ES UNA CURIOSA PARADOJA que el neurofisiólogo cuyos experimentos son los más citados para sustentar las tesis deterministas haya creído en la existencia del libre albedrío. Benjamin Libet (1916-2007) fue un científico que en los Estados Unidos se había dado a conocer en los años setenta del siglo XX por unos experimentos que mostraban que, aun cuando una sensación táctil tarda medio segundo en ser reportada concientemente por la persona, subjetivamente la percibe como si hubiese llegado exactamente en el mismo instante. Más tarde Libet instaló en su laboratorio instrumentos de registro muy precisos con el objeto de medir el tiempo transcurrido entre el momento en que una persona decide actuar (por ejemplo, mover un dedo) y el instante en que realmente lo hace. Registró con un electroencefalógrafo la actividad de la corteza cerebral y un osciloscopio cronometró cada acontecimiento. Hay que señalar que unos diez años antes dos investigadores alemanes de la universidad de Friburgo –H. H. Kornhuber y L. Deeke– habían descubierto lo que llamaron el Bereitschaftspotential, que es el potencial de preparación que aparece en la electroencefalografía momentos antes de que ocurra un movimiento voluntario. El experimento de Libet demostró que este potencial eléctrico de preparación ocurría antes de que los sujetos manifestaran su intención de ejecutar una acción, pero que esta sucedía después de haberla decidido concientemente. Mostró también que una decisión voluntaria podía abortar el movimiento, aun cuando ya se hubiese desencadenado el potencial de preparación. Más concretamente, los experimentos de Libet indicaron que los cambios eléctricos que preparan en el cerebro una acción se inician unos 550 milisegundos antes de que ocurra. Los sujetos se percatan de la intención de actuar unos 350 a 400 milisegundos después de que se inicia el potencial de preparación, pero 200 milisegundos antes de que ocurra la acción motora. Libet llegó a la conclusión de que la acción intencional se inicia inconcientemente. Pero también observó que la conciencia puede controlar el resultado del proceso mediante una especie de poder de veto: podía inhibir los mecanismos que llevan a la acción, aun cuando ya se hubiesen iniciado inconcientemente.
Los experimentos de Libet levantaron una gran polvareda de comentarios. Sus propias conclusiones han sido criticadas duramente por los deterministas, pues afirmó que el libre albedrío era una opción científica tan buena o mejor que su negación. Apoyaba su idea en una cita de Isaac Bashevis Singer: “El mayor don que ha recibido la humanidad es el libre albedrío. Es verdad que nuestro uso del libre albedrío es limitado. Pero el poco libre albedrío que tenemos es un don tan enorme y su valor potencial tan grande que por ello mismo vale la pena vivir.” Los deterministas exaltaron el resultado de los experimentos que mostraron que el acto voluntario se inicia inconcientemente, pero rechazaron la posibilidad de que la conciencia pudiese interrumpir el proceso. Libet creyó que podía existir un “campo mental conciente” capaz de actuar sin conexiones neuronales que funcionasen como mediadoras. Seguramente se inspiró en las ideas de Karl Popper, que poco antes de su muerte definió la mente como un “campo de fuerzas”, en unas reflexiones expuestas en 1992. El problema radica, desde luego, en suponer una actividad humana que no tenga ningún soporte neuronal. Si se acepta esta idea se abre la puerta al dualismo y a misteriosas instancias no materiales capaces de mover al cuerpo. En este caso no estaríamos muy lejos de imaginar al alma inmortal moviendo al cuerpo por medio de la glándula pineal, como propuso Descartes.
El determinismo, por su parte, también abre la puerta a algunos demonios. Por ejemplo: si no existe una voluntad que actúa libremente entonces podríamos tener una excusa para cualquier comportamiento inmoral, pues siempre es posible decir que la falta no la comete un individuo concientemente, sino que viene de algún proceso mecánico incontrolable, de alguna causa genética o desequilibrio bioquímico. Una escapatoria fácil ante este problema consiste simplemente en postular que el sentido moral no es más que un dispositivo cerebral, un conjunto de circuitos neuronales engarzados a partir de piezas más antiguas del cerebro de los primates y configurados por la selección natural para realizar su trabajo, según lo ha expresado Steven Pinker. Desde este punto de vista, si el dispositivo funciona mal, la causa no se encuentra en el ejercicio del libre albedrío (en la “voluntad”), sino en el módulo cerebral de una persona, a la cual no obstante se puede achacar la responsabilidad de sus actos. En este caso la culpa no recae en el alma o la conciencia sino en un mecanismo inserto en una red determinista de causas y efectos.
Se trata de una falsa explicación. Es cierto que aceptar la existencia de una “mente no física” es una violación de las leyes físicas. Pero afirmar que la mente tiene un carácter físico no ayuda en nada a explicar el funcionamiento de los procesos subyacentes a la toma de decisiones. Sería como pretender que la naturaleza física de una institución social o política es la clave para entender sus funciones.~
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.