Hay quienes instintivamente caminan hacia adelante. Guillermo Cabrera Infante (1929-2005) perteneció a esa raza. Sus adversidades, que mucho lo acompañaron (la pobreza que estuvo en sus orígenes, la persecución política, las censuras de izquierdas y derechas unidas), no lograron aminorar ni su nervio ni su entusiasmo. Hasta podría argumentarse que esa hostilidad continuada lo alentó, lo vigorizó y lo regeneró. Más: él se propuso, desde muy temprano, derrotar las inclemencias a fuerza de trabajo, disciplina, inteligencia. La parte del trayecto vital e intelectual que se describe a lo largo de La Habana para un infante difunto (1979), centrada como está en los años mozos de una educación sentimental, es, en este sentido, elocuente. De ahí que sus libros –todos sus libros, desde los ensayos literarios y políticos hasta las críticas de cine y las “novelas”: hermosos arbitrios poéticos unos y otros– permitan reconstruir la manifestación y la expansión de un carácter decidido a dejar la marca de su persona y de su figura, a acuñar su sello, su rasgo y su rango; a hundir su hierro tanto en una experiencia de vida como en la experiencia de una actividad. Lúcido como era, y militante activo de sí mismo, acaso sabía que es parte esencial de toda gran obra triunfar en la derrota.
Cabrera Infante deseó, en efecto, para decirlo con una expresión que le sería simpática, llevar la voz cantante. Deseó ser la voz que verdaderamente canta en sus libros: al aspirar, como buen escritor, a convertir la escritura en la condición de la música, al echar a andar un tema que gobierna y sus multiplicadas variaciones, al ahondar en el arte de la fuga que huye hacia adelante y se torna hacia atrás y cumple así reiteradas espirales, creó una armonía polifónica puesta bajo la autoridad de un tono dominante y principal. Incluso el guión cinematográfico de Vanishing Point (1971) participa de esta modalidad: es una carrera contra el destino en la que percute (y repercute) una obsesiva voz solitaria y continuada. Cabrera Infante mimó a la vez a la voz que canta y a la voz que en-canta. Provocador, insinuante, socarrón, sensual, aliado constante del fetichismo de las palabras que en sus manos se hace materialidad sonora y reverberación instrumental, tocaba su flauta mágica y nos inducía a nosotros, sus lectores ávidos, a una excitación de connotaciones eróticas y a un divertimento gozoso. Nos inducía a ejercer de miméticos voyeurs. Algo cercano a lo que los franceses llaman, gráficamente, titillations.
Tres tristes tigres (1968) nos regala, en este contexto, un bullanguero coro de voces al que las calles habaneras sirven de cámaras sonoras que amplifican y difunden una intrincada composición serial hecha de temas secundarios que se pierden y se encuentran y se vuelven a encontrar en un tema dominante. Allí, en consecuencia, los monólogos protagónicos de Cué, Eribó, Silvestre y Códac son intervenciones solistas que concurren a crear, desde puntos de vista distintos y desde diversas intensidades dramáticas, un ámbito de resonancia solidario: “una galería de voces” que se interpenetran y entre sí se comentan. Por eso mismo, Tres tristes tigres no expone una verdad coherente y central sino una verdad angulosa y astillada: una estructura que se compone y se recompone de acuerdo con sus propias leyes interiores y con el principio libérrimo que rige a las variaciones musicales.
Proyecciones, duplicaciones, simulacros, sospechas, atracciones y repulsiones acaban por fecundar un casi infinito sistema de liquidaciones y regeneraciones en el universo de Cabrera Infante. Se trata de los expedientes que construyen aquella “casa de las transformaciones” –metáfora del trabajo literario– a que aludió en cierta ocasión. Es que él deseó también llevar la voz cantante en el desarrollo de la literatura hispanoamericana. Puesto en otros términos: irrumpió de entre las letras (y con sus letras) con la determinación de ocupar una posición tutelar. Es verdad, por supuesto, que, en la secuencia que comienza con el modernismo rubendariano y se afirma con las vanguardias primero de los veinte y luego de los cuarenta del siglo XX, la literatura hispanoamericana se había adentrado en un periodo de discusión y replanteo de sus herencias que la conducirían, en los sesenta, a uno de sus momentos más fértiles y fundadores. Pero no es menos verdad que la voluntad de inaugurar una categoría propia, inclasificable, sería en Cabrera Infante un imán poderosísimo. En tal ambición, son centrales la destrucción de la “literatura” entendida como solemnidad y belleza huecas, el desenmascaramiento de la autoindulgencia literaria y el abajamiento de una actividad literaria altanera. El humor y la chacota, la literatura vuelta diversión, la comunión y la contigüidad de lo bastardo y lo sofisticado, la revelación de lo popular como casta autónoma, la violencia que se ejerce contra unos géneros a los que se quiere descoyuntar, son los recursos que se emplean en la dinamitación que se lleva a cabo.
Hay dos procedimientos expresivos que coronan este programa. En efecto, la parodia y la traducción, ironía mediante, asumirán allí tareas dislocadoras y desmitificadoras. Parodia: entiéndase el lugar donde la conmoción que se experimentó ante una obra se resuelve en subversiva crítica reconciliadora. Traducción: entiéndase ese desplazamiento donde la obra original que subyugó como modelo se trasmuta y se trasvasa y se torna escrutinio transformador. Cabrera Infante se sitúa, en estos trámites, como un escritor que excava en su memoria (en su tradición) y reconstruye a partir de esa excavación. Recordemos que Tres tristes tigres urde una porción de su trama con parodias de escritores del canon cubano (José Martí, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Lydia Cabrera, Lino Novás, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier) que cuentan “la muerte de Trotski” tal como ellos lo harían según su propia retórica. Por su parte, Un oficio del siglo XX (1963) y Exorcismos de esti(l)o (1976) retuercen la crítica cinematográfica y el ensayo variopinto al aventar la “objetividad” cejijunta y proclamar una autoría singularísima. Recordemos también que las traducciones de algunos títulos de Cabrera Infante se preocupan por sumar beneficios y añadir valor a los originales. Y recordemos que los comentarios del propio autor a sus libros, y los análisis que ellos alentaron entre algunos especialistas prestigiosos, forman parte orgánica de un continuum crítico.
Una observación final. Cabrera Infante dio a la voz cantante una vuelta de tuerca más: la volvió la voz que canta “las cuarenta”: las verdades verdaderas, las verdades incómodas y que nadie quiere escuchar. Mea Cuba (1992) es, al respecto, ejemplar –en el doble sentido de modelo ilustrativo y de categoría moral. Crónica y testimonio de una pasión cubana que el exilio agudizaría y llevaría a la agonía, el libro es el mapa puntual que registra la cartografía del Mal: las dictaduras totalitarias que incluyen –totalitarismo tropical trepidante– a la dictadura castrista. Con incurable desolación furiosa leo en la página 369 de la edición de Mea Cuba hecha por Plaza & Janés la advertencia en forma de admonición y de visión anticipadora que el viejo Nicolás Guillén le hace una tarde habanera al joven Guillermo Cabrera Infante: “¿Sabes una cosa? Un día [Fidel Castro] te va a enviar esa turba a tu casa y te van a linchar porque eres más joven que yo. ¿Quieres que te diga otra cosa? Es peor que Stalin, te lo digo yo. Porque Stalin se murió hace años pero este gángster nos va a sobrevivir. A ti y a mí.” ~
(Rocha, Uruguay, 1947) es escritor y fue redactor de Plural. En 2007 publicó la antología Octavio Paz en España, 1937 (FCE).