La excepcionalidad cubana: La isla no es lo que parece

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Las dos películas extranjeras más importantes que se rodaron en Cuba en los primeros años de Revolución comienzan mostrando a mujeres que nadan en piscinas de hoteles. En Our Man in Havana, la película de Carol Reed basada en la novela de Graham Greene, la cámara sigue a una bella nadadora que bracea hacia un extremo de la piscina. La escena es de una calma abrumadora, salvo por un detalle: al fondo del camino de agua se advierte la silueta del capitán Segura, torturador de la policía, recortada sobre el paisaje urbano. Engañosa, pues, la belleza de la ciudad que se desborda por los límites de la azotea. Detrás de la paz y el lujo aparentes se escondería una realidad atroz.

La otra ocasión en que se entró a La Habana desde una piscina fue en Soy Cuba, la película de Mijaíl Kalatozov a la que se deben las que tal vez sean las imágenes más bellas de la ciudad rodadas jamás. Tras la hermosa secuencia de los créditos, con una avioneta sobrevolando unos palmares que parecen nevados, la cámara desciende hasta la piscina de otro hotel del downtown habanero, y tras pasearla entre bañistas que toman el sol y copas, sigue a otra opulenta trigueña que se hunde en la alberca para encontrarse otras piernas y otros cuerpos en sensual y espasmódica danza.

Aunque calmas las aguas de la primera piscina y revueltas las de la segunda, ambos directores eran reos de un mismo imaginario: La Habana no es lo que parece. Los sedujo el contraste entre esos cubos de agua llenos de cuerpos pop, y el vicio y la sangre que se aprestaban a mostrar después en una ciudad de la que tenían referencia de ensueño que transcurría en parejas aguas: el cuerpo desnudo de Ava Gardner gozando de la piscina de La Vigía, la finca de Ernest Hemingway en San Francisco de Paula.

 

 

En “El nadador”, un célebre relato de John Cheever publicado en la revista The New Yorker precisamente en 1964, mientras las cámaras de Urusevsky esperaban días enteros alguna particular tonalidad de las nubes en el cielo sobre el Malecón, Neddy Merrill decide nadar hasta su casa desde el patio de los Westerhazy. Nadar de piscina en piscina; atravesar el condado a brazadas.

Cuba, como el pertinaz nadador de Cheever, ha atravesado sucesivos avatares hasta llegar a tener el malcarado rostro que ostenta hoy. Y de tanta agua, se le ha corrido el maquillaje, como a vedette que camina bajo la lluvia. Y ha nadado siempre en piscina inundada de una misma agua discursiva: una ansia de “excepcionalidad” que ha sido su maldición y también su bálsamo. Un dispositivo creado desde la sociedad criolla, y que funcionó durante dos siglos enteros, tanto para vocear una grandeza las más de las veces apenas presunta como para justificar las desgracias, tantas veces demoledoras.

La “Llave y Antemural”, que escribiera José Martín Félix de Arrate, paseó por todo el siglo XIX la singularidad que implicaba permanecer como una provincia española, la “siempre fiel”, sin ser, o parecer, una colonia, según afirmara en 1841 Adolphe Jollivet. Pese a ello, anexionistas, independentistas y autonomistas enarbolaron discursos y machetes sin conseguir dotar a la “Perla de las Antillas” –título que le disputan Haití y Martinica, por cierto– de un Estado moderno ni de las instituciones funcionales que este presupone.

Fue precisamente ese siglo el responsable de que la vindicación de la “excepcionalidad” de Cuba se erigiera en Leitmotiv nacional. Los reclamos por la independencia o la autonomía requerían de discursos que plasmaran la otredad de la isla respecto a España, ya fuera para arrastrar a los cubanos a la guerra o para exigir un estatuto privilegiado para la isla, una forma de autogobierno.

 

 

Cuba se despidió del siglo XIX, el siglo del afianzamiento de los discursos nacionales, ostentando la dolorosa primacía de haber inaugurado, de la mano de Valeriano Weyler, el universo concentracionario donde cuarenta años más tarde Europa se encontraría con los topes de la razón y la apoteosis de la técnica.

También con una decepción que marcaría las décadas siguientes: los cubanos habían peleado dos guerras contra España, pero no pudieron anotarse la victoria en exclusiva. Tampoco la normalización, y creación, de las instituciones del país. Así, la República tutelada por Estados Unidos que nacía sirvió para potenciar la maldición de otra cualidad “excepcional” que los cubanos habían ido amasando desde el primer tercio del siglo XIX, a saber, la relación especial de Cuba y Estados Unidos. He ahí otra cifra “excepcional”, la geopolítica de la gravitación, que pervive hasta hoy tanto en los discursos antiimperialistas del régimen cubano como en el “excepcional” trato migratorio que reciben los cubanos en Estados Unidos.

Ni Quebec autónomo en el Caribe, como quisieron los autonomistas, ni Suiza caribeña con la que soñaban los más optimistas, la Cuba republicana fue un tránsito de medio siglo por la indagación en torno a la identidad de los cubanos en típico gesto postcolonial. Hay al menos dos refugios donde se aloja la excepcionalidad cubana en los años republicanos. Por una parte, un extraño ejercicio de excepcionalidad negativa, que se fundamenta en la exposición de los vicios –Francisco Figueras, José Antonio Ramos, ciertas zonas de Fernando Ortiz y Jorge Mañach… Pero conjuntamente con los discursos de la excepcionalidad negativa, la República también conoció momentos de gran prosperidad económica que alimentaron el fantasma de una superioridad que enajenaba al país de la América Latina y el Caribe, aunque no conseguía insertarla en un espacio de estabilidad democrática que le permitiera parangonarse con las naciones del norte del continente. En Piedras y leyes, Fulgencio Batista recoge el prolijo catálogo de esa excepcionalidad en positivo.

