Sigue aumentando la indignación entre la gente de la derecha política (aunque no se limita a ella) por la prontitud con la cual el capitalismo no solo parece haber capitulado ante la política identitaria de la izquierda, sino por haberla incorporado de muy buena gana. Algunos lo consideran una traición, pero los supervisores más perspicaces de la derecha, en cambio, ven en ese proceso otra prueba más de las astucias y capacidades del capitalismo para apropiarse y neutralizar movimientos sociales que, de otro modo, podrían suponerle un peligro; mediante la efectiva adopción de una variante inofensiva de los mismos como propia, más o menos como en el caso de las vacunas, que se sirven de partes debilitadas o inactivas de un organismo concreto (antígeno) para desencadenar una respuesta inmunitaria en el cuerpo. El supuesto tras la respuesta del capitalismo a la política identitaria se basa en el mismo principio: una variante debilitada no causará que la persona inmunizada contraiga la enfermedad, si bien provocará que su sistema inmunitario reaccione del mismo modo que lo haría al verse expuesto por primera vez al patógeno real. Y en ambos casos ha tenido un éxito extraordinario.
En una sociedad capitalista donde la cartera de inversiones ideal está “diversificada” y el modelo de negocio más eficaz es el que “trastoca” modelos de negocio anteriores, siempre fue absurdo suponer que en las cimas dominantes de la vida cultural e intelectual –las cuales, a pesar de todas sus ostentaciones, son cláusulas subordinadas de la oración económica– la “diversidad” y la “disrupción” no se estimarían muy pronto por encima de todo lo demás. Hay otros elementos, por supuesto, sobre todo la indiferencia de la cultura contemporánea hacia la tradición, al menos hacia toda tradición que no se pueda rentabilizar de inmediato. Lo cual también refleja la irrelevancia de la tradición para el capitalismo contemporáneo, incluso su efectiva inmiscibilidad. Este es el componente negativo. El positivo, de mucho mayor relevancia, es que las políticas identitarias y el capitalismo contemporáneo encajan casi a la perfección. Piénsese, por ejemplo, en la multiplicación de identidades en esta cultura, que son, para la vida cultural y moral, lo que la segmentación del mercado es para los catálogos de productos. O piénsese cómo las humanidades y las ciencias sociales se consagran ahora a repudiar los pasados de cada una de sus disciplinas y a reimaginarlos (un “verbo”, por cierto, que se deriva de los “imaingenieros” de la corporación Disney). Sí, en el ámbito académico el racismo y otras formas de exclusión son la justificación moral para ello. Pero el efecto es el encumbramiento de la disrupción como categoría del estado ideal en la vida cultural e intelectual, del mismo modo que los modelos empresariales disruptivos y las nuevas tecnologías sustitutivas son el estado ideal de una empresa.
Para el identitarismo de izquierdas es preciso trascender el pasado, no entenderlo en sus propias circunstancias, y mucho menos rendirle homenaje (salvo a quienes fueron sus víctimas). Más bien, solo si reporta algún valor como campo de estudio, se lo puede reclutar para las necesidades del presente. En los departamentos de Historia de las universidades esto se denomina explícitamente “presentismo”, y quienes se resisten están luchando en una acción condenada a la retaguardia. Quienes se oponen con razón al presentismo, como los que se enfrentan en las facultades de música al movimiento que resta relevancia a la tradición clásica occidental en favor de la música indígena o la música pop, y los que se siguen resistiendo en los departamentos de clásicas a la reivindicación según la cual su obligación más importante es impartir la historia de los marginados y no la de los grandes hombres, y también los que imaginan que semejantes desarrollos no se relacionan de algún modo con el tegumento capitalista en donde están situados, interpretan muy mal lo que está sucediendo. ¿Por qué educar sobre las fustas cuando se puede enseñar la realidad virtual? ¿Y por qué suponer que los universitarios deben ajustarse a los planes de estudio, si un consumidor no debería –ni podría– aceptar un producto que no es de su agrado?
En un mundo capitalista en el que la tradición es un impedimento para la rentabilidad, ¿cómo podría la cultura surgida de este despertar interés alguno en rendir homenaje a sus propias tradiciones? Sí, la izquierda identitaria todavía se proclama en general, y se imagina a sí misma en verdad, como anticapitalista casi siempre. Pero como en aquel cuento, según el cual el mayor éxito del diablo fue convencer a la gente de que no existía, el mayor éxito del capitalismo es hacer creer al mundo cultural que es autónomo del sistema de mercado, en lugar de ser, como todo lo demás, una de sus muchas dependencias.
Traducción del inglés Aurelio Major
Publicado originalmente en el blog del autor
David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.