A diferencia de los barcos furtivos o invisibles que tanto le fascinan, al grado de que les está dedicando al menos parte de su próxima novela, Christopher Priest (Cheadle, Inglaterra, 1943) no puede escapar a los radares literarios: sus libros se han traducido a veintitrés idiomas, algunos de ellos tan insólitos que –según él mismo dice– le dejan apenas reconocer su nombre en la portada de las ediciones que le envían. Reacio a las etiquetas y sobre todo a encasillarse como autor de ciencia ficción, género en que es ampliamente reconocido, Priest empezó a escribir al salir de la escuela y desde 1968 la literatura es su profesión de tiempo completo. Narrador y periodista, a la fecha ha publicado once novelas, cuatro volúmenes de relatos y varios libros más que abarcan la crítica, la biografía y la narrativa para niños. El último día de la guerra (2002), su novela más reciente, ganó los premios British Science Fiction y Arthur C. Clarke. El prestigio (1995), quizá su novela más famosa, ganó el Premio James Tait Black Memorial y fue llevada al cine por Christopher Nolan en 2006; la película, rebautizada en México como El gran truco, obtuvo dos nominaciones al Oscar y fue un éxito de taquilla. Esta experiencia condujo a Priest a escribir The Magic: The Story of a Film (2008), libro con el que inauguró su propio sello editorial, GrimGrin Studio. Nominado al Premio Hugo en cuatro ocasiones, Priest ha recibido varios galardones fuera de su país: el Premio Kurd Lasswitz (Alemania), el Premio EuroCon (Yugoslavia), el Premio Ditmar (Australia) y el Grand Prix de L’Imaginaire (Francia). Ha escrito guiones para radio y televisión y colaborado en The Times, The Guardian, The Independent, The New Statesman, The Scotsman y numerosas revistas. Entre otros de sus títulos se encuentran Indoctrinario (1970), Fugue for a Darkening Island (1972), El mundo invertido (1974), La máquina espacial (1976), Sueño programado (1977), Un verano infinito (1979), La afirmación (1981), El glamour (1984), The Quiet Woman (1990), Experiencias Extremas S.A. (1999) y The Dream Archipelago (1999). Su filón como polemista queda registrado en The Book on the Edge of Forever (1994), donde reconstruye la historia detrás de The Last Dangerous Visions, la antología de ciencia ficción coordinada por el controvertido Harlan Ellison que nunca vio la luz. Priest vive actualmente en Hastings, Inglaterra, con su esposa, la escritora Leigh Kennedy, y sus hijos gemelos, Elizabeth y Simon. Con motivo del simposio “Mundos paralelos / Perspectivas y prospectivas de la ciencia ficción”, celebrado en marzo pasado en el marco del Festival de México en el Centro Histórico, Priest viajó por primera vez a nuestro país. Cordial y generoso, dueño de ese humor británico que permite ironizar con gran elegancia, accedió a participar en la siguiente entrevista.
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Durante el simposio “Mundos paralelos” definiste tu obra como “narrativa de la metáfora fantástica”. Me gustaría que ahondaras en esta definición.
Toda ficción es mentira: fabricada, inventada. Juzgamos una novela no por lo verdadera o realista que llega a ser, sino por la capacidad del autor para conseguir que parezca real o auténtica. (Hay distintos tipos de novela, así que obviamente esta es una aproximación muy generalizada.) A menudo uno oye, por ejemplo, que hay lectores que se identifican con determinado personaje: sienten que lo conocen, han compartido las mismas experiencias, o creen que reaccionarían de un modo similar ante cierto problema. Pero el escritor creó el personaje y el lector lo sabe, así que entre ambos –autor y lector– se establece un pacto tácito. Ambos aceptan la mentira, la invención: es la “suspensión voluntaria y momentánea de la incredulidad” señalada por Coleridge. De hecho el libro se vuelve una metáfora de la realidad: esto funciona para todas las novelas. La novela fantástica, no obstante, va un paso más allá: la metáfora de la realidad se mantiene porque el lector –al igual que el autor– todavía necesita y desea un nexo identificable con su propia vida; sin embargo, como el escritor sugiere ciertas ideas especulativas o imaginativas, es indispensable un segundo nivel metafórico. Un ejemplo sencillo es una historia ambientada en el futuro; una vez más, autor y lector saben que no es realmente el porvenir: es una conjetura, una extrapolación, una advertencia, un sueño. Y más aún: dado que el escritor no puede ver o predecir el futuro con exactitud, lo único que le queda es usar la esfera real de su propia vida –experiencias, recuerdos, identidad– como base de sus libros. En otras palabras, el futuro que inventa y describe es una metáfora extendida del presente.
