja dudas sobre esa vieja historia eurocéntrica que en 1914-1918 fue un punto de inflexión histórico en los despachos de guerra de los medios. Sucedió antes y en otros lugares.

Los inicios de la transmisión masiva de la guerra se remontan a la guerra ruso-japonesa de 1904-1905. Ese conflicto no solo fue la primera guerra moderna que resultó en la victoria de una potencia asiática a expensas de un ejército con base en Europa. Fue el momento en que, por primera vez, periodistas de guerra como Lionel James, que trabajaba para The New York Times y The Times de Londres, experimentaron con la tecnología de radio. Para superar el viejo problema de la interferencia de los mensajes telegrafiados por parte de los operadores en las estaciones de retransmisión (a menudo los reportajes eran censurados o su contenido era falsificado), James proporcionó a los periódicos noticias de las batallas desde un barco en alta mar, equipado con un improvisado mástil transmisor de radio.

La invención y la aplicación de la transmisión satelital para el reportaje de guerra, seguido por la integración digital de periódicos, radio y televisión, y la multiplicación de plataformas de guardianes y observadores, desde entonces, lo han cambiado todo. A lo largo de mi vida, las historias de guerra han estado disponibles al instante en todos los puntos del planeta. La guerra se ha vuelto extremadamente visible y más palpable, se ha acercado más a nosotros. Recordemos el punto clave: en cualquier época, en asuntos de guerra, las fuerzas reinantes y las relaciones de comunicación estructuran lo que se puede informar, cómo se informa sobre la guerra, por qué esta o aquella guerra es significativa y cómo la “sienten” tanto las víctimas como los testigos. El medio da forma a los mensajes enviados y su recepción pública.

Marshall McLuhan destacó en Guerra y paz en la aldea global (1968) la importancia histórica de los periodistas que usaron por primera vez cámaras portátiles de cinta (Portopac), que funcionaban con baterías. Ellos grababan sus despachos noticiosos en aviones durante la noche para abastecer de noticias a los medios televisivos que las transmitían la mañana siguiente en casa. “Ahora estamos en medio de nuestra primera guerra televisada”, escribió. “La guerra televisada ha significado el fin de la dicotomía entre civiles y militares. El público ahora participa en todas las fases de la guerra, y las principales acciones de la guerra ahora se están librando en los propios hogares estadounidenses.”

La cobertura ininterrumpida que hizo CNN, en 1991, de la guerra del Golfo llevó las cosas más lejos. Fue uno de los momentos decisivos en la historia contemporánea de la guerra y los medios. Señaló el fin de las demoras en el espacio-tiempo, la primera distribución verdaderamente global en tiempo real, la más completa mediación de guerra en la historia. Abrió el camino para una serie de novedades, incluso haciendo posible, como en Mogadiscio, Somalia, los reportajes en vivo que mostraban a periodistas armados con luces, cámaras y micrófonos saludando extrañamente el desembarco de los marinos estadounidenses en la Operación Restaurar la Esperanza, en 1992.

Guerras del metaverso

La digitalización del reportaje de guerra culmina hoy en lo que Shi Zhan, un joven estudiante chino, ha llamado “la primera guerra del metaverso”. La frase debe usarse con cautela. Metaverso es una palabra imprecisa. Ha sido tomada de la novela de ciencia ficción Snow crash de Neal Stephenson para referirse a las tecnologías 3D en red digital que invitan a los usuarios, socialmente conectados, a lo que parecen ser mundos virtuales “realistas”. Si se usa con cuidado es una buena palabra para describir la forma en que la guerra, por primera vez, empieza a tener una calidad de realidad aumentada, digitalizada y gamificada.