El “mito de la insularidad” que propugnó José Lezama Lima en el célebre “Coloquio con Juan Ramón Jiménez” es un ejemplo adicional del afán de excepcionalidad, aunque en él, como más tarde en el célebre poema de Virgilio Piñera, sea Cuba entera la que nade en una piscina de aguas que la aíslan y singularizan. Años después, Reinaldo Arenas recreó el mito al imaginar tiburones que roían la plataforma sobre la que se asienta la isla, que quedaría así a la deriva, perdiéndose en los mares, despidiéndose de su excepcionalidad fatal.

 

 

Con la Revolución de 1959, la aventura de la excepcionalidad cubana alcanzó proporciones apoteósicas. Entonces, nuevo membrete, ganó el de “primer país socialista de América”. Difícilmente alguien pudo imaginar que las ansias de excepcionalidad se vieran colmadas a un nivel que situara a la isla en el centro de un diferendo nuclear y que unos cohetes emplazados en su suelo generaran uno de los más intensos usos del “teléfono rojo” de la Guerra Fría.

La idea de que el país había alcanzado por fin un destino genuinamente excepcional soporta buena parte de los discursos ideológicos de la Revolución de 1959. La década de los sesenta convierte a Cuba en hotel de los intelectuales de izquierda. El presunto hallazgo de una revolución que centraba los principales debates que rondaron esa década, el rol de enfant terrible del socialismo mundial de que dotaron a Cuba su relativa independencia de los dictados de Moscú, la implicación de la isla en los procesos de descolonización y los movimientos guerrilleros en África y América Latina convirtieron a Cuba en ilusorio vórtice del huracán que iba a enderezar el siglo.

Más tarde, el inicio del colapso del imperio soviético en 1985 colocó a Cuba ante la amenaza a la supervivencia de su propio devenir socialista y requirió de artes que paliaran los efectos que un lustro más tarde se abatirían sobre la economía de la isla. Regaló también la benevolente Clío la posibilidad de dar todavía una puntada al traje de la excepcionalidad. Y no se iba a desaprovechar tamaña ocasión de proclamar la nueva condición excepcional y ufanarse de ella. “La historia nos dio el derecho a proclamar que somos hoy el país más independiente sobre la Tierra”, dijo Fidel Castro en 1991, para recordar inmediatamente después que a pregunta que le habían hecho acerca de si Cuba se había quedado sola tras el desmantelamiento de los regímenes socialistas en Europa, respondió: “¡Sí, estamos solos, pero en la cúspide!” El ensayista y poeta Roberto Fernández Retamar llevó la mítica norma a apoteosis no exenta de cursilería, cuando se refirió a la “enormidad de Cuba”, tomando como pie forzado aquella “enormidad de España” de la que habló Miguel de Unamuno, y jugando con la común raíz de las palabras anormalidad y enormidad. Enorme por excepcional, pues.

 

 

A la Cuba poscomunista le tocará proveerse de un rostro que continúe dotándola de la ilusión de la excepcionalidad, a la vez que le sirva para encarar su reducción a país común, a ser un país más. Un paisito cualquiera, sin destino de epopeya.

Como el nadador de Cheever cruzó el condado para encontrarse una casa vacía, los cubanos habrán de rastrear los muchos retratos de la Cuba “excepcional” para elegir con cuál se quedan, si es que alguno les conviene. Atravesar esas visiones, como nadando de piscina en piscina, desasidos por fin de la idea de que la excepcionalidad es una virtud de la geografía moral en un mapa del que Cuba se quiso epicentro. Un mapa que alberga ahora el paisaje de una ilimitada periferia.

La devolución del país, y sus gentes, a un espacio carente de primacías y heroísmos, una realidad desprovista de falsas coartadas que validen un destino único, exigirá un reacomodo simbólico y un renovado asiento geoestratégico. La pérdida de la última coartada de excepcionalidad durante este último medio siglo de castrismo traerá consigo la suerte de vivir un destino común en el archipiélago de la mundialización. Cuba ya se prepara para adoptar nuevo rostro debatiéndose entre el socialismo del siglo XXI y el imaginario de la gozadera.

Se afirma que Fidel Castro apareció como figurante en una película rodada en México en 1946, Easy to Wed. En los créditos figura con curioso papel: Pool Spectator. Un hombre que se pasea en torno a una piscina. La mira de reojo, desinteresado. Tras medio siglo de Revolución, los cubanos, que asisten como “excepcionales” figurantes al ocaso de su presunta excepcionalidad, ansían un destino sobre el que no gravite el reto de ser grandes. Al menos, más grandes de lo que son. De lo que cualquiera lo es. ~

 

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Jorge Ferrer es traductor y escritor. Ha traducido a Svetlana Aleksiévich, Iván Bunin y Vasili Grossman. Su último libro, Días de coronavirus. Un itinerario, ha aparecido hace unas semanas en Editorial Hypermedia.


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