Toda la narrativa fantástica funciona de la misma manera: un monstruo alienígena puede expresar un miedo o pavor íntimo, un planeta lejano quizá es la encarnación de un sueño o deseo ampliado. Algunos autores de ciencia ficción lo niegan: dicen que han hecho una investigación acuciosa, consultado mapas estelares, leído revistas científicas, entrevistado a especialistas ilustres, trazado gráficas detalladas, etcétera, y suelen rechazar la idea de que su obra es metafórica. Creo que están profundamente equivocados: deberían centrarse justo en las metáforas. La actividad que todos ejercemos, no obstante, es la literatura: escribir y ordenar palabras. El detalle documentado puede ser útil: proporciona instantes de verosimilitud, evidencia anecdótica, frases extra para alargar el relato, pero todo eso se vuelve rápidamente obsoleto porque lo que las así llamadas ciencias exactas saben o piensan en cierto momento siempre está progresando, cambiando. Las metáforas, por el contrario, no tienen fecha de caducidad: se fundamentan en la experiencia y la identidad humana, en la conciencia social compartida.
Algunos críticos han relacionado tu obra con la de Jorge Luis Borges, una comparación con la que concuerdo. Tú mismo has dicho: “Sin Borges tal vez no existiría el slipstream, o al menos una interpretación correcta del género, y la narrativa moderna sería mucho más pobre.” ¿Qué otras influencias literarias reconoces? ¿Crees que tu obra debe algo a escritores en otros idiomas que no sean el inglés?
Enumero mis influencias literarias tal como se fueron dando.
Enid Blyton, autora británica de libros infantiles. Era menospreciada cuando yo era niño, y al paso de los años el odio hacia ella fue creciendo entre académicos, bibliotecarios y otros escritores debido a lo que algunos llaman su lenguaje elemental y sus valores clasemedieros. Lo que estos patanes no entienden es algo que intuían muchos niños como yo: los modales burgueses de Blyton no importaban en lo absoluto porque tenía una imaginación rica y extraordinaria, aunada a una verdadera destreza narrativa. Ya de adulto leí la correspondencia publicada entre la autora y el profesor Peter McKellar, donde este analiza con detalle la excepcional imaginación eidética de Blyton. Otros psicólogos también han estudiado su obra en este sentido. La importancia que ella tiene para mí radica en que, gracias a esos estudios, me di cuenta que poseo una imaginación muy similar.
H.G. Wells. Simplemente el maestro.
George Orwell. Me gusta su periodismo y otros textos de no ficción, y aunque 1984 es una obra maestra estoy pensando en términos de influencia literaria. Me encanta su hermoso manejo de la lengua inglesa: Orwell escribió una prosa clara y descriptiva, magníficamente controlada y modulada. Leerlo es como arrojarse a una piscina de agua limpia y fría: una experiencia tonificante.
John Fowles. Considero que, con todas sus fallas, El mago es la mayor novela inglesa del siglo XX. Su influencia particular en jóvenes inteligentes y otros escritores, cineastas y artistas ubicados en el extremo slipstream del espectro creativo sigue siendo un poderoso trasfondo de la vida intelectual, aunque muy pocos lo acepten.
J.G. Ballard. Por el conjunto de su obra es quizá la figura literaria clave del siglo pasado. Aún no es reconocido como merece, salvo por unos cuantos privilegiados. (Pero llegará su hora, porque al fin su reputación se comienza a extender.) En especial sus cuentos tempranos siguen siendo únicos gracias a varios rasgos: originalidad, riqueza lingüística e imaginación científica.
A menudo los escritores son reacios a admitir “influencias”, ya que se puede interpretar como si hubieran intentado copiarlas. En mi caso siempre he visto esas “influencias” como fuentes de inspiración. No me atrevería a decir que me gustaría ser colocado en el mismo nivel que Borges y Ballard, por ejemplo, pero leerlos me mostró las posibilidades que existían, nuevos modos de ampliar y desarrollar mi propia escritura.