Consideremos estas características del metaverso en la guerra de Ucrania. Cada noche, el presidente del país devastado por la guerra, que antes fue un actor y comediante de televisión, la estrella de una serie llamada Servidor del pueblo, hace solicitudes morales de ayuda militar a las audiencias de todo el mundo. Comparando las fuerzas rusas con el enemigo imperial en Star wars, anticipando el triunfo de Ucrania como una “democracia digital” de clase mundial, el presidente aparece como un holograma en el escenario de los festivales tecnológicos europeos. Las representaciones escénicas del presidente son cuidadosamente pensadas para su público objetivo. Lo que les dice a los miembros de la Knéset (“Rusia está preparando una ‘solución final’ para Ucrania”) difiere en tono y sustancia de lo que dice por enlace de video a los parlamentos en Atenas (“Ucrania es uno de los países ortodoxos que fue cristianizado por los griegos”) y en Ottawa (donde recibió varias ovaciones de pie durante un discurso plagado de referencias a Vancouver, la Torre CN en Toronto y otras ciudades y lugares reconocidos). Profesionales especialistas y expertos en televisión, relaciones públicas y mercadotecnia asisten a la dramaturgia. Su trabajo es narrar el progreso de la guerra y despertar la indignación de los espectadores utilizando al máximo las redes digitales disponibles.

Las guerras del metaverso unen los dos mundos en línea y fuera de esta. Sesiones informativas de la sala de guerra, campos de batalla repletos de humo, imágenes de aviones en combate, tanques y tropas, edificios destrozados, campos en llamas y civiles aterrados: imágenes, sonidos e historias escritas sobre todos los horrores de la guerra se combinan y transmiten como información en tiempo real. Los mensajes son recibidos y circulan por una plétora de plataformas. No todas estas son empresas de comunicación estatales o con ánimos de lucro.

La guerra se vuelve una representación “gamificada” en las redes sociales. Hay ataques cibernéticos, piratería organizada, propagación de programas maliciosos, desmantelamiento y cambios en la apariencia de sitios. Cubiertos en el mayor secreto, los drones impulsados por IA (enjambres de drones y nanodrones conocidos en el gremio como “sistemas aéreos pilotados remotamente”) matan de forma anónima, sin previo aviso y desde grandes alturas. Voluntarios se unen a ejércitos cibernéticos a través de Telegram. Las comunidades cripto recaudan fondos para la guerra. La información se copia, se publica y se vuelve a publicar, se mezcla, “me gusta” y “no me gusta”. Los gobernadores y alcaldes publican noticias en Facebook y Twitter. Los usuarios se dejan llevar por la actuación. Ejércitos enteros hacen lo mismo, por ejemplo: en reformas importantes de los últimos años, el ejército de Ucrania prescindió de unidades de combate más grandes que sus escuadrones. Como consecuencia, sus estructuras de combate de guerra son más planas y sus operaciones de mando e inteligencia más estrechamente conectadas digitalmente. Ahora despliegan, guiados digitalmente, misiles Stinger y Javelin y armas antitanques NLAW de Saab.

Por su parte, los civiles ofrecen sobre el terreno servicios de inteligencia a las fuerzas armadas; y los ciudadanos transmiten en vivo sus propias desgracias al resto del mundo. Los vloggers, incluidos los extranjeros como Jixian Wang, en Odesa, transmiten continuamente comentarios. Reporteros itinerantes independientes hacen circular información desde el lugar de los hechos. Las imágenes espeluznantes y los vívidos sonidos que recopilan son recogidos por Al Jazeera, Los Angeles Times y otras plataformas de medios mayoritarios. Lo local atrae audiencias mundiales a la realidad virtual 3D de la guerra.

