Música (aún) contemporánea

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

No hay un registro exacto de cuándo empezó a hablarse de “música contemporánea”. Pero lo cierto es que la perdurabilidad de esa denominación acabó siendo inversa a la fugacidad que su enunciación presuponía. Nada más breve y pasajero que lo contemporáneo. Y, no obstante, nada más duradero que lo contemporáneo en la música, una categoría que durante el siglo XX abarcó, más o menos, todo lo compuesto en ese siglo y ahora, sin haber dejado de incluir ninguna de esas músicas, incorpora con naturalidad las del presente.

El panorama, en los comienzos del siglo XXI, es diferente al de mediados del siglo anterior. Hay un universo de la “música contemporánea” –uno de los varios existentes– que festeja y considera “modernas” obras, autores y estéticas que en 1960, enfocados desde el eje reacción-progreso instaurado por Theodor Adorno, hubieran sido ubicados, sin duda, en el campo de la reacción. El “progreso” parece haber caducado. Ciertas composiciones actuales suenan más “antiguas” que las de hace cincuenta, sesenta o setenta años. Y, sin embargo, hay un aire de familia. Algo une al atonalismo de los años veinte, a las vanguardias “duras” de la posguerra, a sus herederos franceses y alemanes, al postespectralismo finlandés, al posminimalismo o a la “música de películas sin películas” en boga en Estados Unidos. La “música contemporánea” parece ser, simplemente, toda la que rompió –y que, aunque dulcificada, mantiene esa ruptura– con lo que el mercado de la “música clásica” llama “música clásica”.

Hace un año la revista inglesa Gramophone, una influyente formadora del gusto “clásico”, dedicaba su tapa a “los grandes compositores de hoy”, colocando esa leyenda sobre una foto que mostraba, de izquierda a derecha, a Steve Reich, Osvaldo Golijov y John Adams. Tal vez más importante aún era el subtítulo: “cómo hacen nuevamente querible a la música contemporánea”. Aquella tapa planteaba, al mismo tiempo que una solución –estos son los salvadores–, un asunto previo: la música contemporánea debía ser salvada. Elegir tres nombres –y tres imágenes, desde ya– para acompañar tamaña declaración puede ser cualquier cosa menos una operación inocente. Y, sobre todo, cuando entre ellos claramente estaba ausente cualquiera que pudiera identificarse con lo que durante toda la segunda mitad del siglo XX fue el pensamiento dominante en la materia. Entre esos tres compositores no había nadie que hubiera tenido que ver con los cenáculos franceses, alemanes o italianos de la vanguardia. No estaba ni el decano Pierre Boulez, ni aquellos que desde las barricadas de la complejidad resistieron los embates del posmodernismo, como Helmut Lachenmann o Brian Ferneyhough. Tampoco estaban un fundador del teatro musical como Mauricio Kagel, en ese momento todavía vivo y activo, o latinoamericanos modernistas, como el mexicano Julio Estrada o el argentino Gerardo Gandini. Es más, los tres compositores de la tapa trabajaban en Estados Unidos y a Golijov, nacido en Argentina, se lo consideraba, en el cuerpo del artículo central, “un estadounidense descendiente de judíos que pasó su infancia en Argentina”.

Lo notable en este caso no es, eventualmente, lo “anticanon” que resulta el canon formulado sino la inusual presencia allí del mundo norteamericano de la composición. “Cómo hemos aprendido a amarlos y cómo ellos han aprendido a retribuirnos ese amor. Los grandes de hoy cuentan cómo cambió el mundo musical desde la austeridad de Schönberg”, señala el artículo de marras, y lo atrayente no es el grado de verdad que puedan tener las afirmaciones de una revista que responde a los lineamientos de la industria discográfica sino la indagación acerca de qué aspectos del sentido común y de la recepción de la música actual están implicados en esas afirmaciones. En definitiva, la música contemporánea sigue siéndolo porque aun sus expresiones fundantes, algunas datadas hace casi cien años, conservan su contemporaneidad intacta. Es decir, siguen siendo problemáticas. Los cincuenta años que median entre las Variaciones Goldberg de Bach y las últimas sinfonías de Mozart separan dos universos estéticos totalmente distintos, mientras que los noventa transcurridos desde el Pierrot Lunaire de Schönberg no han bastado para que esa obra se incorpore definitivamente a la historia –es decir, al pasado–; para que deje de ser “contemporánea”. Cuando en una conferencia pública en Buenos Aires se le preguntó a Luigi Nono “qué es la música contemporánea”, ante la sorpresa de quien oficiaba como moderador, que trató de desestimar tal inquisición por “poco seria y profesional”, el compositor dijo: “Es la única pregunta que vale la pena contestar.”

