Spinoza en el Parque México es un libro de ideas, pasión y devociones. Escrito como un diálogo –la forma más antigua y privilegiada de la tolerancia–, el libro narra la historia de un joven y su formación intelectual, pero también su educación sentimental: aquella que se despliega en la amistad con los libros y sus maestros, a quienes honra en estas páginas. A través de sus ojos somos testigos de la diáspora judía o la historia de México; nos asomamos a la vida de dos de las revistas hispanoamericanas más importantes del siglo XX–Plural y Vuelta–; seguimos la dramática historia del siglo pasado –el de las ideologías– y vemos el esfuerzo de nuestro personaje por entender la vida y obra de sus protagonistas.
Aquel joven, Enrique Krauze, explica el sentido del título y así sabemos que, sentado en las bancas del Parque México, Saúl Krauze, su abuelo socialista, recordaba y casi predicaba las enseñanzas de Spinoza –el “gran heterodoxo”, el hereje que fue excomulgado, pero también el hombre que amaba la libertad–. El niño escuchaba al abuelo que era memoria viva y atestiguó también la pérdida de la memoria de su otro abuelo, José. Cobró sentido, entonces, el pasaje solemne del día del perdón, llamado Yizkor, que obliga, como si fuera un mandamiento, a recordar. Pero Krauze también deseaba comprender.
El hombre que ha vivido fascinado por la vida de los otros debe contar la propia. Lo hace de una forma peculiar y nos ofrece una clave: “A veces una vida se aclara mejor en el espejo de otras.” Y la de Krauze se nos va aclarando al tiempo de leer el inventario de sus admiraciones y la gratitud por las enseñanzas recibidas. De Gaos a Cosío Villegas o Luis González; de Octavio Paz a Gabriel Zaid o Alejandro Rossi, el joven Krauze va moldeando su carácter y ampliando su curiosidad intelectual. Pronto participará en las batallas de Vuelta, donde atestiguó la soledad de la revista y la del propio Paz en el contexto hegemónico de la izquierda latinoamericana. Fue allí donde también observó el linchamiento del que fue objeto Gabriel Zaid, cuando escribió “Colegas enemigos” y exhibió el radicalismo universitario.
Como en tantas otras cosas, la historia les dio la razón y aunque Krauze entiende, como Herzen, que “la historia no tiene libreto”, sabe también que es posible someter los acontecimientos a “la prueba de la historia”. Spinoza en el Parque México es un recorrido por esas pruebas y, asimismo, una historia de los totalitarismos del siglo XX. Al leerla es imposible no pensar en sus derivas: los populismos que hoy nos afrentan.
Este libro incluye el que el biógrafo asegura que no pudo escribir y que, no obstante, está aquí: el de los judíos heterodoxos: Heine, Marx, entre otros. Nos acerca también a su librero, se asoman los retratos de Scholem, Benjamin, Max Weber o Hannah Arendt… Al llegar al estante de los rusos, leemos la historia de los judíos y el gulag y entendemos por qué tantos de ellos creyeron en las promesas de la Unión Soviética. Algunos se desencantaron –el propio Saúl Krauze–; otros perecieron en la fe de una patria mejor.
Gracias al poder de empatía que convoca la escritura, José María Lassalle, el atento interlocutor de Krauze, se convierte en nosotros cerrando el círculo de las personas verbales, donde el yo se vuelve un tú, un ellos, un nosotros y, en esa operación, “el pasado se hace presente”, “presencia”, diría Paz.
Fue el poeta quien dijo: “la literatura no salva al mundo, al menos lo hace visible”. Aquel joven judío hijo de inmigrantes que deseaba integrarse al mundo mexicano, pertenecer a él, encontró su lugar en una revista literaria. Tal vez allí le fue más claro que si la literatura hacía visible al mundo, él también deseaba verlo a través de ese cristal. Desde la perspectiva de sus críticos, hay quienes en algún momento pensaron que Krauze no podía discutir sobre historia porque era un divulgador; no debía opinar sobre política porque los biógrafos no tienen competencia en ese orden; tampoco debía hablar de literatura porque era un historiador. Spinoza en el Parque México desmiente estas ideas, este singular afán de exclusión que, por cierto, fue documentado irónicamente cuando Hugo Hiriart escribió “El arte de la dedicatoria” y allí incluyó aquella que dice: “Dedico este libro a toda la humanidad, menos a Enrique Krauze.”
Pues bien, hay quien sostiene que Krauze es nuestro mejor crítico del boom y aquí podemos comprobar sus dotes como crítico literario pues con los ojos del biógrafo considera al autor; con los del crítico observa a los personajes, la trama y la forma misma con que una obra está escrita. El historiador nos expone un paisaje de ideas y acontecimientos sobre los cuales contrastar y comprender aspectos que quizá no habíamos visto. Son reveladoras las páginas sobre autores muy queridos para mí como Borges, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Kafka, Mann, Dostoievski o Brodsky. A tal punto me resultaron novedosas que me pregunté si realmente los había leído –y quise volver a ellos.