Censura

En la época de las guerras del metaverso, la digitalización del reportaje de guerra está complicando la vida de los Estados y los ejércitos. No debería ser sorpresa, dado que el poder arbitrario ama el secreto y hace todo lo posible para bloquear y retocar las imágenes, los sonidos y las historias que considere peligrosas. Ama el despotismo al estilo ruso y sus plataformas de noticias controladas por el Estado que se especializan en aplastar y criminalizar los mensajes de sus oponentes, como Vremya. Se sofoca a Twitter y el ingreso a Facebook depende de que puedan volverlo lento. Pero no hay ángeles en la guerra del metaverso. La información exacta sobre el número diario de soldados ucranianos muertos o heridos en acción no suele estar disponible. También falta la documentación necesaria para confirmar o contrarrestar la sospecha de que el bombardeo del teatro Mariúpol fue el trabajo sucio del Batallón Azov y no del ejército ruso. Es un antiguo patrón. Ahora vivimos en sociedades saturadas de medios, pero cuando se trata de censura algunas cosas no han cambiado. Desde la llegada del reportaje de guerra en el siglo XIX, los Estados en conflicto hacen todo lo posible por asegurarse de que la verdad sea la primera –y los matices la segunda– víctima de la guerra. La guerra contra los medios es la gemela de la guerra mediada.

La guerra ruso-japonesa de 1904-1905 fue crucial. Ese fue el momento en que un gobierno reprimió sistemáticamente a los periodistas europeos y estadounidenses, impidiéndoles acercarse a las primeras líneas de la batalla y, en su lugar, recluyéndolos en Tokio, donde fueron entretenidos con lujosas cenas, representaciones teatrales y paseos por la isla. Desde entonces, las técnicas de control de los Estados se han vuelto más y más sofisticadas. Consideremos el caso de Estados Unidos. Una república orgullosa de su compromiso con la Primera Enmienda, los gobiernos sucesivos han hecho todo lo que está en sus manos para evitar que los periodistas metan las narices en los asuntos militares. Cuando Estados Unidos entró en la Primera Guerra Mundial, el gobierno controló y censuró las comunicaciones por radio y las fotografías. Los periodistas se mantuvieron lejos del frente. En 1917 y 1918, Woodrow Wilson y el Congreso aprobaron las leyes de Actos de Espionaje y Sedición, declarando ilegales la profanación de la bandera y la publicación de material considerado “desleal, profano, injurioso o abusivo”. A 75 periódicos se les retiró su privilegio de correo o fueron obligados a suavizar su oposición editorial a la guerra.

            Durante la Segunda Guerra Mundial se creó la Oficina de Censura militar, la cual obligó a los periodistas que querían tener acceso a la guerra a solicitar identificaciones oficiales, lo que obviamente significaba que tenían que seguir la línea del gobierno. No hubo historias sobre la creación de la bomba atómica hasta que la Segunda Guerra Mundial llegó a su fin. Con la guerra de Vietnam se estableció la Oficina Conjunta de Asuntos Públicos de Estados Unidos que organizaba conferencias de prensa diarias para gestionar la narrativa de una guerra que eventualmente se perdió, en parte debido a los duros reportajes de los medios. No se deben pasar por alto los momentos en los que las fuerzas armadas de Estados Unidos se lanzan a la guerra contra los medios de comunicación de su enemigo objetivo. La Primera Enmienda significa entonces poco o nada, como durante la invasión de Bagdad en 2003. El secretario de Defensa Donald Rumsfeld convocó personalmente a los altos funcionarios de Al Jazeera a Washington y durante una gélida reunión que duró solo unos minutos (tengo información fidedigna al respecto) insinuó que atacarían su sede en Doha. En Bagdad, las fuerzas estadounidenses bombardearon después Al Jazeera y Abu Dhabi TV; y, en un incidente bien conocido, bombardearon el Hotel Palestina, la residencia principal de periodistas independientes; durante el ataque murieron un reportero de Ucrania y otro de España.

Espectáculos

En la era de las guerras del metaverso, la guerra no es solo un escenario en el cual la censura gobierna con supremacía. En el siglo pasado, por primera vez, los medios de comunicación se utilizaron para embellecer los conflictos bélicos, como lo apuntó Walter Benjamin. En la época de la reproducción mecánica, comentó, la guerra se representa a través de “espectáculos que promueven la ilusión” y “el placer estético”. El fascismo fue el principal impulsor de esta estetización de la guerra. El comunismo, concluyó, responde “politizando el arte”.