 

La música del siglo XX

La música es dirección. Transcurre en el tiempo y, aun cuando su apariencia sea estática, siempre se manifiesta con respecto a la expectativa de movimiento. Y esa direccionalidad configura una relación entre expectativa y satisfacción, entre anhelo y resolución; una cierta narratividad. La música cuenta algo. No se trata de un relato cuyo argumento pueda expresarse en palabras, aunque muchos oyentes e incluso algunos autores lo hagan. Hay momentos sentidos como clímax, y tanto ellos como su postergación –algo así como el sentido tántrico de la música– tienen significados para el oyente. No existe un vasto vocabulario que se refiera a lo auditivo. La mayoría de las imágenes a las que debe recurrir el lenguaje hablado para referirse a la música son visuales y táctiles. O, eventualmente, se refieren a características emocionales. La música es tenue, transparente, rugosa, límpida, colorida, opaca, áspera. Puede ser brillante, es capaz de ser violenta. Se le atribuye tristeza, alegría, exaltación o melancolía. Hay músicas tristes y hay músicas enloquecidas. Pero esa característica de las maneras de referirse a la música, esas palabras que existen en todos los idiomas, y también el hecho de que haya otras que no existan en ninguno, hablan de lo que la música es para quienes escuchan.

Las formas de concebir el arte a partir del siglo XX incluyeron la posibilidad de problematizar las reglas que lo regían hasta el momento. De reflexionar sobre ellas, de polemizar con ellas y hasta de negarlas en público. La relación entre la pintura y la evocación de objetos reales, la idea de obra fija y terminada, las fronteras entre el público y los creadores y, en el caso específico de la música, el lugar particular ocupado por el intérprete dejaron de ser condiciones seguras e inmóviles. Todo podía ser revisado y, en ocasiones, la obra no sería otra cosa que la explicitación de esa revisión. El happening en las artes plásticas y el teatro, el cine sin argumento, de imágenes puras, la pintura abstracta, la fractura de la linealidad en la literatura –lo que se contaba primero comenzó a no ser, necesariamente, lo que había sucedido primero– fueron parte de ese proceso en que las formas de narratividad de las artes entraron en terreno de juicio. En la música, donde lo abstracto –o por lo menos su idealización– era una condición de existencia, esos cambios tuvieron, para muchos, el efecto de un abismo. Por múltiples razones, no sólo de la percepción y de las expectativas con respecto a lo que la música debía ser, sino también sociales y de circulación, el abandono del sistema alrededor del cual la música había tejido sus redes de significado durante unos seis o siete siglos, fue rechazado por gran parte del público habituado a escuchar música. Curiosamente, como señala el musicólogo Nicholas Cook, los mismos sonidos que algunos rechazan con virulencia en una sala de concierto son aceptados como música de una película, aunque sea de terror. Podría pensarse que, en ese caso, el sostén narrativo que la música perdió dentro de sí, lo encuentra, para el oyente, en imágenes externas.

La cuestión del rechazo del público hacia eso que todavía se llama música contemporánea, considerados en bloque tanto uno como la otra, es por supuesto, más compleja. No todo el público es igual, y parte de él no sólo no rechaza las expresiones sonoras más osadas sino que, incluso, sólo las busca a ellas. Y tampoco toda la música contemporánea es igual o presenta el mismo tipo de desafíos a sus oyentes potenciales.