Actualmente paso por un nuevo periodo de “influencia” conforme me dejo maravillar por los libros de Roberto Bolaño, a quien acabo de descubrir. Y sí, siempre me han interesado los autores no anglófonos; por desgracia los leo en traducción, pero eso es mejor que nada. Hace un par de años descubrí la obra temprana de Vladimir Nabokov escrita en ruso, y en 2008 empecé a leer a Iván Bunin. Recientemente he leído a Günter Grass, Carlos Ruiz Zafón y Javier Cercas. Antes de viajar a México leí un par de novelas de Carlos Fuentes, pero no me entusiasmaron demasiado. Y ya que hablamos de autores no británicos, quisiera hacer un comentario malicioso: disfruto incluso libros escritos por estadounidenses. A veces.
En el ensayo que leíste durante el simposio “Mundos paralelos” dijiste, al hablar de la narrativa fantástica: “Slipstream es el término que prefiero. Lo considero un modo insólito de pensar más que una forma particular de escribir e incluye tanto la literatura como algunas manifestaciones musicales, infinidad de películas, el arte instalación y la fotografía.” Slipstream, recordemos, es un concepto acuñado por Bruce Sterling en un artículo publicado en julio de 1989, donde lo definía como “un tipo de escritura que simplemente nos hace sentir extraños; una extrañeza similar a la que suscita el hecho de vivir en el siglo XX si se tiene cierta sensibilidad”. La narrativa slipstream ha sido llamada, por consiguiente, “la narrativa de la extrañeza”. ¿Estás de acuerdo con esta definición?
Cuando me topé por primera vez con el término de Bruce Sterling me sentí inmediatamente identificado: pensé que definía con precisión lo que yo escribía en ese momento, lo que había escrito en el pasado y lo que esperaba escribir en el futuro. Pero pronto supe más del modo de pensar de Sterling, y me quedó claro que no estábamos en la misma sintonía. Al parecer Sterling creía que era una cuestión de marketing: había libros de ciertos autores que describió como slipstream porque no encajaban muy bien dentro de la ciencia ficción pero tampoco en otra parte. Así, estaba proponiendo una nueva categoría: las editoriales publicarían libros slipstream, las librerías tendrían una sección dedicada a este género, los escritores jóvenes lo verían como opción en sus carreras, etcétera. Han pasado veinte años desde que Sterling escribió su artículo y en gran medida el asunto quedó atrás, aunque el aspecto comercial no ha funcionado. (No existen librerías con secciones slipstream, por ejemplo.) Pero cada año en Estados Unidos se celebra un congreso de escritores abocado más o menos al tema, una cantidad considerable de autores estadounidenses nuevos o emergentes se autodenominan slipstream –ya hicieron, sin duda, su elección profesional– y hay académicos norteamericanos que se han unido con fervor a la causa: debaten y discuten sobre las definiciones del género, compilan cánones de títulos aprobados, elaboran listas de escritores slipstream, etcétera. (Hay otra categoría, la ciencia ficción “intersticial”, que al parecer es otra forma de nombrar el slipstream.)
Soy adverso a esta discusión. En cuanto se empieza a definir, enlistar o ejemplificar cierto “tipo” de literatura se establece una ortodoxia, que en su forma más sencilla describe lo que está dentro y lo que está fuera. Eso, por supuesto, no es todo: pronto habrá un conjunto de reglas y uno se enfrentará a los devotos, los catálogos, los cismas, las facciones separatistas y la excomunión. Lo único que busco es la libertad necesaria para escribir lo que me interesa, y he pasado toda mi vida evitando las reglas, pautas o teorías de otra gente. Lo más molesto es que el término slipstream define bastante bien mi escritura; aunque deseo alejarme de la etiqueta, debo admitir que puede ser útil. Así, para mí el slipstream es un estado mental, una actitud de vida, una manera de observar el mundo y de hacer preguntas y conexiones entre cosas que no son obvias a primera vista. Con este enfoque uno comienza a detectar que hay gente en otras ramas del arte con la misma perspectiva: sin duda existen libros que coincidiríamos en describir como slipstream, pero también canciones, instalaciones, películas y aun anuncios. A veces pienso que podríamos imaginar el slipstream como una especie de árbol protector, de cuyas ramas cuelgan varias actividades que reconocemos sin lograr definirlas.
“El milagro de la magia no reside en el secreto técnico sino en la habilidad con que se lleva a cabo”, dice el mago Alfred Borden en tu novela El prestigio. Sustituyamos “magia” por “narrativa”. ¿Crees que la frase opera igual: “El milagro de la narrativa no reside en el secreto técnico sino en la habilidad con que se lleva a cabo”?
No estoy de acuerdo. Al hacer El gran truco, Christopher y Jonathan Nolan intentaron establecer un paralelismo entre el acto de magia y la realización de una película, y me pareció encomiable. Una década atrás, sin embargo, cuando yo trabajaba en la novela, la misma noción –el acto de magia como posible metáfora de la escritura– era sólo una idea de fondo. La magia es una rama del espectáculo; la calidad de la representación es el elemento más importante y el mago es juzgado por ello: esto se debe a que el verdadero “secreto técnico” de la magia es por lo común bastante fácil de adivinar. Por otro lado, la narrativa es una forma de arte, y su apariencia superficial es un aspecto de todo el conjunto; sus “secretos técnicos” son sumamente complejos y difíciles de explicar en términos sencillos o prácticos: experiencia de vida, de amor y dolor, recuerdos, esperanzas, ideas e imaginación, y luego vienen la destreza para contar y el uso del lenguaje, del realismo o la fantasía, de los recursos literarios –aliteración, metáfora, símil, onomatopeya, ritmo, cadencia y un largo etcétera–, así como las alusiones a otros libros y otras formas de arte. Es una lista infinita de exigencias, y el escritor debe lidiar constantemente con ellas. Qué tan bien lo hace es la base para juzgarlo.
¿Crees que los tres pasos que conforman todo acto de magia –la promesa, el giro y el prestigio– son necesarios para escribir literatura, sobre todo narrativa?
Primero que nada, al César lo que es del César: hasta donde recuerdo, el leitmotiv de “promesa/giro/prestigio” fue un hallazgo de los Nolan y no aparece en mi novela. Creo que es muy bueno y funciona de maravilla en la película, en parte para conectar al espectador con la idea del filme y su título y en parte como una suerte de armazón sobre el que se construye la propia cinta. Pienso que ciertamente se puede aplicar a la narrativa; de hecho el grueso de la narrativa breve se basa en algo similar, la forma ternaria: es decir, dos secciones de apertura que contrastan entre sí, seguidas por una tercera donde la primera sección se resume directa o indirectamente aunque con una capa adicional de significado para el lector. Prefiero llamarla la forma sonata, que es la derivación musical de la forma ternaria; pese a que concede una mayor libertad para trabajar, en el fondo viene a ser lo mismo: exposición, desarrollo y resumen, rematado por una coda. Está bien que los cineastas empleen formatos estrictos –cualquier manual para escribir guiones invariablemente expondrá la estructura en tres actos, considerada con enorme reverencia, que se puede distinguir en casi todas las películas realizadas en Hollywood en el último medio siglo–, pero los narradores son mucho más libres. Cuando oyen hablar de una regla o fórmula, la mayoría de los buenos escritores buscan de inmediato maneras de adaptarla, rechazarla, subvertirla.
Ya es célebre tu fascinación por la extraña magia del doppelgänger y los gemelos, que ha dado fabulosos resultados. En El prestigio, por ejemplo, exploras la clonación y la condición gemelar a través de los protagonistas, Rupert Angier y Alfred Borden, respectivamente. En El último día de la guerra, los personajes centrales son gemelos idénticos con las mismas iniciales (J.L. Sawyer); esta gemelidad se extiende a los “dobles” de Winston Churchill. ¿De dónde viene este interés por la duplicidad? ¿Se relaciona de algún modo con el hecho de que tienes hijos gemelos, Elizabeth y Simon, a quienes dedicas El prestigio?
Haber tenido gemelos fue sólo una casualidad afortunada: Elizabeth y Simon son mellizos, no idénticos, y mi esposa y yo los consideramos hijos que por azar cumplen años el mismo día. Mi interés por la gemelidad se remonta a varios años antes, cuando supe de un proyecto de investigación realizado en la Universidad de Minnesota que implicaba rastrear a gemelos idénticos que hubieran sido separados al nacer y ya fueran adultos; una vez localizados, se les sometía a un estudio para posteriormente reunirlos. Los resultados fueron fascinantes: una sucesión de hechos inexplicables, semejanzas impredecibles y coincidencias asombrosas. Se me ocurrió que estas coincidencias revelaban algo sobre la existencia humana en general: quizá ciertas partes de nuestra vida son inevitables. Estas personas se volvían casos de prueba entre sí por su condición gemelar, pero podemos generalizar y preguntarnos si las vidas de todos no están predeterminadas hasta cierto punto.
En La afirmación, el narrador Peter Sinclair se parte en dos mientras escribe una especie de autobiografía ficticia. En El glamour está la misteriosa postal de Saint Tropez (“Ojalá que estuvieras aquí”) que es enviada a Susan Kewley primero por el protagonista Richard Grey, luego por Niall, y finalmente de nuevo por Richard. En El prestigio leemos primero las memorias de Alfred Borden y después el diario de Rupert Angier: dos versiones distintas de la misma historia que se complementan. ¿Crees que la duplicidad y el acto de escribir están íntimamente relacionados? ¿A qué adjudicas tu interés por escritores –o al menos gente que escribe– con la personalidad dividida?
Escribir narrativa es en sí un caso de doble personalidad. La vida del narrador continúa con todos sus asuntos rutinarios, pero a la hora de escribir nada de esto tiene que ver; y en otro nivel, la propia escritura conlleva una duplicidad: toda ficción, como ya dije, es mentira. Investigaciones psicológicas con testigos han demostrado que el grueso de la gente ve las cosas de manera distinta y subjetiva; en un experimento, varios sujetos presenciaron un incidente montado para luego ser interrogados: un supuesto asalto callejero con huida en automóvil. Muy pocos de los sujetos coincidieron después en lo ocurrido: dijeron que había dos, tres, cuatro ladrones. Los delincuentes se escaparon corriendo, caminando. Uno de ellos llevaba pistola, dos portaban armas, ninguno iba armado. El coche era azul, blanco, negro, etcétera. Los testigos que declaran en un tribunal se contradicen a menudo al describir lo que dicen que sucedió. El hecho es que aunque la realidad externa pueda ser objetiva y precisa, la realidad interna o la realidad observada es subjetiva por lo común: todos percibimos y comprendemos de modo diferente. Esto, claro, es mucho más interesante que la realidad exacta, ya que introduce elementos humanos: miedo, sordera, distracción, egoísmo, engaño, etcétera. Y entonces viene el siguiente paso: la realidad reportada se distorsiona todavía más. Quienes describen el incidente que atestiguaron con frecuencia lo “mejoran” en un intento por darle más sentido, o a propósito omiten detalles que no juzgan relevantes, u olvidan otros elementos que sí tienen importancia, o hablan de los hechos en el orden equivocado. Para ir más lejos, los chismes son aún menos confiables: quien lee o escucha la noticia de un suceso tal vez tendrá una visión completamente falsa de lo ocurrido, y si lo comunica a otra persona el proceso de inconfiabilidad se extenderá. Todo esto constituye una rica fuente de material para el novelista: es por ello que mis libros están llenos de relatos escritos por personajes, descripciones de sucesos, diarios, versiones distintas. En medio, en algún sitio, se encuentra la realidad, aunque no siempre.
Me gustaría seguir con el tema de la inconfiabilidad. En la revista Locus escribiste: “El lector debería ponerse a trabajar y no dar nada por sentado. Para mí, el narrador poco confiable mantiene alerta a la gente. Hay quienes se enfadan con esta estrategia y no pueden ser incomodados, pero a quienes considero lectores serios les gusta mucho.” Como escritor, ¿por qué confías tanto en el narrador poco confiable? Y como lector, ¿por qué crees que este narrador –herencia, digamos, del Henry James de Otra vuelta de tuerca– brinda más satisfacciones que otros?
La inconfiabilidad es la esencia de la narrativa, por las razones que ya expuse y otras más. En cierto sentido, insistir en que un texto de ficción puede ser interpretado de una sola manera es perjudicar al lector. Es por ello que a) algunos libros o géneros se vuelven bestsellers, ya que tranquilizan al público masivo al seguir siendo literales y no molestar, y b) la mayoría de las novelas con gran éxito defraudan al lector serio o inteligente. El mejor lector es aquel que se convierte en cómplice silencioso del escritor, el que participa en el libro no sólo disfrutándolo sino meditándolo. En mi experiencia una de las mejores formas de alentar dicha participación es crear una impresión inicial de familiaridad, conceder un punto de apoyo, para después revertir o subvertir sutilmente esas suposiciones, hacer que el lector pierda un poco el piso, y al fin dar las claves para que llegue el entendimiento. Mis novelas El prestigio, El glamour y sobre todo La afirmación aplican el método de inconfiabilidad: nada de lo descrito es falso, aunque se maneja de tal manera que el lector elabora hipótesis y tiene que repensar todo una vez que esas hipótesis demuestran ser poco confiables.
“Percibir y comprender la memoria es quizá el tema central en la mayoría de mis novelas”, declaraste a The Third Alternative Magazine en 1998. Coincido con esto, pero me parece que hay otro tema central en tu obra: la invisibilidad. De hecho ambos temas están estrechamente vinculados en El glamour. ¿Crees que la memoria y la invisibilidad podrían ser caras de la misma moneda?
El glamour usa la invisibilidad como metáfora de la amnesia pero es un caso especial, ya que en esta novela se trata de una invisibilidad psicológica y no real: la gente invisible no es “transparente”, es sólo que los demás nunca la notan. Así que una respuesta más general a tu pregunta sería no, no estoy de acuerdo. Sin embargo, es probable que la invisibilidad sea el próximo gran paso en el desarrollo militar. Los bombarderos furtivos estadounidenses son casi indetectables por el radar y otros dispositivos de localización, y sé que hay proyectos de
investigación que realizan intentos por distorsionar la luz o al menos la luz reflejada, de tal suerte que ciertos objetos puedan ser difíciles o imposibles de ver. Es una idea aterradora: bombarderos invisibles, ejércitos invisibles. También hay barcos furtivos…
En efecto: inquieta pensar en un mundo dominado por una amenaza invisible. Si te parece, cambiaré un poco el tema. Al dar ejemplos de slipstream más allá de la literatura has mencionado Memento, la película de Christopher Nolan, que justo gira en torno de la memoria y el narrador poco confiable. ¿Crees que tu trabajo se refleja de algún modo en este filme? ¿Te has topado con otros artistas –escritores, cineastas, fotógrafos– en los que se advierta la influencia directa de tu obra?
Lo que detecté en Memento fue el funcionamiento de una mente –la de Nolan– que operaba casi igual que la mía: fue una sensación intangible, una impresión. Memento contaba con una idea perturbadora filmada con audacia: me pareció de una originalidad admirable. Aunque pienso que la adaptación de El prestigio es bastante buena, en mi opinión no es la película que podría haber sido, dadas las expectativas que creó Memento. Nolan fue absorbido por la maquinaria hollywoodense con gran rapidez, lo que es una pérdida para todos. Sigo esperando que renuncie a su obsesión por las superproducciones bobas y regrese a hacer cine auténtico.
Tu pregunta me causa una sensación extraña, ya que hay al menos dos novelas que –lo sé– han sido escritas y publicadas bajo mi influencia. Los autores me enviaron ejemplares con notas que reconocían la deuda. Claro que las leí con avidez, pero en ninguna encontré la más remota conexión con mi trabajo. Por otra parte, a veces me han llegado libros o películas donde estoy seguro que mi obra fue utilizada o al menos sirvió de inspiración. Esto, por supuesto, nunca se puede demostrar. Hubo en particular una novela editada en 1996 que me enfureció porque sabía que el autor me había estado leyendo, y varias secciones eran como una relectura de mi trabajo; y al ver Eterno resplandor de una mente sin recuerdos [de Michel Gondry] sentí que había sido objeto de un asalto a mano armada. No obstante, llevo suficiente tiempo en este medio para saber que el plagio despiadado es relativamente raro, ya que las consecuencias de ser descubierto son tan severas que no vale la pena correr el riesgo. Por ese motivo trato de conceder el beneficio de la duda. Las ideas se extienden y en ocasiones hay quienes llegan a un mismo concepto o enfoque de forma independiente, sin saber que otros siguen ese camino: puede ocurrir. Todo lo que me queda por hacer es anotar fechas de publicación: La afirmación apareció en 1981 y desde entonces se ha seguido reeditando; Eterno resplandor se estrenó en 2004 y ha ganado diversos premios, incluido un Oscar al mejor guión original.