Benjamin estaba en lo cierto sobre el fascismo –recordemos las películas de Leni Riefenstahl y el documental Theresienstadt (extraoficialmente El Führer da una ciudad a los judíos)–, pero no acerca del comunismo –una larga y sórdida historia– o sobre las democracias capitalistas que siguieron. En la era de la guerra del metaverso, los gobiernos electos y sus fuerzas armadas, con la ayuda de periodistas leales y las herramientas de comunicación de última generación, transforman la guerra en un entretenimiento multimedia. La guerra se convierte en la gemela de la comunicación. Las plataformas multimedia interpelan, movilizan, seducen; su función es ser vendedoras de eufemismos, ilusiones, mentiras y distorsiones, agentes de persuasión y engaño público. Por su parte, los ejércitos y los gobiernos las usan para proyectar y controlar sofisticadas narrativas mediáticas diseñadas para ganar el apoyo público para la guerra.

La regla de trabajo de los guerreros es difundir estratégicamente la información y desinformación en todo momento, utilizando todos los medios disponibles. “La guerra está en las palabras”, escribió James Joyce en Finnegans wake (1939). En 1989 el crítico cultural francés Paul Virilio replicó: “La guerra es el cine, y el cine es guerra.” Hoy en día, la guerra viene también envuelta en sonidos, imágenes y textos en red. Las operaciones militares están encubiertas en publicidad diseñada y manejada por profesionales de las relaciones públicas de las fuerzas armadas. Los oficiales al mando están capacitados para evadir la mala publicidad. Se proporcionan declaraciones, reportes y carpetas de prensa a los periodistas. Palabras clave y frases como cruel, odioso, autócrata, armas de destrucción masiva, victoria y democracia son mantras diarios. George Orwell advirtió sobre los líderes promotores de la guerra que tergiversan la sintaxis y las palabras y “arrojan la opinión correcta tan automáticamente como una ametralladora lanza balas”. Eso es lo que sucede en las guerras del metaverso. Hay guerra en el lenguaje de la guerra, nuevas formas de palabrerías en las que oímos hablar de “ataques quirúrgicos”, “armas inteligentes”, “daños colaterales” y “operaciones especiales”. El punto es convertir la contienda en un espectáculo, en una representación dirigida por los militares. Hay conferencias de prensa diarias donde se afirma una y otra vez que no hay censura más allá de lo necesario para la victoria militar y la seguridad de las tropas. De manera calculada, se levanta la moral y se hacen llegar las buenas noticias desde el frente. Un lugar especial está reservado para los hombres y mujeres valientes, leyendas y héroes, algunos de ellos soldados desconocidos que han dado su vida, como un piloto de combate conocido como el “Fantasma de Kiev”, de quien se dice que llegó a la cima de la imposibilidad al derribar sin ayuda a docenas de aviones enemigos (las cejas arqueadas luego obligaron al comando de la Fuerza Aérea de Ucrania a retractarse e instar a los ucranianos a “no descuidar las reglas básicas de higiene de la información”). En todo momento, el objetivo es desprestigiar al adversario, vender la convicción de que se trata de una guerra justa, negar que las cosas van mal, publicar desmentidos instantáneos, cubrir en silencio las malas noticias.

Silencios

Entre las características más extrañas de las guerras del metaverso actuales está la forma en que el periodismo produce agujeros de silencio invisibles dentro de la intensa cobertura mediática de los conflictos militares. Pocos periodistas de los medios mayoritarios se molestan en investigar cómo la guerra es una fábrica de chatarra, una envenenadora de campos, granjas y bosques, una gran destructora de nuestros ecosistemas planetarios. Rara vez clavan sus dientes en la economía política de las guerras del metaverso.

La cobertura mínima, del tipo más anodino y superficial, es su especialidad. “Varios países de la OTAN ahora están suministrando a Ucrania armas más pesadas para que su ejército haga retroceder al ejército de Rusia”, reportó BBC News el 5 de mayo de 2022. Al día siguiente, The New York Times agregó: “Gran Bretaña ofrecerá 1,300 millones de libras adicionales (alrededor de 1,600 millones de dólares) en apoyo militar y ayuda a Ucrania.” A los periodistas que escriben tales líneas parece no ocurrírseles que las palabras “ofrecer” y “suministrar” son eufemismos para la “venta” de armas de destrucción masiva; o que sus informes refuerzan el silencio público sobre corporaciones respaldadas por el Estado, como Rostec de Moscú, BAE Systems, el principal contratista de armas de Europa, o Raytheon, el más grande productor de misiles guiados del mundo, o el gigante global de los monstruos con fines de lucro, el fabricante de armas Lockheed Martin.

El más ensordecedor silencio mediático se manifiesta al disimular la muerte. Lo que obviamente debe decirse y repetirse: la guerra es la fiesta de la muerte. La guerra carcome y arruina vidas. Mata. Sus asesinatos revuelven mentes, destrozan sueños, rompen corazones, envenenan la decencia y destruyen la bondad. Los sobrevivientes viven permanentemente con la guerra en sus entrañas. Cuando comienza la guerra, el diablo abre las puertas del infierno, dice un viejo proverbio inglés. Los pintores de los Países Bajos Jheronimus Bosch y Pieter Brueghel lo supieron hace cinco siglos. Sus paisajes infernales de cuerpos torturados, humo de fondo y explosiones, y cuerpos apilados entre marañas de escombros capturaron algo de la realidad de la guerra en la Edad Media.

En contraste, en la era de las guerras del metaverso tales imágenes brillan por su ausencia. En un estudio de la primera semana de reportajes de la invasión estadounidense a Irak en el 2003, el Proyecto para la Excelencia en el Periodismo, con sede en Washington, informó que en más de cuarenta horas de material no hubo imágenes de personas heridas o muertas por disparos. Durante las semanas que siguieron, la conciencia pública sobre las muertes en el campo de batalla disminuyó drásticamente, gracias a las prohibiciones del gobierno de Estados Unidos a los periodistas que filmaban ataúdes de soldados estadounidenses muertos. No sorprende que, por su papel en la decodificación y circulación de cintas de video de asesinatos colaterales, Julian Assange esté sufriendo una detención permanente sin juicio. Tales detalles sucios hacen que la exageración parezca adecuada: en la era de las guerras del metaverso, la guerra se ha vuelto incruenta. No hay más salvajismo. Es como si la mediación de alta intensidad del conflicto bélico requiriera que se purgue de su horror.

Periodismo de noticias de última hora

El camuflaje de la muerte, el silencio sobre la especulación de la industria armamentista y los peligros del ecocidio distorsionan nuestra comprensión colectiva de las guerras del metaverso. Lo mismo ocurre con la censura gubernamental, la palabrería y las amenazas de hostigamiento y arresto, como cuando George W. Bush advirtió que los críticos a la invasión de Irak serían tratados como compañeros de viaje del “terrorismo”. Cada una de estas tendencias nos protege de los horrores más oscuros de la guerra. Pero hay otro factor que nos conduce a su embellecimiento: el periodismo sensacionalista de noticias de última hora en busca de audiencia.

En la era de las guerras del metaverso, los reportajes de noticias de última hora son un género que magnetiza a las audiencias y atrae a los anunciantes, pero a un gran costo simbólico. En las zonas de guerra de alto riesgo, los periodistas con cascos y chalecos antibalas se apiñan en clusterfucks, es decir, situaciones realmente caóticas donde todo puede salir mal (el término proviene de la guerra de Vietnam). En un terreno del que tienen poco conocimiento directo dependen de intérpretes, porque no hablan o no comprenden los idiomas locales, recurren a rumores y exageraciones. Celebridades de los medios como Anderson Cooper de CNN se lanzan en paracaídas para transmitir historias de “interés humano” seleccionadas apresuradamente, de acuerdo con su gran nombre y su gran salario. Hay actualizaciones interminables, pero faltan la profundidad y el contexto en acción. La verificación cruzada de las historias que están tan ansiosos por enviar se vuelve difícil. Por avanzar en su carrera y alcanzar la gloria de la reputación recurren a la “aprobación de guiones”, la práctica mediante la cual los guiones son revisados en campo y aceptados antes de ser grabados por los editores en la base. También se alienta a los reporteros a unirse a los “sistemas de grupos”, utilizados por primera vez en la guerra del Golfo en 1991. Reciben instrucciones de no informar sobre lo horrible y espantoso.

La subcontratación tampoco ayuda. En la cobertura de la guerra de Ucrania, la BBC y muchas otras plataformas de los principales medios de comunicación occidentales confían en influencers y “profesionales” locales, como Orysia Khimiak, exdirectora de una firma de relaciones públicas de Ucrania llamada Reface, y en organizaciones como Projector Institute con sede en Kiev, cuyo eslogan es “Gloria a Ucrania. ¡Ganaremos!”. El resultado es que las malas noticias no suceden. Los periodistas se convierten en “replicadores de noticias” de tiempos de guerra, soldados de a pie del engaño masivo, víctimas de un nuevo síndrome de Estocolmo en el que el periodismo dócil y voluntario a las estrategias militares se convierte en el instrumento de las relaciones públicas.

Periodismo civil

Dado el control de las noticias de última hora en las plataformas de medios masivos, no sorprende que la era de las guerras del metaverso no haya producido periodistas de guerra valientes y excéntricos, del calibre de Martha Gellhorn, Robert Fisk, George Orwell, Ernie Pyle y Ósip Mandelstam. Hagamos una pausa. Quizás el tiempo de la heroína solitaria, la reportera “estrella” de guerra, hábil para desafiar la propaganda y agitar las cosas haya terminado. Hay otra noticia de última hora: las guerras del metaverso empiezan a democratizar el periodismo. Los periodistas “estrella” contrarios del pasado están siendo reemplazados en su papel de verificadores de la realidad por equipos en red de periodistas civiles humildes y menos conocidos que valientemente presentan sus informes sobre el terreno en plataformas de medios más grandes.

La guerra inconclusa que estalló hace más de una década en Siria, puede decirse, restableció la brújula. Es cierto que los civiles que informan desde el terreno no pueden poner fin a los conflictos ni lograr la paz. Arriesgan sus vidas, pero no detienen la matanza ni evitan la destrucción infernal. Los periodistas civiles hacen algo diferente. Figuras como Olga Tokariuk, Christopher Miller, Oz Katerji y Bel Trew deshacen los efectos decadentes del periodismo de noticias de última hora. Funcionan como vigilantes de la puerta de los guardianes. Son “guerrilleros semióticos” (Umberto Eco). Muestran y cuentan las cosas con franqueza desde el principio. Ellos hacen todo lo que pueden para asegurar que la guerra se cubra de manera más democrática, más abierta, menos entretenida, de forma más aterradora y con los pies en la tierra.

Consideremos el papel global desempeñado por el grupo de búsqueda y rescate sirio conectado digitalmente, conocido como los Cascos Blancos (al-Ḫawdh al-bayḍāʾ), voluntarios armados únicamente con equipos médicos y celulares. Pensemos en el trabajo del Observatorio Sirio para los Derechos Humanos y el Centro de Documentación de Violaciones en Siria, grupos de monitoreo que obtienen sus informes de civiles en el terreno. Es gracias a ellos, no a Fox News, Deutsche Welle, CBS News o la BBC, que tenemos una mejor idea de lo que esta guerra del metaverso les ha hecho a personas y lugares. Más de la mitad de los veintidós millones de habitantes que había antes de la guerra en Siria se vio obligada a huir de sus hogares. Bombardeos aéreos masivos de áreas densamente pobladas. Barrios enteros y sitios culturales ahora en ruinas. Bombas de barril. Ataques con armas químicas. Muerte por inanición en ciudades sitiadas. Cerca de siete millones de personas viven fuera del país como refugiados o como apátridas solicitando asilo. Medio millón de muertos, la mayoría de ellos civiles. Decenas de miles torturados en prisiones administradas por el gobierno. Golpes con varillas de metal, tubos de plástico y cables eléctricos. Alfombras voladoras (víctimas atadas boca arriba entre tablas plegables). Escaldados con agua hirviendo. Médicos en formación amputando a prisioneros sin anestesia. Mutilación genital. Violación. Ejecuciones en mataderos.

Al informar sobre tales horrores sin diluirlos, el periodismo civil contribuye a la “desnaturalización” de la guerra. Hace mucho más que poner fin a la guerra como entretenimiento mediático censurado. La guerra en todo su horror se convierte en algo contingente e incluso derogable. En este sentido, para orientarnos, debemos recurrir a la obra clásica de Michael Howard. La invención de la paz (2000) es un relato valioso sobre la importancia a largo plazo del rechazo moderno temprano de la guerra como “algo natural”. A lo largo de la historia, apunta, la mayoría de las sociedades humanas han dado por sentada la guerra y la han convertido en la base de sus estructuras sociales y de gobierno. No fue sino hasta el siglo XVIII, en la Europa devastada por la guerra, que esta llegó a ser considerada como un desastre absoluto, un mal que podría ser abolido por una reorganización social y política “ilustrada”. Solo después de las tormentas de acero y la masacre masiva de dos guerras globales, este precepto se convirtió en el objetivo declarado de la mayoría de los Estados territoriales, pero como sabemos, y tememos, la guerra de una u otra forma continúa sin cesar. Vivimos en la era de las desagradables guerras del metaverso.

¿Podemos saltar sobre nuestras propias sombras? ¿Es posible escapar del infierno de las futuras guerras del metaverso al estilo de Siria y Ucrania? No podemos conocer el futuro, pero, como intenté explicar en Reflexiones sobre la violencia (1995), el espíritu y las instituciones de la democracia pueden usarse para acelerar la desnaturalización de la guerra, por ejemplo, emitiendo advertencias gráficas a gobernantes y gobernados por igual sobre cómo la guerra no solo trae el infierno, sino que la guerra no es inexorable ni tiene sus raíces en la “naturaleza humana”. Las nefastas invasiones estadounidenses de Afganistán (2001) e Irak (2003) demostraron que el lenguaje de la democracia puede ser manipulado y degradado por gobernantes empeñados en llevar a cabo guerras. Pero cuando la democracia se entiende como luchas públicas de los ciudadanos y sus representantes elegidos para defender votaciones libres y justas, y para exponer y restringir el poder secreto y arbitrario, la democracia puede advertir a los perros de la guerra. La democracia puede utilizarse para democratizar la guerra. Puede promover la circulación de narrativas poco ortodoxas y condenas públicas de sus crueldades. Puede emitir advertencias sobre las consecuencias potencialmente suicidas y ecocidas de la reducción de la brecha entre las armas “nucleares” y las “convencionales”, como los misiles hipersónicos y las bombas de vacío. Puede recordar al público una vez más que los civiles, no los ejércitos ni los Estados, son los verdaderos perdedores de las batallas. Sin embargo, la democracia puede hacer más que destruir las mentiras, satirizar la arrogancia, romper los silencios y aumentar la visibilidad pública de la terrible violencia de la guerra. Puede enseñar a los ciudadanos que tienen derecho a no sufrir guerras del metaverso, que su negativa a la guerra, combinada con la conciencia pública de los fracasos crónicos de esta para lograr sus fines declarados, es en conjunto la mejor manera de obligar a los líderes poderosos empeñados en financiar y librar estos eventos a conceder que la guerra, en toda su fealdad, es después de todo innecesaria y que en el futuro debe ser abolida. ~

Traducción del inglés de Perla Holguín.

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John Keane (1949) es un politólogo y profesor universitario. Su libro más reciente en español es Vida y muerte de la democracia (FCE/INE, 2018).


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