Pero lo interesante es ahondar en qué es lo que ese supuesto rechazo tiene de cierto. O, mejor dicho, de qué habla. Es decir, qué pactos implícitos acerca de lo que la música es –o debe ser– transgrede, para el sentido común, eso que, en conjunto, se identifica como música contemporánea. Y, más allá de las numerosas diferencias entre unas músicas contemporáneas y otras, lo que todas ellas alteran es ese sentido narrativo, esa relación entre tensiones y distensiones sostenida por un ritmo perceptible como tal, que, con variantes y cada vez de una manera más compleja –y en relación más tirante con el propio sistema–, había estructurado el discurso musical durante siglos. Es decir, una cierta manera de ser direccional.

La tonalidad funcional fue precisada en el siglo XVIII, en pleno auge del iluminismo, por el compositor y teórico francés Jean-Philippe Rameau y establece toda una serie de jerarquías entre sonidos, dispuesta para que la sucesión de tensiones y reposos momentáneos conduzcan al reposo final y, sobre todo, para permitir la postergación y dilación de ese reposo. Esta cadena de postergaciones se haría más sutil, más compleja y elaborada a lo largo del siglo siguiente, hasta llegar a las puertas de su propia disolución. Cuando se dice que la música del siglo XX fue la de la crisis de la tonalidad se comete, entonces, un error. La crisis, como la de todas las estructuras complejas, ya estaba inscripta desde el principio. Es más, de alguna manera, era la que le daba sentido al sistema. El coqueteo entre la tensión y el reposo, el juego alrededor de la prueba progresivamente más osada acerca de cuánta acumulación de tensión podía soportar el sistema, sólo podía desembocar, más tarde o más temprano, en la propia desintegración –o en la completa reformulación– de ese sistema. No es que las tendencias estéticas de la música surgidas a partir del siglo XX puedan reducirse al eje tonalidad/atonalidad. Y, en rigor, para el oído del público habitual de “música clásica”, el abandono de pies rítmicos identificables como tales es aún más desorientador que el atonalismo. Pero la ruptura de la tonalidad funcional ocupó, para los detractores, el lugar de fuente de todos los males.

En realidad, lo único que da posible unidad al inmensamente variado paisaje musical que se despliega en múltiples orientaciones desde el siglo pasado es, justamente, la proliferación de ejes a partir de los cuales se articula. O, en todo caso, cómo diversos parámetros, que estaban presentes desde siempre en la música, fueron conscientemente trabajados –y constituidos en principio constructivo– desde las crisis del romanticismo, a fines del siglo XIX.

El timbre, el ritmo, las densidades, la intensidad, las texturas, la interválica, siempre formaron parte del discurso musical. Tanto como el color o las relaciones de equilibrio fueron siempre elementos de la pintura. Lo que cambió en el siglo XX –aunque fuera un cambio que venía gestándose paulatinamente desde el mismo inicio del lenguaje como tal– fue que esos elementos se independizaron progresivamente, empezaron a tener un valor en sí mismos y comenzaron a convertirse en ejes, en principios, a partir de los cuales se pudieron estructurar nuevos sistemas de conducción de las variables sonoras. Ya en las primeras décadas de ese siglo se configuraron discursos musicales en función no de las tensiones y distensiones prefijadas por el sistema tonal sino del color (como sucede con Edgar Varèse), del ritmo (Ígor Stravinski) o de las relaciones entre intervalos despojados de otro sentido que el de ser intervalos en sí (Arnold Schönberg, Alban Berg y, principalmente, Anton Webern). La problemática de la música compuesta a partir del siglo XX, entonces, tiene más que ver con la identificación de sus principios constructivos –principios que son nuevos como tales pero que existen en la música, como elementos de un sistema, desde siempre– que con el hecho de que plantee una ruptura radical con todo el pasado.

