Una de las principales respuestas a la muerte de Milan Kundera en los Estados Unidos ha sido inclinarse con respeto y al mismo tiempo tratarlo con cierta condescendencia como un hombre del pasado. Esto es así porque el anticomunismo de la Guerra Fría tuvo lugar hace mucho tiempo, y han surgido problemas más recientes y códigos morales más nuevos, especialmente en los Estados Unidos, los cuales han hecho que las ideas de Kundera sobre las mujeres y el sexo parezcan objetos de otra era. Su estilo filosófico cerebral tampoco es para todos los gustos. Pero no puedo decir que comprendo de verdad esta respuesta. A mis ojos, debería ser obvio que Kundera, para decirlo claro, es un hombre de nuestro propio tiempo. Un visionario de primer nivel, incluso. Y las noticias diarias que llegan desde Ucrania ofrecen la evidencia –pero, para ver esto, tenemos que recordar sus ideas.
Su tema fundamental fue siempre el conflicto entre la vida y las mentiras. El humor figuraba en su tratamiento de ese tema porque el humor tiene la cualidad curiosamente no divertida de ser muy resistente a la falsedad. Y el sexo figuraba porque el sexo –el sexo pícaro– tiene en Kundera un toque de rebelión. Pobló su Praga ficcional de aventureros eróticos porque al presentar a sus orgiastas como gente verosímil podía mostrar que la burocracia no lo era. Y su visión de la vida versus las mentiras se prestaba a una perspectiva geopolítica también.
Existía la creencia bastante difundida de que, en la Europa de la Guerra Fría, las naciones del bloque oriental compartían un “alma eslava” que las distinguía de Occidente y confería a su bloque una coherencia cultural y un grado de legitimidad. Pero en 1983, en la cúspide de la Guerra Fría, Kundera publicó un ensayo en Le Débat llamado “La tragedia de Europa Central” que causó revuelo a nivel internacional –al menos así fue en los Estados Unidos– donde explicaba que, por el contrario, el “alma eslava” era un mito, en otras palabras, una mentira. Existen las lenguas eslavas, pero la división profunda y antigua que marcó a Europa provino en realidad de añejas diferencias teológicas entre Roma y Bizancio, no de grupos lingüísticos. Y la división profunda y antigua colocaba a las diversas naciones pequeñas colindantes al poniente de Rusia dentro de la civilización de Europa Occidental, no en el Este.
Estas naciones no obstante mostraban rasgos propios, lo suficiente como para agruparlas bajo una tercera categoría geográfica, “Europa Central”. Sus culturas eran más escépticas que aquellas de los arrogantes occidentales. Tenían una mayor conciencia de su fragilidad. Eran por instinto antimitológicos, irónicos y burlones, como los escritos del mayor escritor centroeuropeo, Kafka. Y, por cierto, Kundera contaba a los judíos como una nación más entre las centroeuropeas, “la pequeña nación par excellence”, dispersa entre todas las otras y que añadía un condimento propio que unía a la región como un todo.
La comprensión convencional de la Guerra Fría figuraba un conflicto entre dos fuerzas, Este y Oeste, externas la una de la otra: sistemas imperiales rivales o alianzas militares rivales o sistemas ideológicos, políticos y económicos rivales. Pero Kundera mostraba, en cambio, un conflicto del bloque oriental estrictamente interno: la resistencia de las frágiles naciones centroeuropeas a la dominación rusa –una resistencia en defensa de sus propias lenguas, en riesgo de ser aniquiladas por la lengua rusa, y de sus dobles identidades culturales, nacionales y occidentales al mismo tiempo–. Era la resistencia de la vida contra la mentira, que en este caso era la mentira sobre “el alma eslava”.
Sobre Ucrania, Kundera en aquel ensayo seminal suyo de Le Débat, allá en 1983, no decía casi nada. Y sin embargo, en la versión en lengua inglesa que salió en 1984 en The New York Review of Books (reimpresa este año en los Estados Unidos por HarperCollins bajo el título A kidnapped West. The tragedy of Central Europe y en español como Un occidente secuestrado. La tragedia de Europa Central) anexó una nota al pie única, consternada: “Una de las grandes naciones europeas (hay casi cuarenta millones de ucranianos) está desapareciendo lentamente. Y este acontecimiento enorme, casi increíble, está ocurriendo sin que el mundo se esté dando cuenta.” Pero esta única nota al pie es suficiente, ¿o no? Nadie que lea a Kundera hoy día dejará de reconocer que Ucrania ha mostrado ser otra nación rebelde más al oeste de Rusia, que lucha por su doble identidad, nacional y occidental. Es cierto que la identidad ucraniana tiene raíces en el cristianismo ortodoxo y no en el catolicismo, lo cual sugiere que Kundera pudo haber subestimado las posibilidades de la ortodoxia; sin embargo, todo lo demás en la situación ucraniana debería ser familiar para los lectores de Kundera, incluidos los detalles sexuales (como las barreras de Vladímir Putin contra la liberación homosexual) y los detalles humorísticos (dada la vocación previa de comediante de Volodímir Zelenski). Por no mencionar, a propósito de Zelenski, el detalle judío, que nadie ha dejado de observar.
Pero el punto neurálgico no es un detalle. Es el conflicto entre la vida y las mentiras. En este caso la vida es literalmente la existencia de los ucranianos y la mentira, la demente insistencia, no solo de que Ucrania no existe, sino de que la gobiernan los nazis. La guerra europea más grande desde la Segunda Guerra Mundial resulta ser una guerra kunderiana. ¿Necesita una lápida? Las palabras que deben ser inscritas en ella se han vuelto obvias. El hombre del pasado ha resultado ser el profeta de esta era, un papel no deseado que el antiheroico Kundera parece haber heredado del también antiheroico Kafka, otro profeta involuntario. ~
Traducción del inglés de Andrea Martínez Baracs.
Publicado originalmente en Le Monde.