Fugue for a Darkening Island, tu segunda novela, será llevada al cine por Ignition Films, una productora australiana: dos islas –Gran Bretaña y Australia– ligadas, digámoslo así, por la literatura y el cine. Esto me lleva a otra clave de tu obra: la condición insular. Has creado toda una geografía imaginaria llamada el Archipiélago del Sueño, que figura en tres de los cinco relatos de Un verano infinito (“Rameras”, “La negación” y “El observado”), en La afirmación y en el volumen de cuentos titulado precisamente The Dream Archipelago. ¿Crees que el modo en que abordas la insularidad y el aislamiento tanto físico como psíquico en algunos de tus libros es una respuesta al hecho de haber nacido en una isla?
Nací en un país marítimo, una pequeña isla muy cercana a la costa de la mayor masa continental del planeta. El sitio más alejado del mar al que se puede viajar en Gran Bretaña está a ciento quince kilómetros del litoral, y en cualquier caso hay un lago en los alrededores. Vivo en un pueblo costero que da al Canal de la Mancha. Inglaterra es la única nación europea donde las distancias se miden en pulgadas, pies, yardas y millas, la temperatura se expresa en grados Fahrenheit y conducimos por la izquierda. Aparte de Irlanda, somos el único país europeo donde el inglés se habla como primera lengua. ¿Qué más necesito decir sobre la insularidad?
Va la última pregunta. Durante el simposio “Mundos paralelos” dijiste algo que desde mi perspectiva resume un acercamiento cauteloso a la tecnología contemporánea: “Preferiría tener un perro en lugar de un blog.” Al ser un autor que a veces trabaja con material llamémosle de punta, ¿qué opinas de la relación entre la literatura y los avances tecnológicos? ¿Crees que estos últimos realmente pueden seguir dando tela de donde cortar buenos libros?
Soy sincero: no recuerdo haber dicho esa frase, a menos que tratara de subrayar cuánto me niego a tener un blog, ya que los perros no son santo de mi devoción. Trato de mantener una mente abierta sobre la mayoría de las cosas, pero en verdad no creo que llegue el momento en que desee abrir un blog. Mi vida exterior es por lo general aburrida: me quedo en casa la mayor parte de la semana, trabajo en el estudio durante horas. Mi vida interior es mucho más interesante, pero esa es la materia prima de mi escritura; en todo caso, no me siento obligado a describirla a todo el mundo.
Internet ha democratizado el acceso a la expresión, la comunicación y el entendimiento. Hasta ahora no está regulado por quienes, históricamente, han desconfiado de tales libertades en forma instintiva: gobernantes, funcionarios, policías, déspotas, grandes hombres de negocios, fanáticos religiosos y de otro tipo. Sé que hay ciertas partes del mundo a las que internet aún no llega y otras donde es controlado, pero por ahora el grueso de los países tiene acceso ilimitado. Ese es el lado positivo; el negativo es que dicha “libertad” implica que todas las opiniones, declaraciones y afirmaciones tienen el mismo peso: cualquiera puede decir lo que le venga en gana y espera la misma atención. El resultado es la proliferación demencial de blogs: hay millones que se abren día a día, desatando una tormenta cruel e infinita de palabras. Facebook y Twitter sólo contribuyen a la tempestad de disparates.
Sé que no sigo el paso a los demás: no me importa. Mi actitud hacia la literatura es que no escribo una sola palabra hasta que creo que puede decir algo valioso. La escribo con cuidado y la moldeo con la intención de volverla legible, interesante y original; la firmo con mi nombre. Casi nada de esto se aplica en la blogosfera, donde muchos colaboradores son anónimos o usan seudónimo, las opiniones parecen ser instantáneas o a lo sumo precipitadas, el estilo es inexistente o desaliñado en el mejor de los casos y las discusiones son superficiales. Y, para terminar, realmente me da pánico que la gente tenga “derecho de réplica”: pienso que ese derecho se debe ganar. No quiero pasar el día entero trabajando en un texto sólo para toparme minutos después con una lluvia de reacciones llenas de errores ortográficos y escritas por personas que no conozco, que se esconden tras nicknames y pueden llamarme nazi. ~
(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.