 

La música del siglo XXI

La música actual incluye tanto a las vanguardias como a quienes reaccionaron contra ellas; los lenguajes electroacústicos y los retornos a instrumentos del pasado, como el clave o la flauta dulce o, en la voz humana, el registro masculino de contratenor o falsettista; la nueva simplicidad y la nueva complejidad; los idiomas más conscientemente abstractos y la música de cine; las óperas y las antióperas; a los compositores que desde las músicas populares llegaron a los lenguajes eruditos y a quienes hicieron el camino inverso; el minimalismo, el intento de pautación de todos los parámetros y la incorporación de la improvisación como recurso constructivo o la liberación de casi todos los parámetros en la música aleatoria; el entronizamiento de la obra como estética –y del lenguaje como obra– y la destrucción del concepto de obra.

Pero, además, la aparición de medios masivos de comunicación y la democratización de ciertos bienes de consumo colocaron en el centro del mundo musical algo absolutamente nuevo: la música artística de tradición popular. Está aquella a la que el mero cambio de uso trocó en objeto diferente del que había sido en su origen: la música para cazar elefantes de los pigmeos o el son jarocho, escuchados en el equipo de audio doméstico, discutidos o coleccionados como antes sólo podían serlo las canciones de Schubert o los Tríos de Brahms. Y está la que, a partir de la conciencia sobre los nuevos usos y posibilidades de circulación, se refinó, tomó procedimientos prestados de la tradición escrita y llegó, en ocasiones, a niveles de complejidad y especulación con el lenguaje incluso mayores que los de la misma música clásica, cuyos límites, por otra parte, son cada vez más difíciles de trazar con precisión. En un mundo en que ya desde hace tiempo la música de tradición europea y escrita dejó de ser la única capaz de perdurar –el disco cambió eso para siempre– y de cumplir funciones ligadas más o menos exclusivamente con la escucha abstracta o su idealización –en cualquier concierto de jazz o de ciertas clases de rock la música se escucha–, las reglas prácticas dejaron largamente de corresponderse con su correlato teórico.

Lo que se dice acerca de la música responde a una cuidadosa taxonomía de los dinosaurios en una época en que ya los simios se han ocupado de blandir elementos con sus manos y, para peor, de hablar y escribir sobre ello. Si se piensa en que la calificación habitualmente aceptada de música popular abarca a Pimpinela, Warren Zevon, Radiohead, John Zorn, Björk, Portishead, Juan Gabriel, Van Morrison, Shakira, Anthony Braxton y Bill Frisell, y que el campo aparentemente impoluto de la música clásica cuenta en sus filas con el Wozzeck de Alban Berg, el Don Pasquale de Donizetti, las fugas de Bach, los shows violinísticos de Paganini, los Cuartetos de Beethoven, las óperas de Mascagni y, como primos menores, los valses de Strauss, las operetas y las zarzuelas, podrá repararse en que decir de algo que es “popular” o “clásico” es no decir absolutamente nada acerca de su capacidad para circular como arte por esta sociedad en particular. Y el panorama no es más claro ni siquiera al reducir el campo a los compositores actuales que se llaman “clásicos” a sí mismos, en tanto que allí estarían juntos, por lo menos en teoría, Philip Glass y Silvestre Revueltas.

La idea de lo clásico, instituida por una clase social para clasificarse a sí misma, mezcla, desde ya, varios conceptos. Uno es el de “lo artístico”. De hecho, la musicología anglosajona llama art music a lo que el mercado identifica como clásico. Pero, como se ha visto, ni todo lo clásico es artístico ni todo lo no clásico deja de serlo. Entre Bob Dylan y La hija del regimiento –una ópera mediocre cuyo único mérito es la acumulación de does sobreagudos para el tenor– no podría haber demasiadas dudas acerca de cuál está más cerca del arte. La otra noción involucrada es la de “clasicismo”. Es decir, la de algo a lo que –como a los otros bienes de la clase social que lo instituyó como principio de valor– el tiempo y la permanencia le han conferido su respetabilidad. Sin embargo, también en este aspecto han cambiado las cosas. Elvis Presley es ya, indudablemente, un “clásico” que ha sorteado con facilidad los límites de su tiempo mientras que difícilmente podría decirse lo mismo de Ponchielli. Lo cierto es que, más allá de las posibles discusiones acerca de su valor, mucha música de tradición popular no sólo disputó sino que ganó definitivamente el lugar predominante entre la que circula como artística. Y, qué duda cabe, esas músicas populares y artísticas son, por naturaleza, contemporáneas.