Hay algo en esas pequeñas pero intensas biografías que deseo destacar. Cuando Lassalle le pregunta cómo haría la biografía de Kafka, Krauze nos muestra el método para concebir las claves biográficas de un personaje: el punto de partida, la base, radica en la construcción de una metáfora que nos permita reconocer al individuo de un solo golpe para, a partir de ahí, reconstruir y comprender una vida y una obra. Podemos reconocer el sello Krauze en varias de las metáforas que recorren este libro, guiando e impulsando al biógrafo que ha conciliado dos formas de escritura aparentemente antagónicas: por un lado, el rigor de la investigación histórica y, por otro, la capacidad creadora, vidente, de la analogía que, nos dice, “es una forma de la imaginación histórica”.
Me importa destacar otro asunto que me parece central: Krauze no escribe con un lenguaje indescifrable: esa jerga malparida por cierta academia que nos deja fuera de la experiencia, el conocimiento y la conversación. Con un lenguaje claro, transparente, Krauze le cuenta a Lassalle una historia, pero también a nosotros y terminamos siendo sus amigos porque los amigos dudan, se ríen, admiten sus errores, se entusiasman y sorprenden con nosotros.
Cómo no pensarlo así si seguimos algunas de las muchas historias que como ríos subterráneos cruzan este libro. Mientras seguimos los pasos de nuestro autor por la Facultad de Ingeniería, como consejero universitario durante el 68, o más tarde estudiando el doctorado en historia en El Colegio de México y asistiendo al horror de la matanza del Jueves de Corpus, una sombra se cierne sobre su casa. Vemos a Krauze escribiendo su tesis, entrevistando a Gómez Morin y otros más, mientras la adversidad acecha a su familia, cuya vida dependía de cuatro pequeñas fábricas y otra un poco mayor: Etiquetas e Impresos. Desde 1965, nuestro protagonista se había hecho cargo de una de ellas y al salir de las aulas se iba para la fábrica. Allí vivió algunos episodios “tragicómicos”, como subir 50% el sueldo a sus trabajadores y quedarse sin dinero para pagar la semana siguiente. Esas experiencias en contacto con trabajadores reales fueron incidentes para el recuerdo amable cuando, a inicios de 1969, Etiquetas e Impresos se precipitó en una debacle financiera que afectó a todas las fábricas. Así, mientras el joven Krauze intenta convertirse en un intelectual como sus maestros, debe, al mismo tiempo, salvar el sustento de la familia.
No fue sino hasta 1981 que el negocio logró estabilizarse y Krauze pudo viajar a Oxford, donde conoció a Leszek Kołakowski, y tuvo la oportunidad de hablar con alguien que había “vivido dentro del monstruo”: el Estado soviético. Comprendió así el poder omnipresente de la mentira, esa forma predilecta de los totalitarismos, tan bien caracterizada por Orwell, otro de los personajes importantes de este volumen. Allí también habló por primera vez con un hombre decisivo en su historia intelectual: Isaiah Berlin. Dice Krauze sobre Pensadores rusos, el libro de Berlin, que en él “la historia de las ideas se vuelve biografía intelectual, la biografía y la historia dialogan y las ideas son palpables, casi corpóreas”. ¿No ocurre aquí lo mismo? Apuntaré una clave más para entender el motor de este libro, un salvoconducto que nos lleva a Daniel Bell. Cuenta Krauze que un día recibieron en Vuelta el ensayo “El gran inquisidor y Lukács”: una “cátedra de historia intelectual bajo la forma de un texto autobiográfico”.
Spinoza en el Parque México comienza en la calle de Ámsterdam, en esta ciudad. Siete años después acaba nuevamente en Ámsterdam, en la ciudad de Ámsterdam, cuando Krauze le escribe una carta a Lassalle después de visitar la casa de Spinoza, de quien tomó las armas de su vida intelectual: el debate racional, la tolerancia, la libertad de pensamiento y expresión. Dicha misiva constituye el epílogo del libro e imaginamos a Krauze observando el aparato que Spinoza utilizaba para hacer su trabajo: pulir lentes, esa operación que sirve –nos conmina el espíritu metafórico– para ver más allá.
Tomo este libro y pienso en Krauze puliendo sus propios lentes para ver con más claridad. Me conmueve que mientras sobre México y sobre él mismo se han cernido las nubes de la intolerancia, la mentira y la irracionalidad, haya sido capaz de confiarnos un mensaje alentador: entre el saber y el poder hay que elegir siempre el primero. ~
(Ciudad de México, 1961) es poeta, ensayista y editora de poesía en Letras Libres. Este año su libro Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (Ariel, 2020) recibió los premios Mazatlán de Literatura y Xavier Villaurrutia.