 

¿Un canon contemporáneo?

No es claro, entonces, de qué se habla cuando se habla de música contemporánea y tampoco lo es cuando se lo hace de música clásica o popular. Pero hay algo, en cambio, que no admite dudas. Hay un cierto conjunto de obras y estéticas que dialoga de manera predominante con tradiciones sumamente diferentes entre sí –los folclores afroamericanos, las mixturas indígenas y españolas de América Latina, el tango, y esa periferia que el centro denomina “música del mundo”– pero que comparte una idea acerca de lo que es el arte y de lo que es la música artística. Una idea que incluye las nociones de complejidad y de problematización del lenguaje como inherentes al valor y que es compartida, también, por un conjunto de oyentes que entienden la escucha como una posible “aventura sonora”.

Y en ese sentido conviene despejar un malentendido. La música contemporánea muchas veces no tiene el mismo público que la música clásica. Pero eso no significa que no tenga un público. Y además, en relación con la falsa dicotomía planteada por la revista Gramophone –la austeridad de Schönberg vs. el amor de los oyentes, y con la solución norteamericanizante propuesta–, debe señalarse que ni la música contemporánea “dura” tiene tan pocos oyentes ni el minimalismo y sus sucesores tienen tantos, por lo menos fuera de Estados Unidos e Inglaterra. Y, por otra parte, el (anti)canon de la Gramophone oculta matices que están lejos de ser intrascendentes. En principio, el error no estaría tanto en los compositores que incluye como en los que intencionalmente excluye. El lugar de Reich como el de alguien que cambió absolutamente el paisaje musical a partir de su Four Organs, de 1973, es innegable. También lo son los talentos de algunos de los otros compositores allí nombrados, como Adams y Thomas Adès, un extraordinario pianista y compositor de inventiva notable. Pero ni John Corigliano ni Arvo Pärt ni mucho menos Philip Glass pueden jugar en la misma liga que los finlandeses Kaija Saariaho y Magnus Lindberg o que el argentino radicado en París Martín Matalón, aunque las obras de estos últimos sean menos aptas como bandas de sonido –Corigliano es, en efecto, el autor de la de Altered States, de Ken Russell, y toda su obra puede escucharse como el acompañamiento de películas imaginarias.

En realidad, lo que sucede es que el mapa de lo que en la actualidad es la música artística –es decir, lo que ocupa el lugar estético y simbólico que en el siglo XIX era privativo de la música escrita de tradición europea– es vastísimo. Es cierto que no hay obras y autores posteriores a Stravinski que resulten indiscutibles para todos. Pero tal vez lo que haya sucedido es que la propia idea de la indiscutibilidad entró en crisis. Quizá no haya canon por la sencilla razón de que un canon no es posible. Por un lado, la Gramophone, o un crítico como el escritor Benoît Duteurtre, autor de Requiem pour une avant-garde, que atribuye la buena consideración de la “vanguardia atonal” al complejo de la burguesía por los pecados pasados y a su “miedo a no entender a Van Gogh”, bregan por compositores que, en algún sentido, recuperan la tonalidad y ciertas sonoridades menos crispadas. Por el otro, algunos creadores y algunos oyentes siguen pensando la música como un desafío de otra naturaleza. Más allá de la pretensión de todos ellos de autoerigirse como única realidad posible, ni unos ni otros tienen el monopolio de un terreno que, para peor, ya ni siquiera le pertenece con exclusividad a esa música que, empecinadamente, se sigue llamando clásica.

Los “compositores de hoy”, como titula Gramophone, son esos que ahí se nombra. Y, también, aquellos contra los cuales esos autores de alguna manera se rebelaron –Reich habla pestes de quien fue su maestro, Milton Babbitt. Y, posiblemente, los más jóvenes, que se opondrán a ellos. Y, también, todos aquellos que, desde otras tradiciones y desde sus infinitas mezclas posibles, siguen haciendo que este viejo mundo tenga cada vez más músicas nuevas. ~

+ posts


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: